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Horrorismo, democracia y cuerpos al vacío

Columna de opinión por Boris González López
Martes 6 de octubre 2020 16:14 hrs.


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Un carabinero, rodeado por otros carabineros cómplices, lanza desde un puente a un joven de 16 años para estrellarlo contra las piedras y el caudal del Mapocho. La brutalidad de la imagen, que recorre el mundo rápidamente, pone en el centro de la discusión pública y privada el papel que ha cumplido el Horror en estas tres décadas de democracia chilena. A esos demócratas y republicanos, que gustan de hacer gárgaras con “los logros” alcanzados, habría que preguntarles lo siguiente: cuál es la importancia específica que ha tenido el horror en el mantenimiento de este sistema y cómo su presencia no sólo ha sido promovida sino que también avalada por diferentes órganos del Estado.

Adriana Cavarero, en su libro Horrorismo: Nombrando la violencia contemporánea, lo explica así: “Al contrario de cuanto sucede con el terror, en el caso del horror no hay movimientos instintivos de huida para sobrevivir ni, mucho menos, el desorden contagioso del pánico. Pero el movimiento aquí se bloquea en la parálisis total y atañe a cada uno, uno a uno. Invadido por el asco frente a una forma de violencia que se muestra más inaceptable que la muerte, el cuerpo reacciona agarrotándose y erizando los pelos”.

Al ver una y otra vez las imágenes de la caída siento como el horror petrifica. Su cuerpo en el agua, boca abajo. La ropa, la mochila que lleva consigo. Sus zapatillas. El torrente de un río que podría enmudecer o secarse para siempre. Quiero bajar. Necesito levantar su cabeza del agua, hacerle cariño en la frente, acurrucarnos. Porque sé que el horror, como instrumento político, ha acompañado a Chile desde antes de ser Chile. Luego, en su fundación como entelequia, siendo hoy el arma predilecta de la clase política, económica y militar. Se ha demostrado, aquí y en el resto de Latinoamérica, que analizar y confrontar la democracia sin las subterráneas políticas del horror es, en términos concretos y basados en la evidencia histórica, imposible. Conviven en esa misma casa imaginada que lentamente se derrumba.

Están en guerra contra nosotros. Y para combatirlos, lo primero que debemos aprender es a “dolernos”. Sentir ese pesar en lo colectivo, para luego lamer nuestras heridas cual gatos que limpian plásticamente su cuerpo.  Como señala Cristina Rivera Garza, en su libro Dolerse, “no se trata de que después del horror no debamos o no podamos hacer poesía. Se trata de que, mientras somos testigos integrales del horror, hagamos poesía de otra manera”. Y esa otra manera de hacer poesía fue la que apareció con fuerza inusitada hace casi ya un año, aunque siempre tuvo sus modos de decir y de hacer, incluso en las circunstancias más horrorosas.

Viene el apruebo, la convención constituyente, y mientras más nos resistamos a la injusticia del sistema más proliferación de cuerpos mutilados, suicidados, asesinados, lanzados al río o al mar, perdidos en el desierto. Es una relación directamente proporcional si nos centramos en el historial delictual del Estado, que ofrece el más amplio campo de investigación a quienes quieran desenterrar miles de biografías hechas desaparecer sin juicio o consideración alguna. Hay cientos, miles o millones de nombres en el mundo que jamás se recuperarán de ese anonimato.

Podría ocurrir el milagro, poco probable, de llegar a tener la mejor constitución del mundo. Pasar de la peor a la más progresista, empujar y empujar mientras unos quedan en el camino y los otros siguen adelante. Pero cualquier triunfo político será pasajero si no aprendemos que el poder  más importante está en la fuerza de la movilización colectiva permanente, en lo compartido, en esa marea humana que se moviliza junta o en pequeños afluentes, en el barrio, en la plaza, en el pasaje, en la escuela, en la universidad, encontrando una nueva forma de militancia en lo cotidiano y local que tendrá como desafío estar siempre activa y alerta.

Judith Butler, en Vida precaria. El poder del duelo y la violencia reflexiona acerca de la posibilidad de encontrar “las bases para una comunidad” desde nuestra condición de vulnerabilidad. Ella propone que es la vulnerabilidad, en términos corpóreos, la que configura nuestra condición humana donde lo que se valora es la relación con el otro, trasladando a un plano primordial la ontología del vínculo y de la dependencia. Entonces, reconocernos vulnerables significa recuperar “una responsabilidad colectiva por las vidas físicas de los otros”.

Esa ética de lo común hará que los cuerpos arrojados al vacío como símbolo del horror estatal no puedan ser silenciados, porque habitarán en esa memoria colectiva que vamos amalgamando para sacar desde allí las enseñanzas principales en esta nueva forma de habitarnos, educar y resistir que vivimos y que marcará nuestras vidas de ahora en más. Principalmente, resistir y movilizarnos, mientras vamos cuidándonos entre todos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.