Inmobiliarias: hágase en Santiago según su voluntad

  • 23-01-2019

Santiago es un país segregado al punto de que es difícil hablar de un solo país: la educación del sector más rico de la población no tiene nada que ver con la del sector más pobre. Lo mismo corre para la salud y para muchos otros temas, por lo que no es de extrañar que esta segregación se exprese también en la ciudad.

Lo hablábamos ayer a propósito de la Línea 3 del Metro. Lo que en general es objeto de celebración puede llegar a ser una tragedia para los barrios y los vecinos, porque las inmobiliarias son las que en realidad dictan la política urbana en torno a las estaciones. Es tan brutal como lo describe el profesor Rodrigo Martín en un excelente artículo de nuestro diario electrónico escrito por nuestra compañera Pilar León: “Cuando tú instalas el Metro, la ley de oferta y demanda va a seleccionar a la gente que puede estar ahí. Una cuestión de ley de mercado, que inevitablemente va a mover a las personas que están ahí que no tienen las condiciones económicas”. Algo similar podríamos decir por extensión para cualquier obra de mejoramiento que se quiera hacer en la ciudad: un nuevo parque cerca de un barrio tradicional muy probablemente se traducirá en que la acción de las inmobiliarias termine expulsando de ahí a los vecinos más pobres.

No nos encerremos entonces en los carros del Metro: la construcción de nuevas estaciones se entrelaza con la política automotriz, con el Transantiago, con los planes reguladores, con las obras públicas, con la construcción de viviendas, con la contaminación del aire, con la disposición de la basura y muchas otras.

A veces se nos olvida y la ciudad entonces se vuelve invisible, como si apenas fuera un dibujo escenográfico. No es problematizada políticamente, con los consiguientes efectos sobre la calidad de vida de las personas.

Esto, sin embargo, ha ido cambiando en los últimos años. Organizaciones de pobladores, de usuarios del transporte público, grupos comunales y barriales están exigiendo que se escuchen sus demandas que, en el fondo, piden mejor calidad de vida. Pero el Estado, que olvida que esto tan importante se juega en un espacio físico concreto llamado ciudad, carece de respuestas coherentes y termina siendo ejecutor de arbitrariedades.

Estas situaciones nos hacen reparar en el carácter político de la segregación, un fenómeno característico de las principales ciudades de América Latina, que a su vez es una de las regiones más desiguales del planeta. Podemos decir entonces que la desigualdad se expresa materialmente en la ciudad. Ello, junto a otras causas y tendencias, lleva al surgimiento de lo que intelectuales de distintas vertientes como Manuel Castells y Saskia Sassen han denominado ciudades duales, donde convive la urbe cosmopolita y globalizada con su contraparte pobre, marginal y criminalizada, cada una segregada de la otra, a veces separadas por apena algunas cuadras.

Todas estas vertientes nos llevan a una conclusión: el espacio urbano y la vida cotidiana son asuntos profundamente políticos y, por lo tanto, en disputa. Si queremos trasladar esa idea a la mirada sobre el Santiago actual, podemos sacar inmediatamente dos conclusiones: es una ciudad hecha para los autos (como símbolos de privatización y, hasta cierto punto, de estatus) y que ha puesto a los pobres en el último lugar de la preocupación.

De ahí deriva como fenómeno indignante la expulsión que han sufrido los pobres de la ciudad, para hacerlos vivir, cual bárbaros, en una periferia donde no hay colegios, áreas verdes, comisarías, puestos de trabajo ni transporte público. Desde esos lugares, cientos de miles de personas, mientras otros santiaguinos pueden seguir durmiendo otro buen rato, salen cada mañana para rogar que pase la micro y desplazarse hasta dos horas, hacinados, hacia un lugar donde estudiar o ganarse la vida. Igual situación ocurre de vuelta, con el agravante de que la oscuridad de la noche es mucho, mucho más peligrosa que la de la madrugada. A ellos el Metro les ayuda, pero a estas alturas nadie se pregunta por qué una persona que vive en Puente Alto tiene que ir a trabajar a Providencia, por qué no hay un trabajo para ella más cerca de la casa.

En Santiago los ricos viven lejos de los pobres, aunque quizás sea mejor decir que los ricos viven cerca de todo y los pobres, lejos. Se crean dos mundos paralelos: distintos colores de piel, formas de hablar y, por supuesto, una desigualdad tal que nos impide decir que estamos en la misma ciudad sin, de algún modo, engañarnos. Ésta ha sido una de las lógicas más perversas del Santiago en clave neoliberal: el suelo se gestiona en el mercado y si usted está parado en un lugar del que su bolsillo no es digno, entonces simplemente tiene que agarrar sus cosas y mandarse a cambiar.

Lo decíamos ayer: los vecinos de Pedro Aguirre Cerda que esperaron tantas décadas por el Metro hoy están siendo acosados y erradicados por las inmobiliarias. Sea cuál sea el precio que estos vecinos reciban, si se agotan y venden sus propiedades, jamás les permitirá vivir en un lugar mejor que el que tienen hoy, donde además conocían a todos los demás. Podemos decir con certeza y por lo mismo con pesar dos cosas: primero, que esto con toda seguridad ocurrirá en Conchalí y Quilicura; y segundo, que esto no será de interés para ninguna autoridad política. Inmobiliarias: hágase en Santiago según su voluntad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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