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Repensar la asamblea constituyente desde la revuelta

Columna de opinión por Sofía Esther Brito
Miércoles 13 de noviembre 2019 13:07 hrs.


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Aún esta revuelta no tiene nombre. Aún este estallido cobra diversos sentidos y sentires. Aún sabemos que todos los días hay marcha, hay que ir buscar cuerpos, hay que reivindicar nombres que no aparecen en la prensa. Números que se redondean hacia abajo. Cuerpos que no importan. Aún la violencia político sexual no tiene responsables. Aún el terrorismo de Estado sigue amparado bajo una institucionalidad, dónde sabemos que la justicia es para aquellos pocos que detentan el poder económico a los que se alinean aquellos políticos que se han vuelto clase política.

La Constitución de 1980 pretendía ser la forma de reglar “el fin de la historia”. Era la vía normativa para consagrar el neoliberalismo como cerrojo de toda otra posible forma de existencia, que se configuraba con la precisa distancia de la participación política para que la población (no pueblo, no ciudadanía) volviera a encarnar los “valores de la nación”, cuestión que se plasma principalmente en el desplazamiento que el artículo quinto hace desde la soberanía popular hacia la soberanía nacional. Probablemente ninguno de los constituyentes pensó que esta población podría volver a llamarse pueblo, desbordando las ciudades en contra de su sistema de salud, vivienda, educación, justicia, heteronorma, participación, pensiones, entre las muchas de demandas que hoy llenan nuestras redes sociales, calles y paredes. La revuelta de estas últimas semanas se levanta desde la rabia contenida, y desde el recorrido de luchas sociales que cada año emergen con un sabor mezclado entre la sorpresa y la sensación de que ya era hora.

Creo que es importante leer este momento desde el ocho de marzo. El movimiento feminista vuelve a poner en las calles la potencia de una masividad social, que parecía ya clausurada por la transición. “Esta es la marcha más grande, desde el fin de la dictadura”, señalaban los diversos medios de comunicación nacionales e internacionales, marcha que precisamente se levanta contra la precarización de la vida, contra la violencia que los cuerpos femeninos y feminizados soportan en este hetero-capialismo. La referencia de retorno a aquel momento de apertura democrática que podría haber sido, pero no fue, vuelve a evidenciarse en la consigna “no son treinta pesos, son treinta años”, reclamando así no sólo la dictadura como el origen de las problemáticas sociales, sino aquel después lleno de promesas incumplidas, dónde la democracia y la justicia se mostraban por la tecnocracia como un absurdo que bajaría el PIB, y nos sacaría del lugar que nos habíamos ganado como jaguares de América Latina. En medio del estado de emergencia, los métodos de la represión vuelven a desatar el estrés post traumático de una herida que ha permanecido abierta, pese a todas las reformas parche. Los días transcurren entre el dolor, la alegría y la incertidumbre, probablemente desde ahí surge la necesidad de un volver a plantearse la necesidad de una nueva Constitución, pero esta vez, que la matanza y los secuestros se desatan nuevamente, no se aceptaran reformas a medias tintas.

La asamblea constituyente se vuelve sentido común y, de algún modo, la esperanza de una apertura. Su demanda ha sido levantada por diferentes sectores, como factor fundamental para pensar en una democracia posible luego de la clausura del pacto transicional. En el marco del estallido estudiantil del 2011, la amplificación del debate de la educación vuelve a dar cuenta de las limitaciones que tiene la actual Constitución para que pudiese ser garantizada efectivamente desde el Estado como derecho social. El lenguaje de las libertades por sobre los derechos, sumado al rol subsidario del Estado se conjugan con un Tribunal Constitucional que sigue teniendo la atribución del control preventivo de legalidad, capaz de echar abajo cualquier cambio sustantivo que se intente impulsar en base a las necesidades que ponen en la palestra los movimientos sociales, ejemplos claros de ello son la negación de la titularidad sindical en la reforma laboral, y la ausencia de un control que impidiese que el Tribunal pudiese alterar el proyecto de ley de aborto en tres causales, consagrando la objeción de conciencia institucional. Todo esto, sin importar la tibieza de dichos proyectos de ley, que ya desde su génesis se alejaban de las demandas exigidas por el mundo social.

Luego del estallido estudiantil del 2011, una de las principales promesas del segundo gobierno de Bachelet fue el proceso constituyente. El modelo contaba de una serie de etapas, comenzando por el lanzamiento de un “constitucionario” para “entregar los conocimientos constitucionales básicos a la ciudadanía”, seguido por la etapa de participación ciudadana que constaba de encuentros locales autoconvocados (ELAs), encuentros provinciales y regionales, de los cuales emergerían las “Bases ciudadanas para una nueva Constitución”. Luego de ello, se enviaría al congreso una reforma constitucional para poder modificar la constitución de 1980 (dado que esta no contempla un mecanismo de reemplazo), y la decisión sobre cuál va a ser iba a ser ese mecanismo, pudiendo ser una comisión mixta de parlamentarios, una convención constituyente compuesta por parlamentarios y ciudadanos electos para este fin, o bien una asamblea constituyente. En el caso de no tener acuerdo en el congreso, se convocaría a un plebiscito para definir el mecanismo.

