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Elizabeth Morris y la búsqueda del territorio

La cantautora se presenta este viernes en Sala Master junto a Magdalena Matthey. Acá habla en primera persona de su disco Encuentros y despedidas, de su infancia en Alemania y de qué es la música de raíz latinoamericana.

Rodrigo Alarcón

  Jueves 29 de junio 2017 13:08 hrs. 
EM

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Con la Magda (Matthey) nos conocemos hace un montón de años, desde la Escuela de Música de la SCD. Durante harto tiempo fui parte del grupo que la acompañaba, era su guitarrista, percusionista, corista. Hemos estado juntas muchas veces en el escenario, pero hace tiempo que no nos juntamos a hacer nuestro repertorio, porque últimamente siempre es para hacer El cantar de Violeta, un espectáculo con repertorio de Violeta Parra. Hace rato teníamos pendiente juntarnos y compartir esta afinidad, como amigas y musical, entonces armamos un formato que queremos seguir trabajando. Cada una invitó a un músico. Yo invité a César Gómez (violinista) y ella invitó a Simón González (guitarrista). Hacemos repertorio de ambas y también una parte con repertorio del trío Alheña, que teníamos con Laura Fuentes.

Encuentros y despedidas tiene una historia más o menos larga. Lo primero fue una canción, “La mejicana”, que grabé como dos años antes que saliera realmente el disco. Quise trabajar con productores musicales, pero no resultó. Finalmente, encontré esta forma de contar con la colaboración de las personas que les gusta mi trabajo (crowdfunding) y tuve la plata para grabar. En cuanto a la estética, es distinta, algo que trato de hacer en cada disco: no repetirme mucho, no caer siempre en las mismas muletillas musicales que uno inevitablemente tiene. Busqué otras formaciones de acompañamiento, incluir algunas cositas electrónicas.

Temáticamente es como los discos anteriores, que son bastante autobiográficos. Tiene que ver con algunos recuerdos y con dejar ir ciertas cosas que ya no serán. Tiene que ver con relaciones entre las personas, con mi hija, de pareja, rupturas. Con el simbolismo que hay en los viajes en tren y andenes, más específicamente, donde la gente se despide y se encuentra, y toda la carga emocional que eso tiene. Eso se conecta con la experiencia de mi infancia, de viajes que yo hacía hacia Suecia cuando vivía en Alemania, para visitar a mis familiares. Eran cosas increíbles, como viajes transoceánicos: el tren se metía a un barco gigante, cruzábamos el Mar Báltico y aparecíamos al otro lado. Era un reencuentro con gente que yo no veía nunca, con los primos, con familia que todavía vive allá. Eso también está en el disco y es probablemente la historia de mucha gente.

Vivir en Alemania y volver a Chile influyó muchísimo en mi música, porque tiene que ver con la sensación del desarraigo. Que yo haga canciones que tengan una base en la raíz latinoamericana es como la búsqueda del país de uno, del territorio al cual uno pertenece. Yo tenía diez años cuando volví, supuestamente estaba regresando a mi país, pero no era como la gente de acá. Ya no era mi país y me costó entender eso. Era otra cultura, ¡si yo era alemana! Y sigo siéndolo en algún grado. No entendía los chistes, el humor era una cosa rarísima, no entendía nada. No entendía por qué las micros no paraban en el paradero.

No conscientemente, me construí una cosa que sentía propia. Viviendo en Alemania, la música era lo más tangible que tenía de mi país, porque me fui chica y no me acordaba de nada, solo de lo que me contaban. La música que escuchaba era algo que sí podía recordar, entender las letras. Yo reconocía eso como parte de mi identidad. La música que me mostraban era la Nueva Canción Chilena, Violeta Parra, Víctor Jara, Inti Illimani, Illapu, otros grupos de por allá como Los Calchakis, que vivían en Francia. Claro, yo escuchaba de todo en esa época, los Bee Gees, Abba, me encantaban, pero naturalmente mi idioma y mi música era la otra, la que venía de Chile.

La etiqueta de raíz latinoamericana me acomoda en cierto sentido, pero al mismo tiempo es imprecisa, es amplia y también siento que hay cosas mías que no son tan pertenecientes a ese mundo, son más híbridas, pero no conozco otro término. Igual, me acomoda más que folclor o folclorista. Yo no soy folclorista. Yo mezclo cosas y las transformo a propósito, porque trato de ser honesta con lo que soy. No puedo cantar una cueca como una señora del campo, no tengo esa experiencia de vida. Me parecería como estar actuando, entonces respetuosamente trato de recoger esas cosas e integrarlas a mi trabajo desde mi propia realidad. Me parece importante que esas raíces estén presentes y se entremezclen con música más actual. Que no se dejen en el olvido y no queden solamente como una pieza de museo.

Tocar con otros es la mejor escuela, no hay otra que te enseñe eso. Conocer las historias musicales de los demás y tocar, tocar, tocar mucho. Yo tocaba caja en una batucada y ahí aprendí a cambiar la acentuación de los ritmos. Toqué saxo en una banda que hacía música de La Tirana, en unas peñas pasadas a cerveza, con el piso pegoteado, con humo. Toqué con el Pedro Villagra, que hace más fusión con el jazz y me hacía tocar cualquier cosa: zampoña, quenacho, cajón, todo. En otro grupo que se llamaba Fa-Fandango, que era más de fusión, tocaba cuatro, charango. Yo era como el mentolatum: para todo. Siempre dispuesta. Así aprendí a tocar todas esas cuestiones, de patuda, por las ganas y la pasión de ser parte de un grupo. Eso es muy bonito.

Me costó mucho decidirme a ser solista, porque tengo alma de grupo y también había mucho de timidez. Yo era feliz en un rincón. Mientras menos me llegara la luz, mejor. Calladita, siendo una obrera de la música. Tocar como solista ha sido un aprendizaje, porque me ha exigido reflexionar más sobre sobre lo que hago y verbalizarlo. Siempre me decían: “Ya poh, Eli, canta tus canciones”. ¿En serio?, decía yo. Me invitaban a unas reuniones de cantautores que se hacían donde ahora está El Mesón Nerudiano. Iba calladita con mi guitarrita, escuchaba cantar y participaba tímidamente. Estaba Alexis Venegas, Patricio Anabalón, la mayoría eran hombres. Me costaba mucho. La Carmen Prieto me decía: “Ya poh, Eli”. Entonces dije “ya, voy a grabar un disco” (Hacia otro mar, de 2002), porque llevaba como diez años componiendo, tenía mucho material. Postulé al Fondart, grabé el disco y ahí venía la segunda etapa: “Tenís que lanzar el disco poh”. Y la cuestión se fue dando. Yo tengo una especie de porfía, de atrevimiento o de inconsciencia total, que es como que hago las cuestiones no más y de repente me doy cuenta: chuta. Pero yo creo que hay que hacerlo no más, hay que atreverse.

En Sala Master

Elizabeth Morris y Magdalena Matthey se presentarán a las 20:30 horas de este viernes en la Sala Master de Radio Universidad de Chile (Miguel Claro 509, Providencia). Las entradas tienen valores de $8.000 (preventa) y $10.000 (general). Más información en este enlace.

*Este es un fragmento de la conversación que Elizabeth Morris sostuvo el pasado miércoles 28 en La Tienda Nacional, en una actividad organizada junto a POTQ Magazine.
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