El 12 de mayo el ministro de Educación anunció que este año 2020 se aplicará de todas formas la prueba SIMCE a estudiantes de 2°, 4° y 6° básico, aunque esta vez no tendrá “consecuencias” para las escuelas. Este anuncio generó el rechazo casi unánime de parte de las organizaciones de profesores/as, estudiantes y apoderados/as. Las críticas de los actores educativos al SIMCE no son nuevas. Desde hace más de una década se vienen repitiendo, y son relativas tanto a la falta de utilidad del SIMCE para tener una visión global de la calidad de la educación que se imparte en los establecimientos educacionales, como a los graves efectos negativos que genera la aplicación de esta prueba en las comunidades educativas.
El ministro Figueroa argumentó que “el SIMCE es una herramienta fundamental para el mejor diseño de políticas públicas en educación”. En la misma línea el SEREMI de educación de la región de Los Ríos señaló que la estandarización educativa tiene un sin número de ventajas y que sin SIMCE, “las políticas se tomarán en la más completa oscuridad”. Curiosamente, fue lo mismo que dijo el año 2013 la entonces ministra de educación de Bachelet, Mariana Aylwin: “No tener SIMCE es quedarse a ciegas”. Nos preguntamos “¿A ciegas de qué? ¿De la inequidad y segmentación que nos refleja el SIMCE año tras año?
Ningún actor educativo organizado se ha manifestado a favor de la idea de aplicar el SIMCE, y la verdad es que desde el mundo de la investigación, muy pocas voces han apoyado el anuncio. Tal vez las más relevantes fueron dos. Por un lado, la del decano de ingeniería de la Universidad del Desarrollo (ex autoridad de gobierno) quien señaló que el SIMCE entrega datos específicos muy importantes, no solo sobre los resultados de aprendizaje, sino que además “pregunta a los niños sobre cómo se sienten en el plano social y emocional”. Por otro lado, la opinión del director de la Fundación Educacional Luksic, quien envió a un medio de difusión una carta titulada “la pertinencia del SIMCE”, donde defiende la “relevante información” que entrega el SIMCE y señala que si ésta no se aprovecha mejor es porque “solo un 10% de los equipos de los colegios realizan reuniones para reflexionar y analizar sus datos”. O sea, una gran prueba, que no se aprovecha lo suficiente por culpa de los/as docentes y directivos/as. Simple.
Por otro lado, las voces críticas a la aplicación del SIMCE han sido muchas. Al rechazo expresado por actores educativos como el Colegio de Profesores/as, la ACES y asociaciones de padres, se han sumado muchas opiniones desde el mundo de la investigación. Ya antes del anuncio del ministro, un equipo coordinado por las universidades de Chile y Católica publicó un documento titulado “Propuestas de Educación: Mesa Social COVID-19”, en el cual se señalaba que la prioridad este año debía ser el bienestar socioemocional de las comunidades escolares, por lo que no era recomendable aplicar la prueba SIMCE en ningún formato. Asimismo, en estos días se han publicado numerosas columnas y cartas de parte de destacados/as investigadores/as en educación criticando el despropósito del anuncio ministerial. Han señalado, entre otras cosas, que un SIMCE diagnóstico, aunque no tenga consecuencias, no tiene utilidad para las escuelas, pues genera información tardía y estandarizada, impidiéndoles tomar decisiones rápidas y contextualizadas. A la vez que sigue teniendo consecuencias negativas para el aprendizaje y la enseñanza, tales como el agobio que genera en las comunidades escolares, la forma en que motiva prácticas de segregación y discriminación, y el desvío de los/as docentes de su foco central: la relación con sus estudiantes (Fernández, Flórez, Salinas, Guerrero y Eduardo Santa Cruz).
También han señalado la importancia de fortalecer las evaluaciones locales, internas de las escuelas, centradas en los aprendizajes y en las situaciones vitales de los/as estudiantes (Astudillo, Falabella, Flores, Horn, Madero, Leyton, Maureira, Ruffinelli, Sepúlveda, Sevilla, Rojas y Valdebenito). Más lejos llega Cristian Bellei, quien escribió una larga columna criticando la “obsesión ideológica del SIMCE”, en la cual señala que es un “instrumento inventado por los promotores del mercado escolar, inspirados en una ideología sin ningún sustento en el campo de la educación”. Esta columna llamó particularmente la atención, dado que el profesor Bellei fue un desatacado asesor del ministerio de educación en varios gobiernos de las desaparecidas “concertación” y “nueva mayoría”.
