Qué hace realmente el libre comercio y por qué debemos desconfiar de él

  • 19-02-2024

En los debates recurrentes sobre los distintos acuerdos de libre comercio y el lugar que ocupa la agricultura en ellos, a menudo se olvida un elemento: los fundamentos teóricos de esta política de liberalización del comercio. Recordar estos fundamentos nos permite adoptar un enfoque muy diferente al de los debates actuales, que a menudo no aciertan.

El punto de partida de la voluntad de liberalizar el comercio es la famosa teoría formulada por el economista británico David Ricardo en 1817, en el capítulo 7 de sus Principios de economía política y fiscalidad. Esta teoría de la «ventaja comparativa» se oponía a la formulada tres décadas antes por Adam Smith en su Riqueza de las naciones (libro II, capítulo 5).

Para Smith, el comercio internacional tenía que ver con el excedente de producción que el consumo nacional no podía absorber. Este excedente puede venderse en el extranjero, y este comercio no tiene más que ventajas: fomenta la productividad de las actividades en cuestión y permite financiar la compra de lo que el país no produce.

Esta visión, resumida por la expresión «vent for surplus», supone que el comercio es simplemente el producto de un excedente. Por lo tanto, se da prioridad a las necesidades domésticas. La teoría de Smith siempre ha sido considerada por los primeros economistas capitalistas como una especie de «reliquia mercantilista», en palabras de John Stuart Mill.

Adam Smith tenía un pie dentro del capitalismo y otro fuera. Durante mucho tiempo, el comercio internacional fue ante todo una actividad destinada a procurarse lo que escaseaba. Aunque había algunas empresas dedicadas a este comercio, la mayoría lo veía como una limitación a la producción. Poco a poco, el pensamiento mercantilista convirtió el comercio en un fin en sí mismo, pero en el contexto de un excedente. La parte de la producción no destinada al consumo local se convirtió en un instrumento de política de poder, que permitía acumular el oro y la plata necesarios.

Esta forma de pensar es todavía la de Smith. Tiene elementos capitalistas: producción orientada exclusivamente a los mercados y al beneficio. Pero aún conserva elementos precapitalistas muy poderosos: la función de la acumulación es política, y las necesidades domésticas siguen siendo la prioridad de la producción.

La especialización a través del comercio

Con el desarrollo del capitalismo, la función de la producción cambió: su objetivo principal era producir beneficios. Esta fue la nueva definición de las necesidades sociales. En este contexto, la función del comercio internacional ya no puede consistir simplemente en gestionar los excedentes o déficits de producción, sino que debe aspirar a maximizar los beneficios.

Este es el fundamento de la teoría ricardiana, que ha sido el punto de referencia del libre comercio hasta nuestros días. Veamos brevemente esta teoría de la ventaja comparativa. Ricardo imagina dos países, Portugal e Inglaterra, que producen dos bienes: tela y vino.

Sin comercio, Inglaterra necesita 120 unidades de trabajo para producir en un año una cantidad de vino equivalente en valor a una cantidad de tela, cuya producción requiere 100 unidades de trabajo. Para el mismo valor, Portugal necesita 80 unidades de trabajo para producir vino y 90 para producir paño.

La idea de Ricardo es que el comercio entre las dos naciones permite a ambos países especializarse en beneficio propio en sus sectores más productivos. Aunque ambos productos sean más productivos, a Portugal le convendría abandonar el paño en favor del vino, que es más productivo.

La teoría ricardiana es una teoría de la especialización interna, o de la mejor asignación interna de recursos a través del comercio internacional.

Esta especialización permitiría a Inglaterra «ahorrar» mano de obra y financiar sus compras de paño inglés, aumentando al mismo tiempo los beneficios de la industria vinícola. A partir de entonces, Inglaterra, por su parte, no tendría interés en producir vino caro y podría concentrarse en producir paño, cuya demanda portuguesa estaba asegurada, y que era más rentable.

