Todas las noches tengo la sensación de que esto podría terminar sin alterar nada. La semana que acabaría la tarde del 18 de octubre se hicieron algunos cambios en las labores de la radio y todo planeaba concretarse el lunes. Eso mismo les pregunté a los compañeros que alcancé a ver antes del estallido. Sobre los suyos, sobre sus planes. Los de la radio tenían que ver con encontrar de esos temas que nos volviesen a conectar con la gente. Nos ahogábamos en trámites legislativos que importan, pero no alcanzan.
A mí me tocó cerrar el diario la tarde en la que la calle ardía, y la instrucción era estar atento al anuncio presidencial después de la reunión que anunciaba aplicar la Ley de Seguridad del Estado para frenar los destrozos en el Metro.
Antes de irse, escuché a mi editora despachar para una radio argentina. Después sonarían las primeras cacerolas y los paraderos se repletarían de gente intentando volver a casa, además de reporteros preguntándoles cuánto les molestaban las manifestaciones. Un conductor de la radio llegó para apoyar con la redacción o lo que fuera, y lo creí exagerado. Interrumpimos nuestra transmisión hasta las nueve o más tarde y mi editora me envió a ponerme a salvo. Fue la primera caminata con los compañeros del trabajo. En Bilbao se saboreaba el humo, la carne se cocía en el Centro.
Yo creí haber hecho un buen cierre, que habíamos salido a flote y que todo había terminado. Pero la vida antes de ese viernes estaba extinta. Pasada la medianoche, los militares volvieron a las calles.
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Pasó mucho más que el solo Estado de Excepción hasta el día en que me tocó cubrir la calle. Cuatro muertos en dos noches, las clases suspendidas, el paro general era casi un hecho, camadas de militares se plantaban en las estaciones de Metro y disparaban en las poblaciones. Los saqueos eran cubiertos hasta el hartazgo por los matinales y discutidos por gente cuyos sueldos son obscenamente superiores a los del promedio en Chile.
Una columna publicada ese día en nuestro diario comenzaba así: “Desde el viernes no puedo encender la televisión chilena”. Pero que nuestra radio fuera una mejor opción tenía un precio que nuestro cortísimo equipo de prensa y de logística debía pagar cada quien a su manera, porque esto recién comenzaba.
Fueron abrumadores los primeros días. Hubo declaraciones entregadas pasada la medianoche, transmisiones que comenzaban a las siete y que se extendían hasta las nueve de la noche, entrevistas que debían replicarse instantáneamente en el diario. Hubo algunos que no volvimos a pisar la radio en días, que llevábamos menos de un año haciendo prensa y que aprendimos, a las malas, que el cuidado también es una orden y que informar es otra forma de resistir.
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Ramón Corbalán es una calle de solo tres cuadras y que te va acortando las salidas si eliges correr al sur. La turba no tiene dirección fija, vienen desde oriente, por la Plaza Baquedano, o caminan hacia ella desde La Moneda. Los guanacos entre Alameda y Corbalán parecen ceder y retroceden hacia el poniente. Uno, dos, no más diez pasos y se siente el freno de golpe. Un ligero movimiento del cañón no regala más segundos que para alzar las manos. El arcoíris que se ve a través de mi cámara es el último disparo antes de elegir la calle incorrecta para escapar, una de solo tres salidas.
Hay un guanaco esperando en Vicuña Mackenna y otro más arriba en el Bustamante. Todo está calculado.
Más tarde subo una foto a una historia de Instagram en donde un grupo de encapuchados se esconden tras un panel de publicidad roto. Una amiga responde para decir que la idea no es mostrar esto como un campo de batalla, que hay más que contar detrás de la primera fila, y que seguramente para lo otro ya está la tele o la gente con sus celulares.
Borro la foto y me disculpo de inmediato. La reflexión no se va en días.
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La oficina del diario es vieja y siempre me ha parecido un templo. La sala principal al medio de un patio, una puerta de vidrio de forma ovalada, entradas por la derecha y por la izquierda. Un templo evangélico sin gracia, la verdad.
Vuelvo allí el miércoles después del estallido. Son las nueve de la mañana y en la sala una periodista lleva puestos los audífonos y golpea las teclas por inercia. A su costado, en un librero, se lucen casquetes de bombas lacrimógenas y de perdigones que algunos periodistas han traído de sus coberturas. En la pizarra hay un dibujo de una mariquita y una niña. Me pregunto qué pensarán los hijos de los periodistas sobre el trabajo que hacen sus padres detrás de estas máquinas.
No duro ni una hora dentro el diario y vuelvo a la calle.
Después, en el medio de la pizarra quedará escrito una nueva temporalidad acuñada por los que aquí trabajamos: a.e y d.e: antes del estallido y después del estallido.
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Intento escribir todo esto de un tirón y no lo logro. Pasa algo siempre y queda la ansiedad, el miedo, la prisa. Hay decisiones que uno debe aprender a tomar en fracción de segundos. Qué contar, qué decir. Por qué importa y por qué no.
El segundo sábado del estallido, justo un día después de la marcha que reunió a más de un millón doscientas mil personas por las calles de Santiago, veo a través de la ventana del edificio en donde vivo -y que da hacia la calle Diagonal Paraguay- y tengo la sensación, por primera vez, de que esto ha terminado.
Hay un escozor culposo también por sentirlo así. La misma noche de aquella marcha, Piñera escribió en su Twitter que “todos hemos escuchado el mensaje, todos hemos cambiado”, y por eso cuesta terminarlo. Sin embargo, no tardan en aparecer las columnas, los textos y las fotos como un broche de oro para todo esto que fue y que puede no ser más.
No tengo claras las fechas, creo que fue el lunes 21, aunque desde que comenzó el estallido todo parecía un mismo día eterno en la radio. En esa primera semana, mi editora me pidió tomar las notas de todo esto que intento desglosar aquí, y que aquel sábado 26 me sentí listo para escribir.
Pero me detuvo. “Hay que esperar, al menos el cambio de gabinete. Esto no ha terminado”, dijo. Y esperé, pero aún no termina.
Se anuló el toque de queda ese día, además, y el Gobierno levantó el Estado de Emergencia para el lunes. Poco a poco los sonidos de las cacerolas se fueron desvaneciendo en las madrugadas y los helicópteros pasaban cada vez menos. Esa semana escuché al director de la radio decir al aire que cuando de verdad se acaben esos sonidos, a muchos nos iba a producir una especie de síndrome de abstinencia.
Pero el silencio también aturde y es estrategia. Por cada punto de la llamada Nueva Agenda Social, Sebastián Piñera propone dos o más leyes que intentan restaurar el orden y la normalidad. Puede guardar silencio a veces y cuando vuelve, hay sensación de miedo, de incertidumbre; cuando transa, hay sospecha.
La nueva Constitución se votará lejos ya del estallido, pero su onda expansiva es también un duelo que deberá librar el periodismo con humanos atestados de esas mismas sensaciones. Ojalá y esto alcance hasta abril.