El 6 de noviembre de 2005, el exdictador peruano Alberto Fujimori tomó una de las decisiones más importantes de su vida. Abordó un avión hacia Chile con la finalidad de volver al Perú. La evaluación de su propia situación fue equívoca, pensó Fujimori que volvería al país en olor a multitud y que las masas lo llevarían de nuevo a ser huésped de Palacio. Las formas, finalmente, nunca le importaron demasiado. Ese 6 de noviembre primaron la sed de poder sobre la riqueza material, la pasión sobre la razón, la temeridad sobre la seguridad. De mantenerse en Japón, a Fujimori nadie lo hubiese tocado. Por tradición, el viejo imperio jamás extradita a sus súbditos. Hoy ese hombre, que pudo disfrutar de un atardecer glamoroso, yace enfermo en el penal de Barbadillo. El poder, no el dinero, fue su perdición.
Sobre este drama Max Weber diría que Fujimori se creyó su propio carisma. No fue, por cierto, el primero. Hitler se creyó él mismo el cuento de que la raza aria era invencible por lo que la pasión lo llevó a cometer garrafales errores de estrategia; le dio, en varias ocasiones, toda la ventaja al enemigo y su Reich se hundió en poco menos que cinco años, no sin antes llevarse consigo decenas de millones de vidas humanas.
Para Weber, la dominación carismática se distingue de la tradicional y la legal por su carácter irracional. No basa su legitimidad en la costumbre, ni en la adhesión milenaria a un clan familiar, ni en el contrato social entre los ciudadanos, dados a respetarlo en virtud del bien común. La legitimidad carismática es emocional, repentina, supone la adherencia a un líder que en cierta disyuntiva histórica fungirá de mesías salvador. En un país que he definido como híbridamente republicano, ese mesianismo, con mayor o menor intensidad, se asoma siempre a la casa de nuestra democracia como con las letras de PPK, iniciales del líder de un partido que hoy discute como construir una legitimidad desvinculada de Pedro Pablo Kuczynski.
Los carismas no se heredan ha dicho Hugo Neira, en brillante ensayo sobre Max Weber, pero hasta hace no mucho dio la impresión, que el Perú, una vez más, utilizando informalmente las tesis de Karl Popper, le ofrecería a las ciencias sociales el nuevo descubrimiento, el cambio paradigmático. La estrategia pareció formidable, el “chino” desde un inicio asoció las figuras de sus hijos Keiko y Kenji a la suya; a Alberto lo amaron, lo aman, fue el hombre que llegó con el tractor, que construyó el colegio, la posta, la carretera, que derrotó al terrorismo y la inflación -como es comprensible estoy parafraseando un discurso- y sus hijos, cada uno a su turno, resultaron ser un niño y una jovencita adorables, cómo no quererlos. Paso a paso, la estrategia sucesoria de Vladimiro Montesinos se afianzaba, el liderazgo transitaba del carisma a la tradición y los primeros herederos de la nueva dinastía eran aclamados igual a como fue aclamado William en Londres una mañana nublada de 1982, cuando los príncipes Charles y Diana lo presentaron a la parca y enternecida multitud.
Pero hace apenas pocos meses vi a Keiko Fujimori en Arequipa, en un acto de desesperación al constatar que las masas la abandonaban, literalmente rodeada de no más de una decena de militantes, solo faltaba pasarse la botella de cerveza y tirar la espuma al piso para luego rotar el vaso ¿y las masas fujimoristas?
El Perú es un país de carismas, pero de carismas transitorios, quizá Nicolás de Piérola y Haya de la Torre pudieron ser las excepciones a la regla, seguidos hasta el final de sus días, el segundo gracias a una devoción semi-religiosa que se explica en la sangre derramada de la revuelta, la persecución política y la clandestinidad. El liderazgo de Alberto Fujimori fue carismático, qué duda cabe, pero se fortaleció gracias a la política pública, al populismo extremo, a la versión oriental de José Domingo y Evita (Keiko), al agradecimiento popular; así fue Perón, así son todavía algunos longevos abuelitos de las barriadas limeñas, quienes hasta hoy mantienen su adhesión a Odría, el general de la alegría.
En cambio, el liderazgo carismático de Keiko se basaba en la simpatía a la princesa adolescente y en la expectativa popular de que pudiese llegar a ser tan “buena presidenta” como su padre. Dos años bastaron para que sus devotos constataran lo evidente: que ya no era ni princesa, ni adolescente, y que, a juzgar por la odiosa oposición de sus congresistas al expresidente Kuczynski, tampoco era buena. Estoy seguro que esta no es la única explicación posible, pero las motivaciones emocionales del derrumbe de Fuerza Popular hay que buscarlas en un reino imaginario que hace tiempo dejó de existir.