Cuando pensábamos en la conformación del nuevo gabinete ministerial de Sebastián Piñera, resultaba fácil suponer los nombres para las carteras de Economía, Hacienda e, incluso, su Gabinete Político. Los Larraín, los Larroulet y los Fontaine se asomaban rápidamente en el horizonte. En cambio, los candidatos para el Ministerio de las Culturas no aparecían en los pronósticos, y no por descuido, sino porque esta área siempre ha sido algo esquiva para la derecha.
Por otro lado, la izquierda tiene un panorama completamente distinto. Así, cuando Michelle Bachelet designó aquella cartera tuvo a su disposición un desfile de prominentes personalidades del mundo de las artes y la cultura -muchos de ellos firmando para sacar de la televisión a Patricia Maldonado-.
Lo anterior, no es inocuo ni azaroso, responde a un patrón histórico, a una convicción casi sectaria, en donde la derecha ha asumido que su rol en la sociedad es más gerencial que cultural, que las características sustanciales del sector armonizan más con Excel, que con Word; más con la economía, que con la sociología y más con las corbatas, que con el cincel.
Por ello, no ha de sorprender que un ministerio aparentemente sereno genere tantas complicaciones para la administración Piñera. Que en menos de seis meses tengamos una ministra cuestionada por su gestión, un ministro cuestionado por su opinión y una ministra cuestionada –injustamente- por su apellido.
Así, esta es la importancia que la derecha le asigna a la cultura. Mientras la izquierda –desde PS hasta Revolución Democrática- ha asumido que “no es posible una revolución verdadera si no va acompañada de una profunda revolución cultural y comunicacional” (Foro de Sao Paulo, 2017), la derecha sigue mirando con desdén –y escrúpulo- la poesía, el teatro y la música.
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