Ya no solo es la bancada comunista. Ni el gobierno de la transversalmente admirada Jacinta Ardern en Nueva Zelanda. Ni el Fondo Monetario Internacional. Ahora es la propia ONU la que ha propuesto un impuesto a los súper ricos, en la voz de su secretario general, Antonio Guterres. Según el dignatario, “los últimos informes indican que ha habido un aumento de 5 billones de dólares en la riqueza de los más ricos del mundo en el pasado año”, por lo que urgió a los Gobiernos a “considerar un impuesto de solidaridad o sobre la riqueza para aquellos que se han beneficiado durante la pandemia, para reducir las desigualdades extremas”.
Y es que uno de los patrones más recurrentes que se usan para describir la relación entre crisis económicas, grandes empresarios y trabajadores la socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias. Al comienzo de esta pandemia, que es al mismo tiempo la peor crisis económica que ha conocido el país y el mundo en décadas, mencionábamos cómo las decisiones que se tomaran, desde el principio, podrían incidir en que al final de la crisis ocurriera (o no) lo mismo que tantas otras veces: que los ricos terminaran más ricos, y los pobres, más pobres.
Partamos por lo primero: las siete familias más ricas de Chile sumaron US$15.600 millones en sus fortunas durante el 2020, según Forbes. Es decir, ganaron $30.772.000.000 de pesos al día en el año en que la mayoría de las familias se empobreció. Ahora comparemos con lo segundo: mientras los grupos más ricos de Chile (Luksic, Piñera, Ponce Lerou, Saieh y Angelini, entre otros) han subido considerablemente sus fortunas, un informe del Banco Mundial reporta que 2,3 millones de personas pasaron de la clase media a la vulnerabilidad. Podría decirse que se trata de un destino trágico, como los de las óperas, más aún si suele ser el resultado de las crisis económicas que ha conocido la Humanidad en las últimas décadas, pero no es obra de la naturaleza, sino de las políticas que se aplican o se dejan de aplicar, junto con las relaciones de poder al interior de las sociedades.
Si bien el proyecto de ley en discusión ha dejado de ser denostado y/o ridiculizado, en la medida que importantes instituciones internacionales han suscrito una idea similar, sí persisten críticas a la mala redacción del proyecto o a su difícil aplicación e incierta recaudación. Si tales cuestionamientos fueran ciertos, ello en todo caso no clausuraría el debate sobre cómo en apenas 9 meses y medio de pandemia (mediados de marzo-diciembre 2020) la suerte de un pequeño grupo de ricos y del resto de la población llegó a ser tan dispar, ni cuales son las acciones que debe realizar el Estado para corregir de verdad esta situación, incluyendo la recurrencia a la herramienta tributaria, mecanismo por excelencia no solo de recaudación, sino también de corrección de desigualdades.
Es evidente es que si por un lado la extrema riqueza se incrementa cuando la economía del país y la gran mayoría de la población cae, y además aumenta la recaudación fiscal por el precio del cobre, por el otro no resulta comprensible que los costos de la crisis sean financiados por el propio bolsillo de los trabajadores, a través del retiro de fondos de las AFPs y el seguro de cesantía. Dificulto que alguien pueda cruzarse de brazos, ni menos balbucear una defensa, cuando la totalidad del segundo retiro de los fondos de pensiones casi equivale a las ganancias solo del grupo Luksic durante el año 2020. No se puede tapar el sol con el dedo meñique.