Para el economista, el comercio internacional tiene una virtud fundamental que no tiene el comercio nacional: permite intercambiar por el mismo precio mercancías con valores laborales diferentes. «Por ejemplo, Inglaterra daría el producto del trabajo de 100 hombres por el producto del trabajo de 80 hombres. Un intercambio así no puede tener lugar entre individuos de un mismo país», resume. El resultado es una producción especializada más rentable y unas importaciones más baratas que la producción abandonada.

La teoría de Ricardo no es, pues, una teoría de la ventaja absoluta, en la que el país más productivo o «más barato» sale ganando. Es una teoría de la especialización interna, o de la mejor asignación de recursos a través del comercio internacional. Lo importante de la ventaja comparativa es que la comparación no se hace entre países que comercian, sino entre los sectores internos de esos países.

El argumento de Ricardo es que, en nombre de la eficacia económica, es decir, de la rentabilidad global (hoy diríamos «crecimiento»), es necesario sacrificar las actividades menos productivas de un país. Y ésta es la función principal del comercio. Así que la cuestión no es tanto la competitividad entre países como la competitividad entre sectores.

La construcción de un mito

La teoría de Ricardo tuvo un impacto considerable y bastante rápido. En Inglaterra, en las décadas de 1830 y 1840, el principal problema fueron las Leyes del Maíz (Corn Laws), que introdujeron un arancel protector para la agricultura inglesa. Se trata de uno de los grandes debates de la historia económica del capitalismo, y tiene un gran eco en los debates actuales.

En aquella época, la agricultura inglesa era extremadamente productiva. Desde finales de la Edad Media, los terratenientes ingleses habían tratado de aumentar la productividad para contrarrestar la escasez de mano de obra y el aumento de los salarios agrícolas. Esto, junto con la conquista colonial y la esclavitud, permitió financiar el desarrollo industrial del país.

Para los industriales ingleses, la agricultura se convirtió en una carga. Sin duda era más productiva que en el continente, pero seguía ocupando demasiada mano de obra y capital que podrían aprovecharse mejor en otros lugares. Así pues, se pone en marcha un movimiento para levantar la protección a las importaciones de trigo.

La idea era estrictamente ricardiana: la agricultura estaría sometida a la competencia extranjera y necesitaría capital para ser aún más productiva y seguir siendo competitiva. Pero la industria británica era mucho más productiva y rentable, y era allí donde iría el capital. La agricultura sería entonces sacrificada en favor de la industria, que vería reforzado su dominio mundial y su rentabilidad por la afluencia de mano de obra del campo y la consiguiente caída de los salarios.

En 1846, el Primer Ministro Robert Peel decidió abolir las Leyes del Maíz, provocando la rápida desaparición de la agricultura británica. Hasta 1931, el Reino Unido fue el país líder del libre comercio, atrayendo incluso a Francia, con la que firmó un tratado de libre comercio en 1860 que estuvo en vigor hasta 1898. La industria británica pagó un alto precio por ello: pronto se vio superada por la de Alemania y Estados Unidos.

Esta victoria de los defensores del libre comercio hizo que la teoría ricardiana se convirtiera en una fuerza formidable. Incluso resistió el abandono por parte de la corriente económica dominante de la teoría laboral del valor en la que se basaba la idea de Ricardo. El propio Keynes consideraba a Ricardo como el economista «más brillante» del pasado, aunque en los años treinta el maestro de Cambridge se mostrara cada vez más partidario del proteccionismo.

En los años 50, la teoría ricardiana fue incluso resucitada, transformada en una ecuación matemática con el llamado teorema de Heckscher-Ohlin-Samuelson, que debía reconocer algunos efectos negativos en casos concretos. Uno de sus autores, Paul Samuelson, Premio Nobel de Economía en 1970 y padre de la síntesis entre economía neoclásica y economía keynesiana, llegó a decir que la teoría de Ricardo era «a la vez la más contraintuitiva y la más verdadera» de todas las ciencias humanas.

