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Los cambios que no se ven


Martes 19 de diciembre 2017 13:58 hrs.


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Durante los próximos días los análisis menudearán. Todos pretenderán explicar el resultado del balotaje.  Sin embargo, llegarán tarde -todo es tan rápido ahora- y se olvidarán con la mayor celeridad -sí, todo es tan rápido-, hasta la próxima elección. Es de esperar que esta vez los analistas asuman que una de las variables más importante es el momento que vive la Humanidad. Las visiones de los seres humanos.  Y que tales miradas son el resultado de un cambio abrupto, no sólo de generación, también de una realidad que ha llegado de la mano de innovaciones tecnológicas cada vez más aceleradas y que ya se anuncian constantes. Pero como no se trata sólo de avances científicos, los sociólogos, psicólogos y antropólogos, tendrán algo que decir.

Esta vez votaron alrededor de siete millones de electores.  El 50 por ciento del padrón electoral. El triunfo correspondió al representante de la derecha, Sebastián Piñera. Muchos se preguntan ¿qué habría pasado si vota la totalidad del padrón? Otros, en cambio, afirman que el presidente electo representará sólo a la mitad de los chilenos. Son preguntas y aseveraciones que carecen de sentido, si uno las mira tratando de entender el silencio electoral y las razones que impulsaron a los que inscribieron su voz en el voto.

¿Es Chile un país derechista, de acuerdo con lo que dijeron las urnas el domingo 17? Aceptar tal aseveración podría ser algo aventurado. Es una consideración que obedece a que seguimos observando el comportamiento político con una óptica de los siglos XIX y XX. Lo que demostraría que los análisis están desfasados y que en tal pecado también caen los dirigentes políticos.

Ya ni la izquierda ni la derecha tienen el sentido que tenían antes.  Quienes siguen manejando tales parámetros parecen no haber captado que el electorado ya no reacciona adherido a antiguas ideologías.  Aquel que “no está ni ahí” con la política, rechaza por igual a la izquierda y a la derecha.  Por eso no vota.  Y un alto porcentaje de quienes sí van a las urnas, emiten su sufragio tomando en consideración cuestiones inmediatas, como la seguridad de su puesto de trabajo;  o, de manera más lamentable, sucumben a regalos menores y cercanías momentáneas que estimulan el arribismo de las clases media y baja; o, también se da, demuestran su ignorancia dejándose arrastrar por campañas del terror. Pero en ninguna de estas alternativas es la ideología de izquierda o derecha la que marca la tendencia al momento de votar.

¿Y si el voto fuera obligatorio? Seguramente las cosas no cambiarían demasiado. La tendencia seguiría marcada por dificultades puntuales, sin identificar los problemas sociales de fondo. Sin ir a la raíz de las iniquidades que impone el actual reparto de la riqueza. Y si se mira la situación con perspectiva, la reacción  no deja de ser comprensible. Hoy, en el mundo, las respuestas políticas ante los problemas no denotan diferencias muy marcadas. Tal vez, con excepción de los grados de libertades democráticas que puedan detectarse entre unas y otras naciones.  Pero hasta eso es relativo. Las respuestas políticas aparecen marcadas por la economía y, más específicamente, por el sistema neoliberal que hoy impera en el mundo. Y eso, hasta ahora, no ha servido para avanzar en el acortamiento de las diferencias entre muchos pobres y un grupo restringido de pocos muy ricos.

La votación del domingo 17 deja a las claras que los electores optaron por un candidato que representa a quienes detentan el poder económico. En ese sentido, beneficiaron a un sector minoritario de la sociedad.  Pero ello no quiere decir que su postura asuma, en todos ellos, la adscripción a los postulados conservadores. Si así fuera, la actual presidenta, Michelle Bachelet, debería haber sido derrotada por Evelyn Matthei en la elección  anterior. Esta última representaba la continuidad del régimen que en ese entonces encabezaba Piñera.

Resulta evidente que la cercanía de los ciudadanos con sus instituciones ha cambiado. Desde ya, el descrédito de la política juega un papel importante. También influye la corrupción que se detecta, cada vez en mayor medida, en entidades estatales y en empresas privadas -incluyendo algunas dedicadas a la educación, a la salud, a la vivienda, a los servicios básicos o al simple menudeo de productos esenciales para la alimentación, la higiene, etc.- que no trepidan en esquilmar a sus clientes.

Desde la perspectiva del ciudadano común, la respuesta es de rechazo y desconfianza.  Aparte de que esa misma realidad va permeando a una sociedad en que los valores cívicos dejan de tener espacio hasta en las mallas curriculares de la educación obligatoria.

Pareciera que todos estos son elementos que los estudiosos deberán tener en cuenta al momento de hacer sus análisis, si quieren acercarse a lo que realmente hoy mueve a los ciudadanos. En todo caso, nada asegura que estas posturas vayan a ser definitivas.  Es posible que las propuestas que deben aparecer enamoren a los ciudadanos de las ideologías políticas que traerán consigo.

La duda acuciante es si esas respuestas llegarán sin daño. Y de esta realidad si tenemos experiencias más que suficientes a lo largo de la historia humana. Quienes hoy detentan el poder en este sistema democrático corroído por los mismos males que prometía subsanar, seguramente no se retirarán sin lucha. Y luego de las maniobras que ya conocemos -descrédito al contradictor, campañas del terror, agiotaje electoral- posiblemente, como en el pasado, vendrá la violencia.

Todo parece indicar que es urgente descubrir qué está pasando con nuestra democracia.  Sobre todo, ponerse al día con las nuevas tendencias de los ciudadanos y hacer cumplir a estos su deber de ayudar a la construcción de la sociedad, empezando por dar a conocer su parecer votando. Es un trabajo que corresponde a los dirigentes políticos o a quienes aspiren a serlo. Una enseñanza que no satanizará la lucha por el poder, pero que pondrá el acento nuevamente en que es el ciudadano el beneficiario de ese poder y no quien, por su mandato, lo ejerza.