A lo largo de los últimos días y al tenor de las reacciones que ha suscitado el anuncio de la CNED sobre la futura electividad de la Historia en 3ro y 4to año de secundaria, se ha venido profundizando el debate acerca de la (in)conveniencia de esta política. Esto es positivo, porque se ha venido transitando desde posiciones más esencialistas de defensa o ataque en bloque a esta reforma (flexibilidad y libertad a ultranza vs rechazo gremial basado en un miedo a la innovación) a posiciones más razonadas, donde los tonos grises han mostrado la necesidad de incorporar matices y puntos de equilibrio.
Fruto de esta nueva etapa en la discusión, hoy pueden establecerse varias constataciones importantes. La primera es que la reforma contiene elementos positivos que es justo valorar, como la estandarización necesaria con la enseñanza técnico profesional, el rescate que se hace de la formación ciudadana -de la que se harían cargo los profesores de Historia- y finalmente, la idea de ir responsabilizando tempranamente al estudiante en su toma de decisiones aumentando la cuota de flexibilidad y libertad, que sin duda, está a tono con las nuevas exigencias de una sociedad en red y de un mercado laboral cada vez más flexible y segmentado.
La segunda es que la Historia como disciplina no puede atribuirse una función monopólica como fuente de sentido dentro de una red cultural, porque tal como se dijo en la declaración del 29 de mayo recién pasado del Consejo del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile, coexiste en esa función con las ciencias, el arte, el derecho y la filosofía, entre otros. Siguiendo esa lógica, una defensa justa y equilibrada del rol de la Historia pasa por distinguir su aporte específico dentro de esa red. En un sentido más amplio, no cabe una mera defensa de intereses gremiales o corporativos, ya que siendo estos totalmente legítimos, no son los únicos que tienen algo que decir frente a la necesidad de un nuevo currículo para la enseñanza media de los jóvenes chilenos. En síntesis, para entrar en forma responsable a este debate se requiere un enfoque que se aleje de la tentación de descalificar el conjunto del proyecto, y en vez de eso, se concentre en los efectos negativos específicos que tendría la electividad de la Historia en 3ro y 4to medio de secundaria, asumiendo con cierta humildad que los historiadores, académicos y profesores de Historia tenemos una posición importante que aportar, pero como no es la única, debemos argumentar el aporte formativo distintivo que entrega una forma histórica de pensar en la generación de ciudadanía y el daño que podría provocar la no elección de esos aprendizajes en 3ro y 4to año de secundaria.
Una caracterización adecuada del aporte específico de una forma histórica de pensar a la formación de ciudadanía pasa por explicar que la comprensión de los procesos de cambio en sociedades en movimiento (dentro de una temporalidad) es la base para mantener a raya todo tipo de dogmatismos, sectarismos y fanatismos, ya que al observar la tensión y los conflictos de interés entre grupos por conducir los procesos en cierta dirección se visibilizan comportamientos complejos, que impiden categorizaciones maniqueas, y que más bien impulsan a estudiar las metodologías de canalización del conflicto y los resultados que se le derivan, adquiriendo de ese modo, una visión menos militante y más equilibrada. Por otra parte, un ejercicio de este tipo permite escapar de visiones mesiánicas, en las que grupos o individuos adquieren rasgos de perfección o virtud atemporal -mientras que otros son etiquetados como perversos o malintencionados per se– y todos son más bien vistos con sus grandezas y miserias, con sus aciertos y sus errores.
