El olor es a madera y papel guardado, a pintura grasa puesta a secar al sol. Preguntar por Luis Henríquez en la portería de la residencia sacerdotal de la iglesia San Ignacio es en vano. Allí lo conocen más bien como el ayudante del sacerdote jesuita y excapellán del Hogar de Cristo, Pablo Walker, que es con quien comparte un amplísimo taller con vista a los jardines de la iglesia, y que son a su vez un paréntesis frente a la vorágine de un día cualquiera en el centro de Santiago.
Henríquez dice, casi como una contradicción, ser hijo de padre comunista y de madre católica. Ligado al dibujo, y al mural en específico, el también conocido como ‘Mico’ se hizo parte de las comunidades pastorales juveniles de la década de los ochenta y no abandonó la doctrina aun cuando ingresó a estudiar arte en la Universidad de Chile, en 1985, o cuando fundó una brigada muralista en la comuna de Lo Prado, con militantes jóvenes de la Izquierda Cristiana, en 1987.
Eran tiempos recios, entonces. Hoy, convertido en caricaturista de La Nación y de Diario y Radio Universidad de Chile, Luis Henríquez esboza con paciencia sus trabajos de largo aliento en el taller, y dibuja los domingos a la medianoche, con prisa y a mano, la viñeta de ‘Valentina’ que aparece dos veces a la semana en nuestro sitio web.
No es romanticismo, dice Mico -entre otras cosas-, sino la técnica con la que mejor trabaja y que aprendió y perfeccionó en plena dictadura.
De esos años, ¿recuerda a un mural en particular?
En el año 98 pintamos un mural en el puente Bulnes, allí murió fusilado un sacerdote misionero español, Joan Alsina. Su caso es muy emblemático porque fue uno de los sacerdotes extranjeros que, junto con Miguel Woodward, en Valparaíso, murió en la dictadura. Ese mural lo pintamos junto con algunos estudiantes y algunos miembros del MOAC, Movimiento Obrero Acción Católica, el movimiento al que pertenecía Alsina. El memorial hoy es, en Santiago, el que mejor se conserva fuera del Cementerio General. Para mí es muy significativo la simbología cristiana que tiene.
¿Cómo lo describiría para quien no lo ha visto?
Es una evocación de la muerte del padre Alsina en el río Mapocho, pero en el mural queremos transmitir también un mensaje de esperanza. Entonces lo complementamos con imágenes de una mujer que sostiene una antorcha y un lienzo que dice ‘justicia’. Eso es algo muy evocador a lo que ocurre después del 73, donde son fundamentalmente las mujeres las que se erigen entre las más activas promotoras de las demandas de justicia. Creo que nosotros logramos plasmar eso con mucha dignidad en el mural, y lo nombro porque ha sobrevivido.
Suena muy natural la forma en que los muralistas asumen la desaparición de sus obras…
Pintar en dictadura nos ayudó mucho a entender que el mural puede ser muy efímero. Perfectamente podría desaparecer al día siguiente. Había jornadas de pintado en las poblaciones, y la municipalidad al otro día mandaba a borrar todo. Cuando duraba más de 24 horas era casi un éxito, y si dura muchos años es una cosa muy rara. Afortunadamente, después del retorno a la democracia, se abren los espacios para muralistas y aparecen los museos abiertos, como el que hoy existe en San Miguel.
Cuando lo menciona es inevitable pensar en cómo la ciudad ahora se llenó de rayados y de pronto, como lo que sucedió en el GAM, desaparecen.
El GAM es un centro emblemático, pero que no se engañe nadie, en poblaciones y sectores populares, el muralismo también ha tenido un tremendo impulso posterior al 18 de octubre. Dicho eso, cuando pasó lo del GAM, yo estaba esperando que surgiera una convocatoria para restaurarlo, y no, la convocatoria fue muy espontánea. Fui a pintar un pequeño mural en la tarde de ese día y el 80 por ciento del espacio ya estaba reintervenido. Eso habla mucho de resiliencia ante un atentado que se ha ido repitiendo, pero que para mí no es casual. El borrar los murales -el tag, el grafiti- con pintura gris es un sello de fábrica de la dictadura.
Desde la forma y el contenido, ¿se llegó a sentir revolucionario en esa época?
Todos los que estábamos pintando allí sentíamos que estábamos aportando a la revolución y al cambio, ya sea desde una postura ideológica o desde la propuesta plástica. No lo consideramos nunca un divertimento artístico, una distracción o un pasatiempo; lo considerábamos un método que ayudaba a acercarnos al fin de la dictadura y a generar espacios de conciencia de inquietud visual en la población, en un contexto en el que no se podía publicar y era complicado encontrar esos espacios.