Como vemos, los argumentos contrarios a la aplicación del SIMCE aparecen mucho más contundentes y realistas. Pero aún faltaría agregar unos cuantos más:
- Las pruebas estandarizadas (como el SIMCE) no se inventaron para evaluar la calidad educativa como tal, ni mucho menos para “medir” la calidad de las escuelas. Este tipo de pruebas se diseñaron, en el mundo, para tener una visión panorámica de los logros de aprendizaje generales de un país, en aquellas áreas del conocimiento susceptibles de medir (que no son tantas, por cierto). Es decir, el uso que se le ha dado en Chile por décadas no se sostendría en ningún debate serio fuera del país. La aplicación de la prueba SIMCE en Chile no ha mejorado nuestra educación, porque no es un instrumento pedagógico, es un instrumento que se ha utilizado para el fomento del mercado educativo.
- Una de las razones por las cuales, en todo el mundo (excepto en Chile) estas pruebas no son consideradas “medidas” de la calidad de las escuelas, es porque los puntajes SIMCE están directamente vinculados con el origen socio económico de los/as estudiantes. En palabras sencillas: en este tipo de pruebas siempre le irá mejor a los/as estudiantes ricos/as y peor a los/as pobres. Diversas revisiones científicas mundiales señalan que los puntajes en estas pruebas dependen, entre un 70 y un 90 % del origen socio económico de los/as estudiantes y solo, entre un 10 y un 30% depende de lo que hacen las escuelas.
- No hay ningún país del mundo que le aplique una prueba de este tipo al conjunto de su población escolar en cinco momentos de su trayectoria: segundo, cuarto, sexto y octavo básico y segundo medio. Es un desperdicio de dinero (o tal vez un beneficio para quienes tienen las licitaciones, si lo queremos ver de otra forma). Seamos claros: en casi ningún país del mundo aplican este tipo de pruebas (por las razones ya señaladas), y quienes lo hacen suelen aplicarlas a “muestras” de estudiantes, lo cual por cierto es mucho más barato, y no genera presiones directas a las escuelas y comunidades educativas. Algunos de los países que se han negado sistemáticamente a aplicar este tipo de pruebas son tan reconocidos por sus logros y riqueza educativa como Finlandia y, para sorpresa de algunos/as, no se quedaron “a ciegas”.
- Es más, durante este año de pandemia, la mayoría de los ministerios de educación europeos decidieron suspender su participación en las pruebas PISA (una prueba estandarizada que se aplica a nivel mundial, de manera muestral por cierto y que nadie se atrevería a decir que mide “calidad de escuelas”). La respuesta de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico OCDE, que es la entidad encargada de la prueba fue que tendría que cobrarles una multa del 20% del pago comprometido. Estamos hablando de decenas o centenas de miles de dólares, lo que lógicamente abrió un intenso debate en esas tierras respecto de cuál es el sentido de hacer estas pruebas y quiénes se benefician realmente de ellas. En nuestro país, el presupuesto que se gastará en el SIMCE será, por lo menos, 18 mil millones de pesos.
En fin. La pregunta que nos hacemos es qué hay detrás del fanatismo por el SIMCE. ¿Desconocimiento de lo que señala la investigación en el mundo y de las experiencias reales de las comunidades? ¿O negociado?
En este escenario, resulta comprensible el abierto rechazo que se viene desarrollando durante los últimos años al SIMCE en las comunidades educativas. La organización de estas comunidades se torna hoy urgente ante un Ministerio que opta por el negocio en desmedro del bienestar y de la opinión de profesoras/es, estudiantes y apoderados/as. La rendición del SIMCE no es obligatoria para las y los estudiantes. Las comunidades escolares tienen la palabra sobre el futuro del SIMCE y su aplicación este año.
Sobre los autores:
Rodrigo Cornejo es investigador del Observatorio de Políticas Educativas de la Universidad de Chile (OPECH).
Eduardo González es dirigente nacional de Colegio de Profesores.