Como sabemos, ni las “bases ciudadanas para una nueva constitución” presentada como proyecto de nueva constitución, ni el proyecto de reforma constitucional fueron debatidos por el congreso. El proyecto de nueva constitución que hoy duerme fue presentado en los últimos días de gobierno, luego de un proceso que contó con una priorización mínima dentro de la agenda política, con la sensación amarga de haberse presentado únicamente por cumplir, más que para un debate efectivo.  La sobre institucionalización del proceso significó un procesamiento de la demanda por una asamblea constituyente, que fue acallando el debate hasta el punto de su silencio.

Pese a que el proceso de participación ciudadana en los ELAs constituye una de las experiencias de participación más importantes a nivel mundial, no existió un mecanismo de devolución que permitiese comparar la sistematización de dichos procesos con el documento efectivamente presentado al congreso. Tampoco se tiene claridades sobre la efectiva representatividad de dicha participación, la sospecha de un universo de participantes donde se excluye a las grandes mayorías precarizadas que no se sienten convocadas ante la elitización del debate es latente. La esperanza de un proceso de participación que contara con mecanismos de democracia directa se quiebra en un proyecto que queda a medio andar, y que es desahuciado inclusive por la misma bancada de la Nueva Mayoría en el presente.

No obstante, y aunque quizás nadie sabía cuándo ni cómo, la sensibilidad sobre lo estructural de las problemáticas que vive nuestra sociedad trajo nuevamente la necesidad de la discusión constitucional. El estallido configura un momento constituyente. Hay un pueblo que se ha autoconvocado, resignificando los espacios públicos y denunciando un legado neoliberal que vuelve la vida un peso, donde la jubilación parece peor futuro que la muerte. Las manifestaciones se han tomado un debate público en el cual no hay vocerías oficiales, no hay representantes con los cuales sentarse a la mesa, ni grandes hombres de la República que queden fuera de la impugnación a la política tradicional. El academicismo no puede interpretar el malestar en base al mejor cierre del conflicto. Las manifestaciones dan cuenta de la necesidad de un nuevo marco desde el cual mirar, marco que cientos de voces esbozan en diversos videos, publicaciones en redes sociales y cuñas de televisión que son rápidamente compartidas y viralizadas, traspasando el cerco mediático de los medios de comunicación oficiales. El cuerpo que se pone en las calles, pese a la violencia, pese a la guerra que nos declara el presidente. Miles de personas congregadas en cabildos/asambleas territoriales y populares se preguntan por el modo de gobernarse, las formas de acabar con la precariedad de sus vidas, las demandas y el descontento que existe aquella imposibilidad de la política, que fue arrebatada por unos pocos. Aquellas que se preguntan por qué siguiendo o no siguiendo las reglas del juego neoliberal terminamos dónde mismo: ellos terminan pagando multas irrisorias, mientras aún duelen los cuerpos quemados de la cárcel de San Miguel.

Frente a la desconfianza radical que distancia la sociedad de las instituciones, la demanda por una asamblea constituyente se levanta como la nueva de forma pensar la posibilidad una vida digna, una vida otra. Una apertura ante la cual se espera que las fuerzas políticas que se consideran transformadoras y han entrado a dicha institucionalidad que sabemos viciada, y aquellas que han levantado los movimientos sociales se pongan a disposición, con la sensibilidad que requiere el momento político. Apertura que sabemos, no resuelve por si sola las problemáticas de un pueblo que requiere solución de problemas urgentes para acabar con las vidas precarias, y cuyas discusiones posteriores requerirán un cambio trascendental en el modo de operación de la política, la nueva institucionalidad, la descentralización, la concepción de plurinacionalidad, el rol del garante del Estado, entre muchas otras.

Una asamblea constituyente hoy no puede pensarse sin un proceso de discusión territorial y sectorial, donde los diversos movimientos sociales que vienen construyendo sus programas hace décadas tengan un espacio de actoría fundamental. Pensar meramente en la representatividad delegada en un proceso electoral de quienes conformen dicho espacio, nos hará perder de vista la sospecha bajo la cual ha caído el electoralismo, que de manera evidente no se agota simplemente por el hecho de que este proceso sea para la construcción de una nueva constitución. Sin recoger este “desde” que se ha configurado como el inicio del momento constituyente, que hoy tiene a miles de manifestantes en las calles, pese a la brutal represión policial y militar que mantiene su impunidad, corre el riesgo de caer en la misma trampa transicional de la medida de lo posible, cuando hoy nos hemos levantado corriendo todos los cercos de posibilidad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.