Las revueltas contra la brutalidad policial que sacuden Estados Unidos son llamativamente similares en alcance y radicalidad a las que recorrieron Chile desde la revuelta social de octubre. El discurso matón e incendiario de Trump parece un calco del libreto de Piñera, al punto que ya es difícil diferenciar los “memes” de las noticias reales al respecto. En ambos países, la policía y la política parecen más una amenaza a la seguridad pública que herramientas para resguardarla.
Mirar la situación norteamericana desde Chile es en muchos sentidos como mirar a un espejo al que no debiéramos quitar la vista. Hacerlo ad portas de distintas reformas a las fuerzas de orden y seguridad (reforma a Carabineros, rol de las FFAA en la mantención del orden público, fortalecimiento de los aparatos de inteligencia, entre otras), es productivo para asumir lo contraproducente de cambios cosméticos que eludan revisar el rol de la policía en la sociedad.
La policía estadounidense está lejos de ser ejemplar. Pero en términos generales sí ha sido objeto de cambios en ámbitos asumidos como claves para reformar a Carabineros en nuestro país: capacitación, protocolización del uso de la fuerza, mejora en gestión y procesos, transparencia e involucramiento con la comunidad. Es de suyo descentralizada, rasgo que gusta a varios entendidos locales. En fin, no carece completamente de ejemplos de lo que el Gobierno entiende por una policía “moderna”.
Sin embargo, el impacto en EEUU de la profesionalización policial en la disminución de los abusos y el asesinato de personas afroamericanas, latinas y pobres ha sido escaso si no imperceptible. La muerte de George Floyd violenta a la sociedad norteamericana y especialmente a la comunidad negra porque su ocurrencia es algo trágicamente sistemático y “normal”. Porque no parece un error de las instituciones sino un subproducto de su funcionamiento esperado y esperable.
Es que la profesionalización de una policía no hace mecánicamente mella en la fuente de su brutalidad: la mentalidad de guerra de sus efectivos y la militarización de su funcionamiento. Mejora su eficiencia como burocracia, pero implica también expandir el poder policial. Les allega más recursos, mejor tecnología, mayor injerencia en comunidades y en la vida privada de las personas, e incluso les ofrece un espurio manto de legitimidad. Deja intacta, además, la complicidad de otras instituciones con su actuación (jueces, fiscalías, medios de comunicación, etc.).
Por supuesto que Carabineros debe ser reformado profundamente en aspectos relativos a su formación, protocolos, rendición de cuentas y relación con la comunidad. Pero esos cambios serán banales en ausencia de un retroceso del poder coercitivo del Estado. De nada sirven protocolos bien ejecutados o una administración más proba de los recursos, nada significará realmente el “apego pleno a los derechos humanos”, si continúan haciendo cumplir leyes cada vez más represivas e intrusivas, si ampliamos sus márgenes de discrecionalidad y si el Estado criminaliza un mayor número de problemas sociales.
En el caso norteamericano, los ejemplos de profesionalización policial son esporas en medio de la tormenta que ha significado la expansión del poder coercitivo del Estado bajo la “guerra contra las drogas” primero y la “guerra contra el terrorismo” después. Ello, sumado a la persistencia de la segregación racial y la desigualdad social, constituye un caldo de cultivo para la reproducción cada vez más sofisticada de la brutalidad policial, racista y clasista. Precisamente el equivocado camino por el que Chile transita raudo y decidido.
Y es que en nuestro país cada vez más actores políticos intentan administrar la pérdida de cohesión social y legitimidad de élites e instituciones con más represión y criminalización. No se trata sólo del legado dictatorial nunca extirpado de la doctrina de seguridad nacional. Se trata de un intento por trasladar la responsabilidad por la precariedad de las condiciones de vida -origen de creciente descontento social- a los mismos grupos que las sufren, criminalizando sus manifestaciones de desacuerdo e inadecuación para abordarlas desde la coerción y, en definitiva, la violencia.
La denuncia de esta explotación política de la criminalización y del empoderamiento policial no quiere decir que las fuerzas de cambio no deban proponerse incidir en su reforma. Pero deben poner tales reformas en el marco de un cuestionamiento más amplio y sustantivo a la faceta policial del Estado y a la incapacidad de brindar seguridad y justicia a través de la coerción estatal. Una genuina reforma a las policías es indisociable de la reducción de su poder y atribuciones, y de medidas que pongan en el centro de la respuesta al problema de la seguridad pública la justicia restaurativa, la aproximación comunitaria y el fortalecimiento de los servicios sociales que lidian con sus causas.
La oposición democrática hace bien en condenar las pachotadas autoritarias del Gobierno y denunciar la utilización de la pandemia para expandir las facultades coercitivas del Estado. Pero haríamos todavía mejor ajustando cuentas con la deriva burocrática propia, esa que reduce toda alternativa posible a la “fiscalización” de lo que hacen los agentes del Estado, sin cuestionar ni proponer alternativas a sus fundamentos. Esta pobreza de imaginación le entrega la iniciativa al autoritarismo. Y debilita las herramientas de las que pueden disponer los grupos sociales que más tienen que perder con el empoderamiento policial y más deben influir en los cambios.