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Hacia una agenda laboral y económica de las fuerzas de cambio

Columna de opinión por Nicolás Aldunate y Andrés Fielbaum
Lunes 27 de abril 2020 20:22 hrs.


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El 3 de mayo cumplimos 2 meses desde el primer caso confirmado de coronavirus en Chile. En este corto lapso de tiempo, dada la magnitud de la crisis sanitaria, el Gobierno ha encontrado condiciones no solo para enfrentar la movilización social y disminuir su presión, sino también para avanzar en su agenda económica y laboral sin contrapesos efectivos. El vínculo orgánico que tiene la derecha y parte de la ex Nueva Mayoría con la élite que concentra el poder económico, y la ausencia de un proyecto político común por parte de quienes componemos las fuerzas de cambio, facilitan la aprobación de medidas que profundizan la precarización -disfrazada de flexibilidad- que se viene instalando hace décadas en el trabajo, y sobrecargan el peso económico de esta crisis en los hombros de las y los trabajadores.

Desde la llegada del COVID-19, el Ejecutivo ha concentrado sus políticas y recursos en las empresas, a punta de subsidios, decretos y dictámenes, y a costa principalmente de la estabilidad, seguridad y remuneración de las y los trabajadores. La Ley de Protección al Empleo, al alivianar los costos de empresas a partir de los ahorros individuales de cesantía, no garantizar la continuidad de las labores y no discriminar entre tipos de empresa, termina dejando indefensos a los trabajadores ante posibles despidos y puede terminar siendo usada de manera unilateral por los empleadores para sus propios fines. Por esta razón la rechazamos de manera categórica desde Partido Comunes: sin prohibición de despidos ni focalización exclusiva en micro, pequeñas y medianas empresas, carga todo el peso de la crisis en los trabajadores y se puede poner al servicio de la protección de intereses del poder económico.

Por otro lado, la Ley de Teletrabajo asume no sólo que trabajadores y empleadores pueden “pactar de mutuo acuerdo” los términos y la extensión del mismo, sino que además se cuenta con espacio, ambiente apropiado, equipos tecnológicos y recursos para asumir los costos. Esto lleva a que ya haya denuncias sobre la extensión de la jornada laboral y el cargo de costos que no corresponden. Si a esta desregulación le sumamos el aumento del trabajo doméstico y de cuidados que afecta principalmente a las mujeres, se puede terminar generando graves efectos en la salud física y mental de las trabajadoras. Estos problemas, que se pueden anticipar fácilmente si se revisa la evidencia internacional, se deben a que la “flexibilidad” impulsada por el ejecutivo no va acompañada de derechos irrestrictos, sino, más bien, por definiciones que la ley termina dejando al arbitrio del empleador.

En tercer lugar, el subsidio titulado “Ingreso Mínimo Garantizado”, que es la política que más se ha logrado instalar como un beneficio “directo” y cuyo proyecto surgió en medio de la revuelta de octubre, hoy no alcanza a cubrir la línea de la pobreza para un hogar promedio (asegura 300.000 líquido y se requiere al menos 148.000 más). Además, no discrimina entre tipos de empresas para su financiamiento y dilata la discusión acerca de la función del salario mínimo, el rol de los sindicatos, las responsabilidades de las grandes empresas y la arbitraria exclusión de trabajadores informales e independientes, asuntos que se estaban logrando instalar desde organizaciones sociales y actores en el parlamento. Si a estas políticas les sumamos el dictamen de la Dirección del Trabajo que habilita el no pago de remuneraciones por caso fortuito, el proyecto que busca suspender las negociaciones colectivas, el que busca limitar la reelección de dirigentes y la prometida modernización del Estado a punta de flexibilidad mal entendida, estamos ante una clara ofensiva política que busca debilitar las fuerzas constituidas de trabajadoras y trabajadores.

Dentro de este contexto, además, se han sumado voces de todos los sectores presionando por aumentar el gasto público, incluso desde la tecnocracia tradicional. Y es que es casi sentido común: este no es el momento de ahorrar para el futuro, sino de utilizar parte de los ahorros para poder hacer frente a una crisis e incertidumbre que no tiene punto de comparación en el último siglo. Sin embargo, este consenso no significa que el punto esté libre de conflicto, ya que no es indiferente de qué manera se gasten tales recursos. Muy distinta es la aproximación del Gobierno, que descansa en la banca privada y que pone como prioridad el funcionamiento de las empresas sin exigir nada a cambio (por ejemplo, nacionalización parcial), a una que comprenda que hoy lo urgente es garantizar a todas las familias una calidad de vida mínima. Esta última implica garantizar un Renta Básica de Emergencia que llegue directamente a las personas, sin mediación de privados, y la disposición a intervenir en áreas públicas fundamentales, cuya regulación en tiempos normales es muy leve, como lo son la vivienda (arriendos y dividendos) y los servicios básicos, incluyendo internet. Décadas de profundización del carácter subsidiario del Estado han tenido vastas consecuencias, entre ellas, la prácticamente nula capacidad estatal para hacer frente a situaciones de crisis si no es delegando en las mismas grandes empresas que hoy no presentan escrúpulos para disfrazarse de pymes al despedir a sus trabajadores, y que han protagonizado varios de los mayores escándalos de colusión y de corrupción. Urge, en consecuencia, que el gasto fiscal para hacer frente a la pandemia permita ir superando la dependencia en la voluntad del gran empresariado para hacer frente a las necesidades de la población: poder ayudar a las pymes sin pasar por la banca privada, poder aumentar la capacidad sanitaria sin necesidad de Espacio Riesco, poder elaborar mascarillas sin depender de las donaciones de Luksic, o poder hacer funcionar racionalmente la cadena de distribución sin depender de aplicaciones transnacionales que precarizan aún más el trabajo informal.

Estando ad-portas de una recesión económica y el proceso constituyente, hoy urge que las fuerzas de cambio pongamos como centro el trabajo y la economía en las discusiones, a fin de tener acercamientos comunes respecto a modelo de desarrollo, el rol del Estado, el impacto de la robótica y la inteligencia artificial, cambio climático, recursos naturales y formas de producción, tercerización laboral y política energética. El aumento del desempleo y el empobrecimiento de la población, en medio de estos procesos globales irreversibles, obligarán a que el debate se centre en el trabajo, y, por los resultados que hemos visto, se requiere una fuerza política y social capaz de detener y revertir el fortalecimiento del poder económico. Tenemos que ser capaces de hacer frente al abandono histórico del mundo del trabajo por parte de la oposición desde el Plan Laboral de la Dictadura, donde incluso el último gobierno de Bachelet se dio el lujo de limitar los derechos sindicales en nombre de una “modernización” de las relaciones laborales. Esto implica, ante todo, un rol protagónico -y no instrumental- de las organizaciones sociales que genuinamente han resistido el continuo abandono del mundo del trabajo por parte de la clase política, ya que son quienes más conocen las contradicciones de sus nuevas configuraciones. Las políticas que se definirán a nivel económico y constitucional no tienen ningún futuro si no encarnan la nueva sociedad que se expresó con claridad en la revuelta de octubre.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.