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La Política Exterior de Biden: ¿una vuelta al Wilsonismo?

Columna de opinión por Gilberto Aranda y Jorge Riquelme
Miércoles 30 de diciembre 2020 20:23 hrs.


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Para Platón, la República debía estar gobernada por filósofos, es decir, por ciudadanos con una clara noción sobre el bien común y la justicia, así como respecto del camino que debería seguir el orden político de la sociedad. A estas alturas, es difícil seguir defendiendo estos postulados idealistas respecto del régimen político, lo que no obsta para mantener la esperanza de que los países sean administrados de manera racional y responsable. En el plano exterior, ello involucra que las políticas exteriores sean conducidas de una manera más o menos predecible, de modo de aportar desde lo nacional a la gobernanza global, lo que resulta particularmente relevante en un ambiente mundial marcado por la inestabilidad generada por la pandemia. Bajo esta perspectiva, es claro que la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca implicará un cambio en términos de política exterior, trayendo moderación luego de una administración marcada por la inestabilidad y los tumultos.

Desde otro punto vista, es posible plantear igualmente que el pensamiento del señalado filósofo griego, que sentó las bases del Idealismo, ha influido notablemente en la diplomacia norteamericana. De hecho, Woodrow Wilson ha sido el más célebre cultor de dicho enfoque –resignificado desde el platonismo-, que en su momento lo llevó desde ordenar la persecución militar de Pancho Villa en territorio mexicano, pasando por liderar la participación de su país en la Primera Guerra Mundial, sin olvidar la autoría de sus 14 puntos para la paz basados, entre otros, en la autodeterminación nacional y en la creación de la Liga de las Naciones. De este modo, el Wilsonismo fue legatario de la obligación moral del protestantismo, suponiendo el compromiso diplomático y la intervención de la fuerza de ser necesario, para promover una visión de la democracia en el mundo, bajo los dictados del Destino Manifiesto. Más tarde, en los albores de la Post Segunda Guerra, dicho idealismo se matizó con dosis de Realismo Hobessiano, al contribuir a edificar la arquitectura del sistema de Naciones Unidas, confiriendo un lugar central al Consejo de Seguridad, con una estructura básicamente oligárquica, donde las grandes potencias se reservaban cotos de poder con su derecho a veto.

Desde ese entonces, diversas doctrinas han guiado la política exterior de la superpotencia, que ha oscilado entre el aislacionismo y el internacionalismo. Con el Presidente Obama la diplomacia norteamericana estuvo marcada por una cierta moderación y pragmatismo, tal cual se expresó en el caso de los temas relacionados con el Medio Oriente, China o el cambio climático. Con el Presidente Trump dichas tendencias fueron abandonadas. El institucionalismo del Departamento de Estado cedió entonces en favor del nacionalismo y una posición férreamente proteccionista, donde la apreciación global de Washington concebía al mundo como un escenario de guerra y competencia, relato de pandemónium respecto de los rivales, sobre la base de la consigna “América primero”, teniendo como principal blanco el orden liberal internacional y su instrumento fundamental: el multilateralismo. De esta manera, el país que había construido el Sistema Mundial había dejado de respaldarlo “Arruinando la palabra de Estados Unidos en el Mundo”, tal cual aseveró el entonces aspirante presidencial Joe Biden en su artículo Why America Must Lead Again, que redactó para la revista Foreign Affairs, de marzo/abril de 2020, con la provocativa bajada Rescuing U.S. Foreign Policy After Trump”.

En los hechos, durante el cuatrienio de Donald Trump la incertidumbre se hizo la tónica en las relaciones internacionales, apareciendo un nuevo esquema de bipolaridad rígida con el otro gigante, representado por Beijing, todo conducido por un Jefe de Estado interesado en el efectismo político –como fueron los encuentros con el dictador norcoreano- y los algoritmos de las redes sociales. Con todo, respecto a Medio Oriente el respaldo incondicional al tradicional aliado israelí llegó a niveles superlativos, facilitando la aproximación de dicho Estado con Emiratos Árabes Unidos y Bahrein, desplazando las tradicionales coordenadas geopolíticas en el área.

