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Formas de destruir una ciudad

Columna de opinión por Vivian Lavín
Martes 20 de noviembre 2018 17:21 hrs.


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A comienzos de la década de 1990, cuando era una estudiante de periodismo, debí asistir a una conferencia de prensa como parte de un trabajo del ramo de redacción. Así llegué al Instituto Chileno-Japonés de Cultura a una presentación cuyo título era algo así como “Tokio: modelo de descongestión”.

Mi tarea era tomar nota atentamente y luego redactar una nota con el clásico modelo de la fórmula de las 6W que establecía el periodismo estadounidense, tal y como si tuviese que ser publicada.

Frente  a un discreto grupo, en su mayoría jóvenes estudiantes de periodismo, un especialista japonés expuso durante una hora las deplorables condiciones a las que había llegado la capital del Japón debido a la contaminación. Con el apoyo de imágenes, el especialista mostraba una ciudad moderna en cuyas avenidas se veían desfilar modernos autos en larguísimas filas debido a la congestión vehicular bajo una densa capa de smog. El Santiago de entonces veía desfilar las micros amarillas con gente colgando como flecos de las barandas y los “tacos” eran una cosa circunstancial, pero creciente. El Metro contaba con una línea única donde viajaba cómodamente la clase alta, leyendo el diario El Mercurio con ambos brazos estirados sin temor de molestar a nadie.

Quien provenía de uno de los países que más fabrican autos en el mundo y que por entonces estaban penetrando fuertemente en el mercado chileno, explicaba que la industria automotriz junto a otras, tenían serias consecuencias. Al estilo de Blade Runner, estrenada hacía menos de una década, Tokio aparecía frente a nuestros ojos como si se tratara de la película de Riddley Scott. Veíamos a personas caminando por las calles con sus rostros cubiertos por mascarillas bajo una espesa nube gris que apenas permitía divisar los llamativos letreros luminosos. Hasta ahí todo era sorpresa e incredulidad: imposible entender cómo la capital de uno de los países más ricos y desarrollados del mundo había permitido que las cosas se salieran tanto de control. Fueron las cifras de muertos a causa de la contaminación lo que llevó a sus autoridades a decidir  terminar con el mal de manera definitiva. Una política de shock, al más puro estilo samurái, quirúrgica y eficiente, donde una de las medidas fue el congelamiento del parque automotriz. Frente a los ojos atónitos de una joven concurrencia que venía saliendo de una dictadura y empezaba a respirar el aire democrático, el especialista explicó que no fueron suficientes las restricciones de circulación de vehículos y de otras fábricas productivas de matriz petrolera o carbonífera, sino que lo que tuvieron que intervenir de modo drástico, impactando en el diseño urbano de transporte y su capacidad de soportar una determinada cantidad de automóviles y medios públicos de locomoción. De modo que no bastaba defender la libertad comercial y tener el dinero para comprar un auto sino que antes había que adquirir un permiso de circulación para poder poner un neumático en el pavimento. Así, se estableció una cierta cantidad de autos particulares que la ciudad era capaz de soportar y sobre esa base un número determinado de automóviles que permitían un desplazamiento adecuado que impidiera grandes atochamientos. Paralelamente, invirtieron en un sistema público de transporte que acogiera de manera digna a esos millares que no pudieran costear las patentes que, por cierto, se vieron impactadas en su precio. Esto junto a otras resoluciones constituyeron a Tokio en una ciudad modelo.

Los “comunicados de prensa” que debimos escribir entonces los aspirantes a periodistas que resumían esa magnífica exposición del especialista japonés fueron calificadas según su mérito en la redacción. El valioso contenido, sin embargo, pasó al olvido, menos para quienes estuvimos esa tarde y que, paradojalmente, hoy vemos convertidas nuestras ciudades latinoamericanas, sea Santiago, Lima o El Alto en Bolivia, en enjambres automovilísticos que causan más muerte y empeoran la calidad de vida de sus habitantes, incluso hasta causarles la muerte.

Hay formas de destruir la vida de las ciudades y a sus habitantes. Esta es una de ellas.

 

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.