El próximo 27 de septiembre, en el marco de la 73° Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, se abrirá a la firma de los 33 estados que componen la región el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe (ALC), adoptado el pasado 04 de marzo en Escazú, Costa Rica. A partir de ese momento, quedará sujeto a la ratificación de aquellos países que lo hayan firmado, requiriéndose de 11 de ellos para su entrada en vigor.
La trascendencia de este tratado, cuyas disposiciones son vinculantes y que crea una Conferencia de las Partes para su seguimiento e implementación, ha sido ampliamente remarcada y celebrada. Al punto que el Relator Especial de la ONU sobre los derechos humanos y el medio ambiente, John Knox, lo ha definido como uno de los tratados de derechos humanos y ambientales regionales más importantes de los últimos veinte años.
Por su parte Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, órgano que actuó como secretaría técnica del proceso, aseguró que “se trata de un acuerdo visionario y sin precedentes, hecho por y para América Latina y el Caribe. Refleja nuestras ambiciones, prioridades y particularidades como región y aborda elementos fundamentales de la gestión y protección ambiental en materias tan importantes como el aprovechamiento sostenible de los recursos naturales, la preservación de la biodiversidad, la lucha contra la desertificación y el cambio climático o la construcción de resiliencia ante los desastres”.
El Acuerdo de Escazú es el único tratado emanado de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible de 2012 (Río+20), fijando nuevos y modernos estándares para el acceso a la información y la justicia en materia ambiental, así como para la participación ciudadana en la evaluación de proyectos de inversión, con referencias específicas en el caso de los pueblos indígenas. Destaca también por haber incorporado a representantes de la sociedad civil en su formulación y gestación. Pero tal vez una de las cosas más significativas, es que constituye el primer tratado que contiene un artículo que reconoce y que garantiza la protección de las y los defensores del medio ambiente y la tierra, además de una definición sobre personas o grupos en situación de vulnerabilidad relacionados a estos derechos.
Esto último es de particular importancia para la región, si se considera que el Informe Front Line Defenders de 2017 consigna que de los 312 asesinatos a defensores y defensoras registrados ese año en un total de 27 países a nivel mundial, 212 se produjeron en Latinoamérica y el Caribe, es decir, un 67,9%. Y que un tercio de las víctimas (67%) defendía derechos de pueblos indígenas, sobre la tierra y el medio ambiente, en prácticamente la totalidad de los casos en contextos de actividades extractivas y de megaproyectos de inversión que buscan establecerse en los territorios que habitaban y a los cuales se opusieron. Por lo mismo, es muy simbólico que la negociación del Acuerdo concluyera, precisamente, el día en que se cumplía un año desde el asesinato de Berta Cáceres.
Por eso, la firma de septiembre próximo será un nuevo hito en este camino para poder contar con un acuerdo internacional de tamaña envergadura, que requirió de tres largos años para la fase preparatoria del proceso y otros tres de arduas y muchas veces intrincadas negociaciones para arribar a su texto definitivo. Sin embargo, es ahora donde el camino entra en su etapa decisiva y sin duda la más difícil, ya que experiencias como la del Convenio 169 de la OIT, demuestran que los estados han sido reacios a ratificar acuerdos que confieren derechos participativos frente a las inversiones, ya que a casi 30 años de su adopción, solo 22 países en el mundo lo han ratificado.
De allí la importancia que tiene la socialización del contenido y los alcances del Acuerdo de Escazú a un conjunto más amplio de actores que los que hasta ahora han venido recorriendo este camino, en particular hacia las poblaciones vulnerables y las comunidades locales donde se registran conflictos socioambientales. Se debe concitar, a su vez, la atención de más organizaciones de carácter ambiental, de derechos humanos, de pueblos indígenas y de la sociedad civil en general para que se sumen a esta senda, ya que la presión a ejercer sobre los distintos gobiernos para que ratifiquen al más breve plazo el Acuerdo de Escazú requiere de una participación amplia, activa y articulada regionalmente.
Esto último es también consistente con lo que establece el Principio 10 de la Declaración de Río+20, que es desde donde se origina este proceso, cuando señala que “el mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados”. Siendo un deber de los estados “facilitar y fomentar la sensibilización y la participación de la población poniendo la información a disposición de todos”, de acuerdo al mismo principio.
Arribar con éxito al final de este camino, es de esperar no solo con 11 sino con los 33 países de la región ratificando el Acuerdo para su entrada en vigor, es una tarea conjunta; de los estados, que deben respetar, promover y garantizar los derechos humanos, y de la sociedad civil y comunidades que deben exigirlos; de las generaciones presente y para las generaciones futuras. Puesto que lo único sostenible, en tiempos de aguda crisis ambiental y climática, es que resguardar el planeta se hace con todos y con todas.