Desde luego, el triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales, confirmado por el Colegio Electoral, no conllevará un cambio radical en materia de política exterior, considerando que el nuevo inquilino de la Casa Blanca deberá acercarse a los sectores más conservadores y buscar acuerdos, lo que no obsta para que la diplomacia de Estados Unidos siga un camino menos estridente y abierto al diálogo, por ejemplo, respecto de temas como la competencia china, rusa o el Medio Oriente y las relaciones transatlánticas, desde el punto de vista geográfico, o sobre el medio ambiente y los asuntos nucleares, bajo una perspectiva temática. La nominación de Anthony Blinken como nuevo Secretario de Estado augura, de hecho, un camino distinto, considerando su notorio bagaje como multilateralista, lo que lleva a suponer una nueva etapa en las relaciones entre Estados Unidos y las Naciones Unidas, tan dañadas durante la administración de Donald Trump, particularmente respecto de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Según se desprende del artículo “An Obama Restoration on Foreign Policy? Familiar Faces Could Fill Biden’s Team”, escrito por Michael Crowley para The New York Times, un notable desafío de Biden en materias diplomáticas será marcar su estilo personal, tomando en cuenta que diversos sectores le han señalado como un restaurador de las políticas de Obama, quizás recordando su contribución a los acuerdos con Irán o el acercamiento de Washington con La Habana. Como no se puede garantizar, tal vez conviene mirar su trayectoria como integrante del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, entre 1997 y 2009. Antes de esa fecha, ya como senador había prestado atención a los acuerdos de armamentos con Moscú, rechazado vocalmente al apartheid sudafricano en 1986, y expresado una firme oposición a emprender una campaña bélica en el Golfo en 1990.

En 1999 el Senador Biden copatrocinó la resolución, de autoría de John McCain, para el uso de la fuerza para cumplir los objetivos de Estados Unidos y la OTAN en la ex Yugoslavia, asegurando que para lograr la democracia en Serbia era necesaria la salida de Milosevic. Asimismo, tras los ataques a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, el 14 del mismo mes apoyó en la Cámara Alta otra autorización para la utilización de la fuerza militar contra los responsables de los atentados. En 2002, como Jefe del Comité de Relaciones Exteriores del Senado sería partidario de proseguir la campaña contra el Terrorismo en Iraq -personificada en Saddam Hussein- aunque con argumentos distintos a los de la denominada guerra preventiva propugnada por George W. Bush.

Además, como candidato propuso una Cumbre internacional para “organizar al mundo libre”, expresión de su acendrado Wilsonismo, contemplando la participación de Estados y empresas, especialmente aquellas vinculadas con las nuevas tecnologías de la información. Entre los puntos más destacados de la reunión estaría, desde luego, la defensa de los intereses vitales estadounidenses, el cese de las guerras infinitas, la renovación y restablecimiento de las alianzas, el regreso a la diplomacia particularmente en lo concerniente a la posesión de armas, y un trabajo conjunto en la crisis climática. Esta última suponía el ahora anunciado regreso al Acuerdo de París. Según señala el Almirante en retiro y analista político estadounidense James Stavridis, en una columna para Bloomberg (“A Preview of Biden’s Foreign Policy”), sería justamente el tema medioambiental uno de los puntales de la política exterior de Biden, donde buscará posicionar a Estados Unidos como un líder global, para lo cual se hará necesaria la cooperación mutua con China. En el fondo, la diplomacia americana con la nueva administración buscará reposicionar a un Estados Unidos severamente dañado en su imagen internacional, particularmente en lo relacionado en uno de sus puntos principales de proyección externa, cuál es su régimen democrático.

Sobre la base de todo lo anterior, cabe por último reflexionar respecto del papel que podría tener América Latina, particularmente el Cono Sur, en la nueva política exterior de Estados Unidos. Se trata de una región ya conocida para el Presidente electo, con la cual podría colaborar conjuntamente y con un enfoque renovado en variadas temáticas, particularmente en lo relacionado con el enfrentamiento de la pandemia, la integración regional, el comercio, la ciencia y tecnología, las migraciones y la seguridad y defensa, entre muchos otros temas de igual o mayor trascendencia geopolítica. Ello sería especialmente relevante considerando que se trata de un área que no ha estado tradicionalmente en un lugar prioritario de la diplomacia estadounidense. Desde el Cono Sur será un desafío igualmente construir una nueva relación con la potencia norteamericana, considerando la importancia de las relaciones de los países con China. Los gobiernos deberán asumir esta dualidad con una perspectiva moderada, pragmática y no ideológica, por cuanto se trata de socios de trascendencia en materia de política exterior y desarrollo los que, más allá de la mutua competencia, son fundamentales para la construcción de la gobernanza global post pandemia.

En consecuencia, la llegada de Biden acarreará una transformación en materia de política exterior de Estados Unidos, aunque los cambios no serán radicales. Tampoco es probable que haya una fuerte reducción del gasto de defensa en ese país. Por lo que se asistirá a una renovada versión del Wilsonismo, altamente flexible, donde la opción por el multilateralismo no será óbice para que la disuasión siga cumpliendo un papel fundamental en pos de los intereses de la superpotencia, teniendo el Pentágono y las fuerzas armadas un papel trascendental en la proyección del poderío estadounidense.

 

Gilberto Aranda es académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile y Doctor en Estudios Latinoamericanos por la misma universidad.

Jorge Riquelme es Doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de la Plata y colaborador del Instituto de Relaciones Internacionales de la misma institución académica.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.