La pandemia del Covid-19 volvió a revelar la segregación y la desigualdad al interior de la capital, la cual llega a expresarse incluso en la proliferación de un virus como el que nos ha asolado. Los llamados “condicionantes sociales de la salud” operaron brutalmente contra los habitantes de las zonas populares, quienes, literalmente, se enfermaron más y se murieron más por solo vivir donde viven. Sus trabajos, en general de ejecución física y por lo tanto no susceptibles al teletrabajo, les obligaron a hacer largos trayectos en locomoción pública, hacinados como siempre, debido a la lejanía de los empleos y a la falta de frecuencia del transporte. Muchos se contagiaron ahí.
Lamentablemente, para estas miles de personas no existe la posibilidad de elegir. Si no hay locomoción colectiva no hay otra forma de desplazarse y así se vio el pasado domingo, cuando en muchas comunas las personas atiborraron los paraderos de micros tratando de llegar a ejercer su derecho al voto. No hay pruebas de que haya sido una acción deliberada, pero sí se trató de una negligencia que, además, no fue reconocida por las autoridades, cuando las imágenes en toda la ciudad eran elocuentemente transmitidas en directo por la televisión. En los hechos, una afrenta contra estos sectores a los cuales se les pide que participen de la democracia, pero no se les dan motivos ni facilidades para aquello.
Desafortunadamente, en Santiago el problema del transporte es cotidiano y no se remite a un día ni a un hecho puntual. La desregulación urbana ha ido expulsando cada vez más lejos a los pobres de la ciudad, los que por lo tanto deben encontrarse al menos con dos problemas simultáneos: primero, por sus bajos salarios, ocupan una mayor proporción de sus ingresos en transporte; y segundo, demoran mucho más tiempo en ir y volver a sus trabajos, llegando incluso a más de tres horas en algunos casos. Un tremendo contraste con los sectores acomodados, que disponen de más de un vehículo propio, cuentan con carreteras expeditas provistas por la inversión pública y tienen trabajos cercanos a sus viviendas.
Esta expresión es una de las más brutales de la desigualdad en que transcurre la vida cotidiana en Santiago. Los expertos han señalado una y otra vez que la desregulación del suelo ha concedido, en los hechos, atribuciones al poderoso gremio inmobiliario en la (no) planificación territorial, para sus propios intereses. Por otra parte, los esfuerzos del Estado han estado fuertemente destinados a la construcción de carreteras, preferentemente para los sectores de altos ingresos, pero no para la creación de polos intermedios que le permitan a las personas realizar trayectos más cortos. Menos aún se ha avanzado en generar las condiciones para que se cumpla la frase “un país desarrollado es aquel donde los sectores acomodados prefieren el transporte público al privado”.
Estas condiciones estructurales al interior de las ciudades requieren un nuevo paradigma y una nueva gobernanza. La existencia de los gobernadores regionales, cuyas atribuciones deben ser evidentemente reforzadas, es un paso. Pero acto seguido se requiere un salto para que ciudades como la capital no sean tan desiguales. Aquello requiere un fuerte protagonismo público en la organización del territorio y sus actividades para que los santiaguinos, en palabras de Miguel Hernández, “no sientan la vida como una guerra”.