Un aprendizaje de este tipo genera un pensamiento más libre, porque posibilita escapar de categorías rígidas que pretenden enarbolarse como leyes históricas, y en esa medida, construye personas más cautelosas y prudentes, que se habitúan a ser más responsables de sus acciones. Por ejemplo, un estudio en profundidad de los factores históricos del Holocausto revela que lo que le sucedió a la sociedad alemana le podría haber pasado a cualquier sociedad, en la medida que ciertos factores que adormecen la conciencia y la disidencia bajo los efectos analgésicos de la propaganda, todos podemos potencialmente terminar integrando una cadena de complicidad, aunque con distintos grados de responsabilidad. Es más, la Historia demuestra que nadie necesita ser un psicópata para participar de algún modo dentro de un complejo armazón institucional de exterminio. Basta con que las constricciones éticas al interior de la sociedad se hayan relajado lo suficiente y que ciertas reglas del juego lo propicien. Por último, una vez que una sociedad ha pasado a ser gobernada por reglas del juego que legitiman comportamientos que hasta ese momento habían sido contenidos, se hace extremadamente difícil no participar de algún modo en los diversos eslabonamientos de complicidad. La “banalidad del mal”, es decir, la excusa esgrimida por Eichmann en que “yo simplemente fui un buen funcionario que obedecí, pero no inicié la cadena de mando” es un subproducto de un encadenamiento de factores perfectamente distinguibles y no una categoría meramente abstracta e inescrutable.
Pero ¿por qué el Arte, las Ciencias, el Derecho o la Filosofía -que también generan pensamiento crítico- no pueden aportar esta dimensión específica? Porque carecen del manejo de un amplio volumen de experiencias humanas, insertas en una temporalidad en que se entrecruzan continuidades y cambios, y más bien trabajan con categorías generales y abstractas, que no están tensadas por la casuística de los hechos insertos en procesos. Ese es el aporte específico de la Historia.
Y ¿por qué es tan importante esta dimensión específica del pensamiento crítico? Porque es el martirio de las visiones reduccionistas, sectarias, dogmáticas y fanáticas. De hecho, los historiadores en gran medida somos los aguafiestas de grandes declaraciones y ciertas “leyes sociales” mencionadas frecuentemente. Toda conversación coloquial en una cena cualquiera transcurre normalmente hasta que el impertinente historiador acota, “pero no siempre fue así”, “ese grupo, clase o colectivo no puede verse como impoluto”, o peor aún, “al interior de ese grupo con mala fama hubo personas destacadas que tuvieron actuaciones nobles” o “la negociación realizada para posibilitar tal logro implicó un lado oscuro, un retroceso en otros ámbitos”. Dicho esto, el grupo calla y el historiador vuelve a concentrarse en su sopa. Es ese rol de aguafiestas lo que convierte a la Historia en fuente empírica de resguardo y precaución, y en ese sentido, en baluarte de la libertad, especialmente de pensamiento y de expresión, y en esencia, de una actuación responsable y equilibrada en la sociedad.
Habiendo especificado el rol distintivo de la Historia en la formación de pensamiento crítico y comportamiento ciudadano, ¿cuál es el peligro de que sea una asignatura optativa en 3ro y 4to de secundaria? Para responder esa pregunta debemos ir más atrás y hacernos otra: ¿cuándo es el momento más adecuado dentro de la educación formal en que estos aprendizajes pueden ser realmente vividos y significados por los estudiantes (y no meramente memorizados sin ningún impacto en sus vidas)? No hay duda de que la etapa más propicia para explorar estos problemas y vincularlos a las situaciones de conflicto que inundan la circunstancia de los jóvenes es durante la educación secundaria, pues es ahí (y sólo ahí) cuando coinciden su naciente interés y sus nuevas capacidades relacionales, por lo que pueden recorrer los problemas y aplicarlos a su realidad inmediata, trátese de conflictos al interior del curso, tensiones dentro del barrio o debates que preocupan al conjunto de la sociedad.