Así pues, las «ventajas comparativas» volvieron a estar lógicamente de moda en los años setenta y ochenta, cuando, ante el declive de la rentabilidad global de las economías occidentales, éstas trataron de «deshacerse» de ciertas actividades, al igual que los capitalistas ingleses habían tratado de deshacerse de la agricultura.

La teoría ricardiana rigió así la globalización, justificando la deslocalización de las industrias menos productivas fuera de Occidente para concentrarse, en teoría, en las actividades más rentables.

El fracaso de la globalización

Es importante comprender la lógica del libre comercio: es la reestructuración interna de las economías nacionales. En otras palabras, es el sacrificio consciente de ciertas actividades en nombre de la competitividad global de la economía. Por tanto, todo lo que se diga de «proteger» estas actividades en el marco de un acuerdo de libre comercio alegando competencia «desleal» es hipócrita. El problema no es la competencia desleal, sino la especialización nacional.

Los efectos de la globalización también deben considerarse desde este punto de vista. Se supone que la especialización de las economías mejorará la productividad y los beneficios, y por tanto la innovación y el empleo, a través de un movimiento general hacia arriba en el mercado. Esta fue la idea dominante de los años 90, la famosa «economía del conocimiento» ensalzada por todos los informes de la época y que supuestamente crearía una nueva ola de crecimiento.

Pero eso es precisamente lo que no funcionó. Mientras que la primera parte del teorema ricardiano, la de la especialización, se ha cumplido, la segunda, la de la productividad, no. La especialización ha favorecido la acumulación de capital, pero a costa de una disminución constante de las ganancias de productividad.

En Francia, por ejemplo, la economía se ha especializado en torno a algunos sectores (aeronáutica, cruceros, agroalimentación, bienes de lujo y finanzas), pero esta especialización no ha conducido a un refuerzo de la base productiva, sino todo lo contrario. Al contrario, hubo que desplazar puestos de trabajo de los sectores sacrificados al sector servicios.

La consecuencia no fue un fortalecimiento sino un debilitamiento de la productividad. Para superar esta paradoja, hubo que reducir los salarios reales (como ha demostrado un reciente estudio del Institut de recherches économiques et sociales) y empobrecer al Estado mediante recortes fiscales y privatizaciones. En estas condiciones, la situación económica y social no ha hecho más que deteriorarse. Hasta tal punto que la agricultura francesa parece ahora demasiado improductiva para la zona euro y debe, a su vez, ser engullida por el Moloch del libre comercio.

El sacrificio es tanto más delicado cuanto que, en el caso de Francia, va unido a un segundo efecto ligado a la zona de libre comercio que es la Unión Europea: la especialización se produce a escala de los 27 Estados miembros y aumenta los desequilibrios internos.

No se trata de una situación aislada para las empresas de los países «ricos». Estados Unidos y el Reino Unido han corrido la misma suerte, e incluso países que se han mantenido industrializados, como Alemania e Italia, han sufrido los efectos negativos de la especialización. Ya a finales de los años 90, el economista de origen turco Dani Rodrik puso de relieve los terribles efectos sociales del libre comercio generalizado y la especialización en las economías occidentales.

Si seguimos la lógica ricardiana, no tiene nada de sorprendente que su efecto sea ampliar las desigualdades internas, ya que lo que está en juego en la liberalización del comercio internacional es la especialización. Es lo que demostró el economista Branko Milanović en su libro Inégalités mondiales (traducido al castellano por el Fondo de Cultura Económica): las desigualdades entre países han disminuido, pero las desigualdades dentro de los países han aumentado, y las clases trabajadoras occidentales han sido las principales perdedoras de la globalización. Así lo demuestra su famosa «curva del elefante» sobre la evolución de los ingresos entre 1988 y 2008.

A pesar de estas evidencias, sigue habiendo resistencia al libre comercio, sobre todo en la Unión Europea y en ciertos sectores de la izquierda, donde se siguen pregonando los efectos beneficiosos de los acuerdos comerciales sobre el crecimiento potencial, la prosperidad y la paz.

