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Nueva constitución y el olvido de una promesa

Columna de opinión por Gonzalo Núñez E.
Martes 5 de noviembre 2019 12:15 hrs.


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Según Nietzsche, el auténtico problema del ser humano es que ha sido criado como un animal capaz de hacer promesas. Con la promesa hay un acto performativo con el lenguaje. Cuando proferimos la expresión ‘Yo prometo’, la palabra queda rodeada de un aura mágica: un poder inmaterial e inconmensurable que invoca un rito de celebración para sellar un pacto o compromiso. La palabra queda empeñada con la promesa.

En un sentido económico, empeñar es dejar algo que me pertenece como garantía de devolución de un préstamo o compromiso comercial. Empeñar la palabra, sin embargo, desborda lo económico y la legalidad jurídica abriéndose paso, en cambio, en el terreno de la moralidad: entrego mi palabra, aquello que nos pertenece a todos como seres humanos, como símbolo de lo que debo –en tanto que deber ser– a quien he prometido.

¿No es acaso la constitución una promesa que una sociedad celebra consigo misma? La crisis social y política en Chile acumulada por décadas es, entre muchos factores, la de una promesa fallida de autoreconocimiento histórico-político. La promesa de un pacto social ha sido históricamente impuesta por la razón, la sangre y la fuerza. Somos deudores de una palabra ajena y vaciada que no hemos empeñado; una promesa que nunca nos ha pertenecido y sus acreedores han sido siempre quienes ostentan la riqueza y las armas. Nunca el pueblo chileno se ha validado como portador de su propia voz histórica. Cuando realmente esto se intentó con el proyecto político de la unidad popular, la represalia de una dictadura cívico-militar cayó como la noche oscura dejando una promesa fracturada cuya sombra no deja de recorrer nuestro presente.

La idea de una constitución –cuestión que ha resurgido en la última década y hoy parece más urgente que nunca– tiene su origen, entre otras cosas, en la invocación del pacto social moderno. Durante los siglos XVII y XVIII, la ilustración hizo suya la tesis de un contrato social como el triunfo de la civilización por sobre la barbarie. En la tradición contractualista desde Hobbes hasta Rousseau, con diferentes matices, podemos encontrar los cimientos de esta promesa: la salida de un estado de naturaleza –situación en la que cada persona tiene el derecho natural a hacer cualquier cosa sin ningún tipo de consideración moral ni legal– es alcanzada con un contrato tácito entre los individuos que suprime la libertad natural por una libertad civil de deberes y derechos políticos y sociales. Esta tesis rápidamente es adoptada en el desarrollo de la idea moderna de Estado-nación en las sociedades occidentales y el posicionamiento contemporáneo de la democracia junto al sistema económico liberal.

En Chile, muchos de quienes pertenecen a las élites políticas y económicas hoy sostienen demagógicamente que la discusión sobre una nueva constitución no es de los problemas principales que aquejan a los chilenos. Intelectuales y académicos incluso defienden que, sobre todo durante el gobierno de Ricardo Lagos, la constitución de Pinochet ya ha sido modificada sustancialmente en sus aspectos más antidemocráticos. El actual resurgimiento de una propuesta de asamblea constituyente sería, por consiguiente, una acción política irresponsable que solo responde al aprovechamiento político de grupos más progresistas que, en el caso de la ex-concertación, no denunciaron ningún tipo de ilegitimidad en sus modificaciones anteriores. En definitiva, la discusión por una nueva constitución sería solo un problema de los ‘políticos’ y no de la ‘gente’.

Aunque ninguno de estos grupos de la élite política, económica e intelectual chilena ha pretendido ser realmente portavoz de lo que se reclama en las calles, probablemente tengan un punto al denunciar que una nueva constitución no es algo prioritario para la gente. Con un diseño político-ideológico, el gran daño de la dictadura al pueblo chileno fue la despolitización de las personas. La instauración a sangre y fuego del neoliberalismo encriptado en una constitución dictatorial ha sido una herencia y un lastre intocado por el poder político. Una promesa que nos ha transformado en deudores económicos atomizados en nuestras propias preocupaciones cuya única libertad defendida es el derecho a consumir. Mientras la economía homogeneizó la vida política y la vida cotidiana, nuestra condición humana pluridimensional y su vínculo social retrocedía aceleradamente.

El peligro de una promesa es, tal como reconoce Nietzsche, el olvido: el poder mágico de la palabra es incapaz de imponerse ante la fuerza arrolladora del olvido del origen de una promesa. El pacto social moderno, siguiendo al filósofo alemán, es similar, como hemos sugerido, a la relación deudor/acreedor. Con la palabra empeñada en la promesa de no ejercer mi libertad individual sin límite alguno, quien promete se vuelve deudor de quien encarna la promesa de la paz y el bienestar social, a saber: el Estado. Este ente acreedor consagra una promesa que nos transforma a todos en deudores; la constitución es, así, la palabra sagrada que ratifica y nos recuerda, ante la amenaza del olvido, nuestra condición de morosidad eterna.