¿En esa época se inició también como como caricaturista?
Sí, invitado por un muy buen amigo mío, Roberto Celedón. Él era abogado de Juan Pablo Cárdenas, que era director de Análisis. Creo que eran los primeros meses del año 88, el año del plebiscito. Análisis ya publicaba material de “Palomo”, que en ese momento estaba radicado en México, pero querían tener un dibujante en Chile.
¿Allí adoptó el nombre de “Mico”?
Ahí lo empecé a usar formalmente, pero me lo habían puesto en el liceo. Yo estudié en el Instituto Nacional en el año 76 y fueron mis compañeros quienes me pusieron Mico, por mono pequeño. En esos años firmaba mis dibujos como LHR, que son las iniciales de mi nombre, pero cuando necesitaba un seudónimo, justo mis compañeros me pusieron Mico.
¿Qué caricaturas recuerda de Análisis?
A inicios de 88 había un debate respecto de cuál iba a ser el candidato del régimen. No estaba consolidado que iba a ser Pinochet. En la Junta de Gobierno circulaban nombres, se hablaba de un civil, de un nombre alternativo. Pero ocurrió que el comandante de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei, declaró que solamente una persona muy cuadrada no podía cambiar de opinión. Me tomé de esa frase textual e hice una caricatura de Matthei diciendo eso y detrás de él aparece un militar con la ropa de Pinochet, con la cara de Pinochet, pero con la cabeza cuadrada. Cuando Cárdenas vio el dibujo casi le dio ataque. Me dijo: ‘¿quieres que me metan preso?’.
¿Volvió a dibujar a Pinochet?
Sí, mientras duró Análisis no lo solté.
¿Cómo construye a un personaje? He visto, por ejemplo, sus caricaturas de Piñera y aparece como un niño tonto.
No se trata de hacerlo parecido. Hay una búsqueda que tiene que ver también con el carácter y características que hablen del personaje no solamente del cuello para arriba. Pueden ser gestos, actitudes, cómo se para, qué hace, qué objetos tiene. Trato de lograr que el cuerpo del personaje también hable.
En el caso de Valentina, ¿cómo nace?
El padre de Valentina es Juan Pablo Cárdenas, él me dijo que quería que fuera un personaje femenino, que fuera una mujer estudiante, pero quizás egresada. Él tenía una fijación muy particular con la Camila Vallejo, la admiraba. Agarramos la actitud de una chica contestataria, crítica de la realidad e informada; siempre con su celular, su notebook, viendo televisión o leyendo diarios. Pero si se llamaba Camila hubiera sido muy obvio, entonces Juan Pablo sugirió Valentina porque era el nombre de una dirigente de la FECH, Valentina Saavedra, y provenía de ‘valiente’. Pensamos que también necesitaba una pareja, algo como un novio, pero dijimos que quizás era muy binario. Yo pensé en un perro, pero Juan Pablo me dijo ‘fíjate que ahora las chicas tienen más gatos que perros’, y elegí a una gata.
¿Y la ropa?
La hice yo. Fui a una marcha estudiantil y me dediqué a observar las vestimentas. Para confirmarlo, después que la tenía lista, fui a la siguiente marcha y empecé a ver cuántas Valentinas había. Cuando iba por la cincuenta me cansé. Zapatillas, calzas, falda de colores fuertes, blusa color violeta, pañoleta de seda, chaqueta de guerrillero, los aros de plata con la forma de kultrum mapuche, y los lentes tipo felino. Si tú vez al personaje, si le pongo lentes rojos es Camila Vallejo, por eso son negros.
En una reseña de su libro, Cárdenas escribió que sus dibujos son “tímidos, pero con una profunda reflexión”. Imagino que es un trabajo distinto a lo hecho en Análisis.
Sí, y distinto a lo que hago en La Nación también. De inmediato entendí que el perfil editorial de la radio era la información. El auditor de la radio va por noticias y por opinión. A ese tipo de público no puedes llegar con un humor estridente, chabacano, con dibujos grotescos. Tenía que ser un humor más inteligente.
Claramente, su intención no es que el lector se caiga al suelo muerto de risa…
Exactamente. El humor más crudo y negro es otro camino, y yo le tengo mucho respeto a ese tipo de humor; pero el mío más bien es un proceso, intenta sacarte una sonrisa, buscar algo que te haga pensar, masticar el chiste y darte cuenta que hay un poderoso mensaje. A mi público sí puedo darle algunas claves, por eso mi objetivo allí siempre es posterior a la risa.