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Una revolución mestiza de la Tierra: 1810

Columna de opinión por Maximiliano Salinas C.
Viernes 13 de septiembre 2019 8:27 hrs.


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¿Qué celebramos el Dieciocho de septiembre? Con ácido humor un lector de El Mercurio de Santiago escribió hace unos días: “Para estas Fiestas Patrias, miles de chilenos recibirán como aguinaldo una gift card, y para celebrar comprarán picoteo click and collect o encargarán delivery en alguna app desde sus smartphones. Otros verán la Parada Militar vía streaming o comerán en un food truck de alguna fonda….” (Cartas, El Mercurio, Santiago, 1.9.2019). ¡Qué gringuerío, por Dios!

El Dieciocho puede ser leído desde muchos lugares de enunciación. Aquí me interesa uno en especial. El Dieciocho revela, desde un lugar de enunciación no blanco, mestizo, la revolución de la Tierra: con la llegada de la primavera, la crítica del acaparamiento colonial de gentes y territorios por parte de una Corona europea. Ese es el espíritu popular de la emancipación. El edificio absolutista y colonial instaurado por los castellanos procuró mantener a toda costa su posesión privilegiada y monárquica del mundo. Había que sostener ad infinitum el acaparamiento de América por parte de los privilegiados. En 1738 enseñaba el monarquista y católico rector de la Universidad de San Marcos de Lima: “Por ventura, siendo un Christo, y no muchos, ¿había de querer dejar muchos pastores, sino un sucesor?, siendo un soberano, ¿instituir una democracia?, siendo una cabeza divina, ¿formar una acefalía delirante?, y siendo un sacerdote eterno, ¿dejar una laicocefalía intolerable?” (Pedro de Peralta Barnuevo, Passion y Triumpho de Christo, Lima, 1738). ¡De pies a cabeza la utopía antidemocrática y antiigualitaria del virreinato del Perú!

Una celebración no blanca del Dieciocho me interesa. Esta empezó a deslizarse con la misma caída del Imperio español. En 1811 dice una proclama crítica al espíritu de la élite blanca y radiante de Chile: “[Desterréis] de todo vuestro suelo la ridícula manía de la caballería y la nobleza que a su antojo cada uno se fabrica en su cabeza, haciendo que todos entiendan que este es un título vano, inventado por el delirio de los hombres, que nada significa” (Melchor Martínez, Memoria histórica sobre la revolución de Chile: desde el cautiverio de Fernando VII hasta 1814, Santiago, 1964). El obispo monarquista de Concepción, Diego Antonio Navarro de Villodres, no soporta la revuelta de 1810: “[Las] abominaciones se multiplicaban, las juntas nocturnas eran un abismo de lubricidades, se dormía de día aunque fuese festivo, el saludo a lo Mari Mari, el uso de las Higuillas y Chaquiras en las mujeres, las sacrílegas invocaciones al Pillan, y ya se trataba de un gran día de campo en que solo se había de comer carne de Yegua y de Potrillo” (Diego Antonio Martín de Villodres, Carta pastoral del obispo de la Concepción de Chile a todos los fieles así eclesiásticos como seculares de su diócesis, Lima, 1814). Es el rechazo al mundo regalón de los blancos, los devotos de la majestad real, la aristocracia que se jactaba de no tener una gota de sangre judía o mora, ni menos indígena, los que de demócratas nada. En los ambientes revolucionarios de Chile se alteraban los privilegios del régimen absolutista. Denuncia el cronista monarquista de la revolución Melchor Martínez: “Todas las asambleas o juntas populares, que por este tiempo se reunían en esta capital, y en los diferentes partidos y villas de Chile, se componían de la gente más soez y viciosa de dichos lugares […]. Ningún hombre de honor, padre de familia, arreglado; eclesiástico de conducta, ni comerciante de mediano crédito, se presentaba ante tan infames catervas.” (Melchor Martínez, obra citada). La revolución saca de sus casillas a la gente honorable. Clama el obispo de Concepción: “¡Manes inmortales del gran Pedro Valdivia! Ved la suerte que se prepara a vuestros descendientes; vosotros los dejasteis por herencia la religión, el esfuerzo, la generosidad, el pundonor y demás apreciables cualidades que caracterizan a los hijos de España […]. ¡Habitantes de todo Chile! Volved de vuestro letargo: no degeneréis de vuestro origen: sed españoles.” (Villodres, obra citada). Con razón la historiografía pechoña de Chile nunca ha querido entusiasmarse demasiado con la revolución de 1810. Todo se ve únicamente desde la composición o recomposición del Estado-nación, imperial o republicano. Historiadores ‘hispanizantes’ como Francisco Encina y otros que lo imitan hasta hoy no gustan de la revolución de 1810. Mucho desorden, mucho caos. No por nada el pensamiento conservador chileno, a poco celebrar el sesquicentenario de 1810, recomienda volver a los tiempos felices y añorados de Carlos V (Sergio Fernández Larraín, Vigencia de Carlos V. Discurso de incorporación a la Academia Chilena de la Historia, Boletín de la Academia Chilena de la Historia, XXIX, 67, 1962).

Ponerse a la altura de la revolución es hacer la revolución.

Dar señales inequívocas de no más monarquía, no más catolicismo legitimista romano, no más privilegios chapetones. Crear una convivencia desenvuelta, libre, diríamos hasta más cercana al espíritu anti-ricos de las Bienaventuranzas. Fuera de los dictados de la disciplina colonial. Por eso la sociedad colorida, ‘color people’, el “populacho” mestizo, que no quiere ser amo ni esclavo, opulento ni miserable, ofrece su simpatía hacia las políticas resueltas de José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez, jóvenes vehementes, casi carnavalescos, de la revolución chilena de 1810. Ambos cumplen ese año 25 años. Encarnan el espíritu alegre e insobornable de la tierra, y de la gente de la tierra. Distinto al espíritu selecto y autocrático de otros dirigentes ceñudos de la emancipación, más prontos a castigar que a animar el espíritu de la plebe. En suma, identificados con el despotismo ilustrado. Carrera y Rodríguez, sin ser ‘rotos’ de la tierra, son hijos legítimos de ella. Sobre todo, Rodríguez, hijo de un mulato del Perú. Vibran con los compases de la plebe histórica e insobornable de Chile. Le dan a la revolución un aire fresco de campo y ventolera, de protesta innata contra la élite blanca y señorial que enemista a chilenos y chilenas en los límites degradantes de la opulencia y la miseria. Ambos nacieron el mismo año 1785. Fueron ejecutados por desordenados, pero ¿quién puede olvidarlos? Al contrario. Constituyen la esencia revolucionaria a inicios del siglo XIX. Aunque caigan abatidos en Til-Til o Mendoza. Ellos personifican una agitación que no se detiene porque nace y renace al compás de un tiempo primordial que vuelve y revuelve la primavera histórica de Chile. En 1810 encarnan el espíritu permanente de la revolución mestiza de la Tierra.

 El autor es escritor y académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.