¿Y qué tipo de currículum sería el más apropiado para realizar este proceso cognitivo, en paralelo a otros que deben lograrse en esta etapa? Sin duda, un currículum que desde 1er año medio hasta 4to año medio vaya insertando los más importantes procesos de cambio que ha vivido Chile dentro de un escenario regional que incluye a América Latina y que a su vez se inscribe dentro de un proceso de orden global. Comenzando por una humanidad que vio pasar las primeras experiencias civilizatorias y un abanico heterogéneo de sociedades, en que para nuestros efectos, destacó una que vivió una transformación de carácter feudal, aunque aún no se conectaba con las primeras civilizaciones americanas. De ahí, debiéramos retomar el relato con un orden global hegemonizado por Europa y Occidente, que irrumpe en la Historia de América y comienza a impregnar nuestra propia historia, que, atendiendo a factores distintivos, caminó por sendas donde se combinaron rasgos compartidos con la región con otros distintivos y propios. ¿Y cómo debiera impartirse Formación Ciudadana? Cada vez que se examine un conflicto, las posiciones esgrimidas por los distintos actores, los factores que llevaron al triunfo de algunos sobre otros y las consecuencias que cada nuevo orden trajo para las sociedades entraríamos al laboratorio empírico que permite examinar y perfeccionar los mecanismos disponibles -y mejorables- para canalizar del mejor modo (ojalá pacíficamente) el conflicto y llegar a acuerdos medianamente legitimados e ir construyendo aprendizajes graduales, acumulativos y perfectibles.
¿En que se aparta, aparentemente, el nuevo currículum, de estos objetivos? Al descuidar el necesario equilibrio entre capacidades previas y objetivos educativos, y al exagerar el noble propósito de otorgar más libertad para elegir al estudiante, en los hechos priva a la abrumadora mayoría de las personas -cuya única oportunidad de adquirir esta herramienta es durante su enseñanza secundaria- de arribar a un relato propio equilibrado, que pueda integrar y significar tempranamente en sus propios espacios de sociabilidad escolar y que le sirva, junto a otras fuentes de sentido, para aquilatar lo que significa ser ciudadano.
¿Por qué es posible inferir eso de la actual propuesta de la CNED? Porque al esgrimir como significativa la formación histórica desde 7° básico elude nada menos que la experiencia de todos quienes han ejercido la docencia en colegios y liceos y que le otorga un rol preparatorio de los grandes debates. Porque al enarbolar el carácter complementario de la asignatura de Formación Ciudadana no se argumenta en favor de acciones didácticas que, al estar insertadas en procesos y conflictos entregados por la empiria histórica, permitan su resignificación en la circunstancia del estudiante, y más bien, anticipa el retorno de la árida, soporífera y ahistórica clase de Educación Cívica. Pero lo más grave no es lo anterior. Lo más grave es el potencial empeoramiento de la segmentación e inequidad gatillado por la electividad, debido a que la gran mayoría de los establecimientos secundarios enfrenta severas restricciones presupuestarias y de recursos humanos para ofrecer el amplio abanico de cursos optativos que incluyen a la Historia. Es muy positivo ampliar la libre disposición y autonomía de maestros y colegios para elaborar estrategias didácticas que generen más entusiasmo y aprendizajes significativos, pero cuando estos principios más bien se sitúan en el plano de la oferta de cursos y abstraen el ámbito objetivo de los recursos disponibles, podrían empeorar los ya abismales niveles de calidad en la educación. Bastaría con que una gran mayoría de establecimientos concentre sus escasos recursos en una oferta limitada que deje fuera la Historia, o que, incluso incluyéndola, una gran mayoría de estudiantes no escogiera la opción de Historia, y como consecuencia tendríamos a estudiantes que no tuvieron las herramientas empíricas del cambio social para insertarse adecuadamente como ciudadanos. De hecho, los incentivos subyacentes a las pruebas estandarizadas (SIMCE y PSU) se alejan de la prioridad de formar ciudadanos, y mediante estas pruebas se mide la eficiencia de colegios y liceos en el proceso educativo.
Ha pasado mucho tiempo, pero los profesores de Historia conocen perfectamente el modo como fue utilizado mañosamente el concepto de “Libertad de enseñanza” para frenar durante décadas la promulgación en 1920 de la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria. Sería injusto decir que todos los que proponen la actual reforma comparten el sesgo desigualitarista encubierto en esta Libertad de Enseñanza. Probablemente, aquellos que acertadamente han denunciado el actual “Apartheid educacional” no hayan advertido que un exceso de libertad puede ser una manera inconsciente de propagar y empeorar la desigualdad educativa. Busquemos pues, un equilibrio entre la libertad y los bienes públicos esenciales, para que la primera no sea una mera apariencia o simulacro.
Mario Matus es director del Departamento de Ciencias Históricas de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.