Tal promesa moderna se ha develado, entonces, como una estrategia psicológica para generar en el deudor un sentimiento profundo de culpa. Puesto que me he comprometido con un contrato cuya representación universal e impalpable es el Estado, cualquier tipo de violación (o fantasía de transgresión) de lo pactado es volcado contra el individuo como un profundo sentimiento de deuda y culpabilidad.

El Estado, como acreedor, es quien ostenta el monopolio del castigo a aquel que no cumple la deuda moral con la promesa del pacto social. El castigo al antisocial tiene un único fin: despertar el sentimiento de culpa no solo a quien ha mancillado el pacto social, sino, sobre todo, a quienes aún no lo han hecho. El logro más sofisticado de la promesa moderna del pacto social es, de esta manera, lo que Freud llamaba la interiorización del castigo: la autoridad externa es transformada en un agente moralizador al interior de la psiquis del individuo (superyó). Finalmente, el sujeto es simultáneamente acreedor y deudor de sí mismo; la promesa, ese logro de la civilización y la razón, es una forma velada de autocastigo y represión.

En relación con lo anterior, el autoritarismo de la dictadura muto, con el retorno a la democracia, en el autoritarismo flagelante del individuo consigo mismo; y una memoria olvidadiza es el mayor peligro para una promesa que se ha transformado en un sentimiento de culpa y autocastigo. La promesa nacida en dictadura generó un pueblo culpable de sus propios fracasos y represor de sus propias crisis. El sistema político y económico estaba embestido y protegido cuidadosamente por un orgullo patriótico embriagante construido en el discurso de las élites y los medios. El castigo fue finalmente interiorizado en el individuo como un triunfo de la despolitización: el fracaso y la frustración del cual soy culpable puede ser sorteado solamente por mi esfuerzo, superación y emprendimiento personal.

La crisis social y política que enfrenta Chile en estos momentos arrastrada por un pacto social ilegitimo, sin duda, no se soluciona con una nueva constitución. Sin embargo, una promesa, el empeñar la palabra con su aura mágica, es un acto simbólico performativo capaz de renovar confianzas y un sentimiento de pertenencia de los pactantes. La importancia de una constitución auténticamente nacida en democracia y discutida desde sus bases y organizaciones sociales más transversales –quienes han sido históricamente marginalizadas– está justamente en la posibilidad de prometernos a nosotros mismos un acuerdo político. Como las penas del fútbol que se pasan con fútbol, la crisis de la política solo se puede superar con más política. El debate por una nueva constitución es la oportunidad de encausar la energía social para des-economizar al individuo y recuperar, así, el sentido de lo política; esto es: la capacidad de prometernos a nosotros mismos la posibilidad de una construcción colectiva de nuestra historia.

Las instituciones políticas tradicionales y la antigua noción de Estado moderno son aparatos necesarios, quizás, pero insuficientes en este nuevo contexto mundial. Tampoco hay que dejarse engañar: la política no puede ser la unidad social y uniforme de los proyectos ideológicos de mitad del siglo XX. Nociones como “colectividad”, “historia”, “proyecto” u otras están absolutamente vaciadas y la mercantilización de todo es un fenómeno globalizado. Hay una fragmentación y una liquidez del sujeto y la política que todavía estamos en proceso de comprensión. Por esta razón no hay partidos ni instituciones políticas solidas que encabecen las demandas sociales; observamos, en cambio, una diversidad de peticiones sin estructuras y líderes tradicionales. No obstante, a pesar de lo pulsional de las manifestaciones, sí hay una racionalidad en lo demandado que no podemos despreciar apelando simplemente a lo carnavalesco: Chile despertó de la amencia de una promesa social que nunca nos perteneció.

La generación joven que hoy lidera esta crisis es probablemente la generación que se liberó de la culpa y deuda con una promesa espuria; una generación que dejó de autocastigarse e intuyó que los sistemas políticos y económicos son también parte fundamental del problema y no solo una falla del individuo. Por este motivo, quizás el momento de hacer nuestra por primera vez una promesa sin culpa, una nueva constitución, sea ahora más que nunca. En este sentido, una promesa surgida de una asamblea constituyente puede defenderse mejor de un país con una tendencia fuerte al olvido.

Gonzalo Núñez es filósofo y docente en las universidades Adolfo Ibáñez y Alberto Hurtado.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.