Debemos hacernos cargo

  • 30-10-2019

Hay un segmento en la población que no tiene conciencia alguna de clase y que no tiene nada, pero nada que perder. Yo los reconocí de adolescente, a principios de los noventas; con un actuar extremo, siguiendo a sus equipos de fútbol. Quizás muchos de nosotros empezamos a reconocerlos en esos años. Recuerdo perfecto que iba en una micro con mi prima por La Florida. En una la luz roja del semáforo, al verlos vestidos con el color de mi equipo de fútbol cerca del estadio, los saludé emocionada a través de la ventana. Recuerdo que ellos se abalanzaron sobre nuestra micro y empezaron, con una emoción desbocada, a moverla, zamarrearla y casi volteamos. Nos salvó la luz verde y me llevé la reprimenda de algunos que vieron la escena. Asustada e impactada, recuerdo, tuve mi primer contacto con un grupo que irracionalmente responde de una forma específica a ciertos eventos; es otra forma de reacción, es otra forma de lógica: apasionada, agresiva, bestial.

Marx y Engels los describieron muy bien y los denominaron lumpenproletariat (en ese póstumo La ideología alemana). Insisto en que nos tenemos que hacer cargo de este punto porque, fuera del ciudadano común que tiene rabia y que por diversas razones (¡o todas!) protesta; fuera del ciudadano que no tiene un peso y usufructúa de algún saqueo (leche, pañales, comida); fuera de las fuerzas armadas rastreras y nefastas que alimentan y propician los saqueos y los incendios (parásitos ellos, por lo demás); fuera del insurreccionalismo, tipo de anarquismo (y, por favor, no me generalicen los anarquismos) y fuera del usurero que revende televisiones de plasma saqueadas (a estos les dedicaremos el poema de Pound y nuestro repudio), existe este segmento que prende como el agua: el lumpenproletariat. Son los hijos invisibilizados de este modelo económico y en ellos debemos pensar, sobre todo, cuando se quiera hacer un cambio social. He aquí una buena descripción de Bussard:

“Essentially parasitical group was largely the remains of older, obsolete stages of social development, and that it could not normally play a progressive role in history. Indeed, because it acted only out of socially ignorant self-interest, the lumpenproletariat was easily bribed by reactionary forces and could be used to combat the true proletariat in its efforts to bring about the end of bourgeois society. Without a clear class-consciousness, the lumpenproletariat could not play a positive role in society. Instead, it exploited society for its own ends, and was in turn exploited as a tool of destruction and reaction (“The ‘dangerous class’ of Marx and Engels: The rise of the idea of the Lumpenproletariat”. History of European Ideas. 1987, p. 677).

Es ese ciudadano hijo, por lo general, de una madre que lo tuvo en condiciones precarias (imaginen el contexto que sea: producto de la violación de un tío, adolescente que no pudo abortar, una joven adicta a la pasta base o alcohólica); es ese niño que pasó por el Sename lo más probable y que es el residuo de todo lo nefasto del sistema (escolarización precaria, alimentación deficiente, quizás él mismo con problemas de adicciones). Es ese ciudadano en quien nadie piensa y del que podemos articular las historias y los contextos más duros de vida.

Nos describe Gabriel Salazar, los movimientos que vivimos hoy en día como el “reventón social más extendido, violento y significativo que ha vivido el país en toda su historia” (Revista DeFrente, 26 de octubre de 2019). Me baso en las dimensiones que el historiador chileno propuso, porque no se pueden entender estas revueltas sociales sin entender o desentendiéndose o malentendiendo la función del lumpenproletariat en ellas. Piénsese, por ejemplo, en el papel que tuvo el lumpenproletariat en las revueltas de 1848 en París. Un buen ejemplo es volver a “El 18 del brumario de Luis Bonaparte”, de Marx nuevamente, porque es un buen ejemplo para constatar esto (y un buen ejemplo para discernir respecto a cómo se construyen, cómo se diferencian y cuáles podrían ser nuestros respectivos lumpenproletariat):

“Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y en general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, ‘Sociedad de beneficencia’ en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase”. El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx.

Una vez más Salazar nos entrega la historia del lumpenproletariat en Chile. Desde el siglo XVI el pueblo mestizo, mayoritario (Salazar habla que llegó a ser el 68% de la población total), vivía maltratado en la sociedad colonial chilena. O sea, desde que Chile es Chile. Durante la Colonia, era un pueblo sin acceso legal a la propiedad, sin derecho escrito, incluso hasta 1931, cuando entró en circulación el Código del trabajo. Grupo sin memoria, sin historia escrita, el lumpenproletariat chileno sufrió todo tipo de abusos. Hasta la consolidación del Estado, en el gobierno de Bulnes, este grupo no constituyó familia, ni constituyó pueblo: los hombres solían movilizarse a caballo o como vagabundos y las mujeres en rancheríos, como madres solas, criando huachos. No pudieron, pues, vivir ni en parejas, ni en pueblos. Marginados por ser de los suburbios, sospechosos, peligrosos, lograron, desde la colonia hasta el Estado centenario, convertirse en campesinos, chacareros, pirquineros o artesanos, nos describe Salazar. Sin embargo, al no tener derechos, eran explotados, “expoliados salvajemente por los propietarios, prestamistas, molineros, habilitadores, militares e incluso por los ‘diezmeros’ de la Iglesia católica” (Salazar 2019).

Muchos de ellos se trasladaron, por estas condiciones indignas, a zonas cordilleranas o cerriles, transformándose en “colleras, gavillas, cuatreros y montoneros” (Salazar 2019). Sembraron terror en haciendas y fundos, incluso en pueblos, con saqueos y actos vandálicos (¿les suena conocido?). En un punto, hacia finales del siglo XIX, emigraron hacia las zonas marginales de las grandes ciudades. Será esta “la otra ciudad”, no la culta y europeizada de Vicuña Mackenna, no la de las postales. Es la ciudad del rancherío, la de la pobreza. Salazar responde así al hecho de que cada vez que hay un desorden político, estas masas salen de su periferia e invaden y saquean el centro comercial de las grandes ciudades (Valparaíso 1903, Santiago 1905 y 1957, dictadura entre 1983 y 1987, por ejemplo). El neoliberalismo impuesto por Pinochet agregó una cuota de consumismo en el perfil de este grupo, consumismo que no ha modificado esa “marginalidad crónica”, nos dice Salazar. Esa “nula conciencia de clase” en lectura marxista no es más que la ausencia de identificación profunda con la cultura occidental y la rabia inserta, ya, en un inconsciente colectivo “por haber sido por siglos un sujeto sin integración total a la sociedad moderna” (Salazar 2019).

Una revuelta con los ribetes que este movimiento está teniendo, por su relevancia y potencia, por su santidad y luz no debe ser empañado por este segmento ni se debe equiparar la ecuación a su accionar. Sin embargo, no se lo puede invisibilizar una vez más. No podemos ni debemos. Pensemos siempre en esas familias, en esas infancias, en esas adolescencias y en esas vidas. No los olvidemos al lograr una Asamblea Constituyente popular, paritaria, común. Es esta una deuda histórica por un grupo absolutamente marginado, el cual solo hace eco al momento de reaccionar, como reaccionaron esos albos en la micro en un paradero de La Florida en 1992.

La autora es académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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