Las raíces de esta resistencia se encuentran tanto en la teoría ricardiana, que rara vez se cuestiona, como en certezas, como la idea de que el proteccionismo está indisolublemente ligado al empobrecimiento, al nacionalismo y a la guerra. Se trata de otro elemento clave de la doctrina del librecambio, la del «comercio suave» de Montesquieu, que sustituiría a la guerra.

En realidad, el proteccionismo no suprime el comercio, y el periodo que condujo a la Primera Guerra Mundial fue un periodo de proteccionismo, creciente interdependencia y… una escalada hacia la guerra.

Por otra parte, el libre comercio preconizado por el Reino Unido de 1846 a 1931 correspondió también al apogeo del imperialismo británico, mientras que el proteccionismo estadounidense del mismo periodo tendía a apoyar una visión aislacionista de la joven nación.

Falsos debates, verdaderos problemas

En realidad, el libre comercio y el proteccionismo parecen ser dos caras de la misma moneda, la de los altibajos de la producción de valor en el capitalismo. A veces es ventajoso para los capitalistas defender el libre comercio; otras veces son más partidarios del proteccionismo. Y esto es precisamente lo que el simplismo de la teoría ricardiana no logra captar.

La globalización ha propiciado la aparición de dos grandes potencias económicas, China y Estados Unidos, ambas deseosas de consolidar y ampliar sus áreas de influencia y sus dominios y prerrogativas reservados. En estas condiciones, el proteccionismo ha vuelto a ser una práctica aceptable.

A esto se añade el constante conflicto interno entre sectores. Unos piden protección para no desaparecer, otros apertura para aprovechar la especialización. Estos frentes están cambiando. Durante mucho tiempo, el sector agrícola defendió el libre comercio en una lógica ricardiana. Ahora es víctima y pide protección.

Cada partido intenta entonces atraer a los ciudadanos hacia sí afirmando que los intereses del capital son los suyos propios. Esto se hace a menudo separando a productores y consumidores.

Este debate es muy similar al de la competencia en los mercados nacionales. Regularmente pedimos más competencia para resolver los males de la economía. Pero olvidamos sus efectos perversos, en particular sobre el empleo y los salarios, y olvidamos también que son las fases de competencia las que producen fases de concentración.

Nuestra época está saliendo de un largo periodo de apertura comercial, cuyos efectos nocivos sobre nuestras sociedades están a la vista de todos. Pero aunque el proteccionismo permita proteger a los sectores menos competitivos o amenazados, no resuelve la cuestión central, que es la de la finalidad de la producción y los medios de satisfacer las necesidades sociales.

Ni el libre comercio ni el proteccionismo son realmente capaces de hacer frente a estos desafíos. El proteccionismo es ante todo un medio de defender el capital nacional basado en las rentas. No es más social ni más progresista que el libre comercio, y no ofrece ninguna garantía de una mejor redistribución de la renta.

Antes de 1846, los defensores británicos del libre comercio se complacían en denunciar el «pan caro» como consecuencia de las Leyes del Maíz (Corn Laws). Pero una vez establecidas las Leyes del Maíz, fueron los salarios los que sufrieron la presión…

En su Discurso sobre la cuestión del libre comercio, Karl Marx resumía así este falso dilema: el obrero «verá que el capital que se ha liberado no le hace menos esclavo que el capital que ha sido vejado por las costumbres». Hoy podríamos sin duda darle la vuelta a la proposición y llegar a la misma conclusión. Si bien el modelo ricardiano ya no parece adaptarse realmente al funcionamiento de un capitalismo agotado, el proteccionismo no es en sí mismo una solución.

Por lo tanto, parece urgente alejarse de la ilusión de la posibilidad de «mejorar» el libre comercio, y también de la ilusión de «proteger» lo que ya existe mediante derechos de aduana. Bajo la presión de las consecuencias de la globalización y de la crisis, hay que dar prioridad a la organización de la producción en respuesta a las necesidades. Sin duda hay que volver a una visión del comercio internacional guiada no por la rentabilidad sino por esta exigencia.

Romaric Godin

Traducción: Antoni Soy Casals.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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