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El Papa Francisco y los bienaventurados

Juan Pablo Cárdenas S.

  Lunes 15 de enero 2018 7:51 hrs. 
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El Papa Francisco estará esta semana en Chile, esto es en el país que menos lo quiere en nuestra región, según una reciente encuesta de Latinobarómetro.  Aunque el 35 por ciento de nuestra población se declara católico, otro porcentaje levemente inferior pertenece a otras iglesias; mientras se registra también un número importante de ateos o agnósticos.

De todas maneras, de lo que estamos ciertos es que su visita a Santiago, Temuco e Iquique provocará, con certeza, las mayores movilizaciones sociales que registre nuestra historia, las que serán acrecentadas, además, por cientos de miles de peregrinos que vendrán a saludarlo desde el extranjero, especialmente desde el otro lado de los Andes.

A esta altura, se hace nítido que no hay otro líder moral, político o, incluso, cultural o artístico que concite mayor expectación en sus viajes por el mundo. Así sea vaya al Asia o al África donde los fieles cristianos no son muy abundantes. Por lo mismo es que los regímenes del más diverso signo aprecian mucho sus visitas y disponen todos los recursos necesarios para garantizar su seguridad y proximidad con el pueblo.

Todo ello confirma que la fe es un valor fundamental de la especie humana y que, en el caso del Catolicismo, pese a todos los históricos despropósitos de su iglesia, continúa en más de veinte siglos ejerciendo una hegemonía sin parangón. En la caída de múltiples referentes ideológicos, que hasta creyeron arrogantemente en el “fin de la historia” en sus conclusiones, prevalece contra viento y marea la voz de la Iglesia Pontificia. Sobre todo ahora cuando manifiesta taxativamente su compromiso con la redención de los pobres y oprimidos, la promoción y defensa de los Derechos Humanos, como su compromiso con la protección del Planeta y nuestro medio ambiente.

Aunque aquí se lo quiera menos que en los otros países de nuestro Continente, no hay duda que el pueblo chileno se volcará masivamente a su paso y concurrirá a sus actos litúrgicos. A expresarle la gracias por la actitud general de Roma, el episcopado y el clero chileno en relación a nuestra última Dictadura Militar. A testimoniarle, además, las numerosas y fecundas obras de esta iglesia en la formación educacional de los chilenos, en la protección de la niñez y ancianidad desvalida, como en tantas acciones de bien público. Cuestiones que no pueden ser desmentidas ni por quienes que se encuentran en denodada campaña por menospreciar o desbaratar su gira.

Si la ocupación colonial española fue sellada con la Cruz y los estandartes católicos de los conquistadores, es evidente que quienes nos legaron la independencia también estuvieron motivados y respaldados por figuras como la de Camilo Henríquez y tantos otros rebeldes al abrigo del Evangelio y en contra de la opresión e los conquistadores. Así como la propia Reforma Agraria de la década de los 70 tuvo acicate en el apoyo de obispos y religiosos  que fueron partidarios de que “la tierra estuviera en manos de los que la trabajaban”.

Con todo, Francisco nos visita en tiempos de dulce pero de mucho agraz en nuestras relaciones con la jerarquía eclesiástica chilena, en manos de una serie de prelados que han venido enfriando su misión con los objetivos de la justicia social, cuestión que tanto marcara la conducción de un cardenal Silva Henríquez, por ejemplo. En particular, los reproches abundan en contra de las jerarquías eclesiásticas por los abusos sexuales, la pedofilia y un gran número de escándalos protagonizados por sacerdotes y monjas, a quienes corrientemente se les ha extendido el manto protector de la superioridad eclesial. En un tema  que ha dejado comprobado que los papas suelen también equivocarse y para algunas materias, al menos, no gozan de infabilidad alguna. Nos referimos, en concreto, a la situación del obispo de Osorno que habría hecho caso omiso de los atentados cometidos por el párroco Karadima, y que, sin embargo, recibiera hasta hoy el respaldo pontificio.

Nos queda claro que los contrasentidos vaticanos en todo caso son menores que los de nuestros propios obispos y cardenales, oportunamente informados de las denuncias de feligreses, padres y las propias víctimas abusadas en templos, colegios y congregaciones religiosas. Por lo mismo es que nos parece extraño que un pontífice innovador, hasta revolucionario como se lo califica, no haya actuado para revitalizar a un episcopado chileno que en su hora marcara alta influencia en los destinos de la iglesia latinoamericana y universal. Siendo además jesuita, muchos esperamos que pusiera término a la involución ideológica del clero y los obligara a ponerse a tono con los cambios que experimenta el mundo.

Cómo no anhelar que los obispos, en particular, se liberen de sus obsesiones por el sexo y sean capaces de actuar con más caridad, como el propio Papa, respecto de la situación de los homosexuales y transexuales, como de sus justas aspiraciones. Si bien es cierto que la Iglesia no tiene porqué dejarse arrastrar por modas y las evidentes provocaciones de sectores que viven posiblemente, acaso, con las mismas obsesiones de las cúpulas religiosas. Olvidándose que la principal misión evangélica es la justicia social y la paz,  como  la equidad y fraternidad entre nuestras naciones, valores incluso hoy desdibujados en el discurso de quienes se asumen progresistas o de izquierda.

No hay duda de que estamos enfrente de un Pontífice que no es perfecto, que suele equivocarse y, por lo mismo, siempre le solicita a los fieles que oren a Dios por él. Pero de lo que estamos muy seguros es de su compromiso explícito por la redención de los oprimidos; además de admirarle que ante el mundo no tenga inhibición alguna en condenar el capitalismo, la pavorosa concentración económica, así como  en denunciar a los gobernantes y mercaderes del odio, de la guerra, la corrupción y la insensata carrera armamentista.

Ello es lo que más le va a reconocer el pueblo en las calles con la fe y esperanza que, como nadie, Francisco es capaz de irradiar al mundo. Con una autoridad moral que le van a envidiar en los besamanos que estos días le van a prodigar los políticos, empresarios y otros mandamases que se ufanan de una democracia que el papa argentino sabe muy bien que carecemos, además de mantener políticas salariales, previsionales, de salud y otras que son una bofetada cotidiana a la cara de los pobres y de Dios.

Con ello es que debemos abrigar confianza en que, ojalá más temprano que tarde, aparten las Iglesias a tantas manzanas podridas y a quienes las cultivan con complicidad. Que se termine con el aberrante celibato eclesiástico que tanto explica las aberraciones sexuales, aunque nunca las justifique. Y la Iglesia del niño pobre y del Cristo crucificado se sacuda, además, de tanta pompa propia de los poderosos del mundo a lo largo de la historia humana.

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