Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 28 de marzo de 2024


Escritorio

La sonrisa de Diana Arón

Columna de opinión por Luis Schwaner
Sábado 17 de noviembre 2018 12:19 hrs.


Compartir en

Recuerdo nítidamente aquel lunes 1° de abril de 1968, el día de sol otoñal en que conocí a Diana Arón Svigilsky. Éramos una alegre mancha juvenil arribando por primera vez a la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica, situada en San Isidro 562, una vieja casona que alguna vez debió albergar alguna escuela de iglesia, con corredores, patio, capilla, biblioteca y campana… a cargo de la buena de doña Brígida, la portera. Era por primera vez también que muchachos de clase media, venidos de liceos públicos, muchos de nosotros provincianos, convivíamos en la Universidad Católica de Chile con niñitas del barrio alto, provenientes de colegios como el Villa María Academy u otros, “pelolais” que dirían los jóvenes de hoy. Esa amalgama extraña y provocadora tenía una razón de ser.

Sólo ocho meses antes, el 11 de agosto de 1967, los más conscientes entre los alumnos del plantel universitario más conservador de Chile -presididos por Miguel Ángel Solar- habían logrado lo imposible: la Reforma Universitaria. Y gracias a la intervención del cardenal Raúl Silva Henríquez, Gran Canciller de la Universidad, por primera vez se llamó a elecciones democráticas para nuevo rector, resultando ungido el prestigiado profesor y arquitecto Fernando Castillo Velasco. Este implementó en breve plazo una profunda transformación de las diversas estructuras de la casa de estudios, entre ellas, el acceso a estudiantes provenientes de otros estratos socio-económicos que no fueran los que tradicionalmente podían llegar a la UC gracias a la fortuna de sus familias. Se estableció así el cobro de aranceles diferenciados, es decir, se pagaba según las entradas del grupo familiar. Por esa sola razón muchos estábamos ahí aquella mañana.

Éramos 42 en ese Primer Año de Periodismo. Y muy pronto, la gran mayoría de aquel  curso fuimos reconociéndonos en nuestros planteamientos democráticos comunes, en nuestra adhesión a la Reforma, en nuestros  anhelos por profundizar los cambios que la universidad y la sociedad reclamaban, esto, mientras en el país recrudecía la lucha por las reivindicaciones y aspiraciones de los sectores más desposeídos.

Diana había regresado poco antes de un viaje iniciático a Israel, reintegrándose a la Escuela de Periodismo. Un año antes había dejado inconcluso el primer año para viajar a ese país convocada a apoyar -como miles de jóvenes judíos de todo el mundo- al Estado israelí en la “Guerra de los 7 Días”, conflicto bélico lanzado por los gobernantes de Israel contra Egipto, Jordania, Irak y Siria  (con la anuencia de Estados Unidos) y en la que Tel Aviv –militarmente superior- venció en apenas una semana, ocupando la península de Sinaí y los Altos del Golán. Diana debió captar en terreno el sentido imperialista de aquella guerra, algo que ella no compartía y que la llenaba de interrogantes, los que muchas veces compartió con nosotros.

para columna

Diana Arón Svigilsky.

Esa toma de conciencia la llevó a una toma de posición en el plano político nacional. No fue extraño: todos, quien más, quien menos, también tomábamos partido en aquel Chile de fines de los ’60, radicalizando nuestro pensamiento y nuestras acciones. Así, en medio de las “tomas” de nuestra Escuela, apoyo a la Reforma Universitaria (que en 1968 también prendía e inflamaba a la Universidad de Chile), estudios, “malones”, pruebas, semanas mechonas y exámenes, nuestra amistad juvenil en el grupo “reformista” -y dentro de él, ya como grupo de amigos- se fue haciendo más cercana e intensa. Ahora compartíamos ideales. En 1970, la Reforma en UC implantó el sistema de “currículum flexible” que modificó planes y programas de estudio, Este hecho, más el traslado de la Escuela al Campus Oriente, tuvo como efecto que comenzáramos a vernos menos, que nuestras reuniones de estudio, sociales o político-universitarias fueran distanciándose, pero el afecto en el núcleo de amigos continuaba intacto. Permanecen inalterables para mi las muchas tardes de estudio en casa de Diana, en avenida Ricardo Lyon, cuando ella, siempre generosa, ayudaba a los más “duros de mate” a calentar la prueba o el examen del día siguiente, para después invitarnos  a tomar onces con el gentil “auspicio” de su mamá, doña Perla.

Por esos mismos días, cuando ya nos encontrábamos en tercer año de la carrera, se produjo la histórica victoria electoral de Salvador Allende y el ascenso de la Unidad Popular al gobierno. Aquel clima preñado de esperanzas incrementó y apresuró el desarrollo político interno en cada uno de los componentes de ese grupo de estudiantes que apenas 2 años y medio antes nos identificábamos con la Reforma en la Universidad Católica. Ella, en esa época, ya integraba el Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER). Fue por esos días luminosos que, sin dejar los estudios -y con varios de nosotros ejerciendo profesionalmente en los medios- cada cual inició su propio camino para integrarse y colaborar con el proceso de cambios acelerados que se estaba creando.

Diana Arón fue una de ellas, trabajando en la revista juvenil “Onda”, de la nueva editorial estatal “Quimantú” y militando en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Fue en ese tiempo cuando contraje matrimonio e invité, por supuesto, a todos mis amigos de la universidad. En medio de la fiesta, cuando ya había perdido toda esperanza de que llegara, apareció Diana: siempre alegre, con su ojos llenos de risa, celebrando y “echando la talla” porque me había casado, en circunstancias que (muchas veces lo habíamos conversado en el grupo) “los revolucionarios no se casan, tienen compañera, pareja”… Debe haber sido la última vez que la vi y así la recuerdan las fotos que nos tomamos los novios con el grupo de entrañables compañeros que asistió: con un vestido de falda muy corta -como se usaba entonces- luciendo su bella figura y siempre alegre, siempre…

Apenas algunos años más tarde, muy lejos, en el exilio, sobrecogido por la horrible noticias, me negué a creer que un 18 de noviembre Diana había pasado a engrosar la lista de los detenidos desaparecidos… Sólo pude entrar a mi laboratorio fotográfico casero y -en medio de lágrimas irrefrenables- copiar muchas veces su hermosa imagen desde los negativos de mi casamiento, en un intento por multiplicar entre los chilenos desparramados por el mundo la sonrisa de Diana Arón.

Hoy conozco la temible verdad.

El 18 de noviembre de 1974, alrededor de las tres de la tarde, Diana, en la clandestinidad, fue reconocida en avenida Ossa por una delatora al servicio de la siniestra DINA. Cuando se percató de la trampa intentó huir y el agente Osvaldo Romo le disparó por la espalda. Diana, embarazada y malherida, fue conducida  al “Cuartel Terranova” (Villa Grimaldi) donde, pese a su estado, fue cruelmente torturada por Miguel Krassnoff Martchenko. Muchos años después, el propio Romo declararía: “Diana fue ultimada por el capitán Krassnoff cuando ya no podía sacarle ninguna declaración. Krassnoff  la agredió con tal brutalidad que le produjo una hemorragia (y) todo el suelo quedó con un charco de sangre, que debe haber sido parte del feto que perdió por culpa de los apremios… Lo que más me impactó fue que Krassnoff salió de la sala de tortura con las manos ensangrentadas gritando: “¡¡Además de marxista, la conch ‘e su madre es judía!!… ¡¡hay que matarla!! Nosotros la asesinamos”.

Después de aquello, la huella de Diana  Arón se perdió para siempre.

Yo jamás perderé su sonrisa.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.