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Molestia por la falta de apoyo del Estado, frustración por la ausencia de respuesta a las demandas sociales y tristeza por la criminalización de las protestas.
A cinco años del 18 de octubre, Radio y Diario Universidad de Chile conversó con cinco víctimas del estallido social. Estas son sus historias y algunas de sus principales conclusiones sobre el hito que cambió para siempre sus vidas.
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Primero le tiraron una lacrimógena a la pierna que le rozó la canilla. Después, escuchó un disparo y no sintió dolor, sino una fuerte presión.
Era viernes 18 de octubre de 2019 y Valeska Orellana no estaba del todo enterada de lo que estaba pasando en Santiago. Esa tarde estuvo reunida con unos amigos en un bar y a eso de las cinco, se fue junto a su pareja a Estación Central, para tomar un tren a Buin.
En la estación los ánimos estaban caldeados. En el contexto de las protestas por el alza en el pasaje del transporte público, un grupo de carabineros cubrieron los torniquetes que daban acceso al metro tren, la salida que iba hacia el terminal de buses interurbanos y luego, también la que llevaban al metro.
Estaban encerrados. No solo Valeska y su pareja, una decena de otras personas, entre ellas niños y adultos mayores. Todos se pusieron a protestar, algunos con más violencia que otros, hasta que eventualmente los carabineros comenzaron a disparar.
Así fue como Valeska se convirtió en la primera baleada del estallido social. Un perdigón le impactó en la zona inguinal y un video de ella, caminando a duras penas y con sangre cayendo por su pierna, se viralizó en redes sociales.
Valeska estaba estudiando técnico en enfermería y le quedaba muy poco para salir de la carrera, por lo que se aventuró a hacerse un primer diagnóstico. “Yo pensaba que me había perforado una arteria o algo así, porque era mucho el sangrado”, recuerda.
Horas más tarde, ya en la clínica, los doctores le dijeron que un perdigón de metal le había perforado la vena femoral. La cirugía para extraer el proyectil se programó para el día siguiente del ataque, el 19 de octubre. Era urgente que la operaran, pero el procedimiento se atrasó un par de horas, porque la llegó a ver un representante del Gobierno: el ministro de Salud, Jaime Mañalich.
Valeska cuenta que Mañalich le prometió el cielo y la tierra. Le pidió disculpas en nombre del Gobierno y le dijo que ellos financiarían sus gastos médicos. Nunca cumplió con esos compromisos.
Ahora, cuando ya han pasado cinco años desde ese extraño encuentro, Valeska reflexiona sobre los motivos que llevaron a Mañalich a visitarla.
“Yo creo que es por lo típico que se empiezan a hacer presentes los políticos y es como para limpiar su imagen, más pantalla. Si hubiera sido por algo que a él realmente le hubiera preocupado yo creo que va él solo, sin necesidad de llamar a la prensa, con tanta escolta o haber esperado, por último, que yo estuviera en mejores condiciones”, opina.
Los meses que vinieron después fueron complejos para Valeska, de recuperación física y psicológica. Le costó volver a caminar con normalidad y sus estudios quedaron interrumpidos por algún tiempo. Sin embargo, lo más complejo fueron los días inmediatamente posteriores al disparo, cuando desde su cama en la clínica, escuchaba disparos y veía como pasaban helicópteros y tanques.
“Escuchaba un disparo y lo asimilaba inmediatamente con la situación mía. Hasta el día de hoy me pasa lo mismo, quedé con ese miedo. No puedo escuchar un estallido, algo así, porque me asusta, quedo paralizada”, confiesa.
Valeska dice que todavía no ha sanado del todo y que tiene la percepción de que el ataque no ocurrió hace tanto. También siente una profunda frustración. Cree que después de todo, el estallido social no sirvió para nada y que las cosas siguieron igual que siempre.
“Lo que generó el estallido es esa mala imagen de que manifestarse es igual a andar tirando piedras, pero no es eso. Manifestarse es legal y aún así, como que hoy día no se puede. Ni siquiera la marcha más pacífica puede andar pacífica porque tienen que estar encima carabineros, el guanaco, tanta cosa. Me pasa eso, de que todo el sacrificio que hubo de por medio fue para no llegar a nada”, lamenta.
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El esposo de María Román, Manuel Muga, se perdió el 20 de octubre de 2019. Había salido a comprar una torta, pero no volvió a su casa en todo el día. De inmediato, su familia comenzó a preocuparse. Tenía 59 años, era hipertenso, tenía diabetes y usaba insulina inyectable.
Ayudados por amigos y vecinos, lo buscaron por todos lados, en comisarías, por los cerros y en recintos hospitalarios. Jamás pensaron que fuera una de las cinco personas que fallecieron en el incendio de la fábrica Kayser.
María se enteró de la noticia unos cinco días después del incendio y se le vino el mundo encima. “Porque me mataron, esa es la realidad de las cosas, fue la mitad de mi vida. Yo no lo podía creer, ni mi familia ni mis vecinos, porque todo el mundo le conocía como era. Era jardinero de unos colegios de Renca, porque por su enfermedad no podía trabajar en cosas más pesadas, fue realmente terrible”, afirma.
Al dolor por la partida de Manuel se ha sumado una gran incertidumbre. De acuerdo al informe final de la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados sobre el caso Kayser, éste ha estado plagado de negligencias por parte de organismo estatales.
El mismo día del incendio un funcionario de carabineros grabó un video en el que aparecían los cuerpos de las víctimas y el registro se viralizó. La policía tampoco cercó el terreno para cuidar las evidencias y la Fiscalía, por su parte, ha sido acusada de actuar con demasiada lentitud.
A todo lo anterior se añaden las interrogantes sobre la causa misma de las muertes. Inicialmente, se señaló que fueron por inhalación de gases, pero después, un informe del Equipo Chileno de Antropología Forense y Derechos Humanos (ECHAF) dio cuenta de la probable existencia de lesiones pre y perimortem, es decir, antes y durante la muerte de las cinco víctimas.
Justamente, porque existen sospechas de que terceros hayan interferido, el año pasado se realizó la exhumación para nuevas pericias de los cuerpos de dos víctimas: Yoshua Osorio y Andrés Ponce.
María Román considera que todas las irregularidades se deben a un intento por ocultar lo que pasó y apunta a la responsabilidad de la propia empresa.
“Kayser había contratado un seguro seis meses antes, un seguro contra incendio, contra saqueo y ellos ya cobraron ese seguro, que son miles y miles de millones de pesos”, dice.
María cuenta que el daño provocado a su familia y a la de los otros cuatro fallecidos en Kayser ha sido tremendo y prácticamente todos están con ayuda psicológica. Para ellos es esencial que se aclaren las circunstancias en que murieron sus familiares. Además, tienen sus esperanzas puestas en que el sitio donde se encontraba la fábrica y que ahora servirá para la construcción de viviendas sociales, incorpore un memorial en honor a ellos.
De hecho, en abril de este año, ingresaron una solicitud formal al Consejo de Monumentos Nacionales para que la ex fábrica Kayser se convierta en el primer sitio de memoria por hechos ocurridos en democracia.
“Vamos a tener un sitio de memoria. Lo tenemos destinado para hacer cultura y además, para que Renca y el país no se olviden de los hechos que pasaron ahí. Porque ahí hubo un crimen, no es que ellos hayan ido, se hayan tirado al suelo y se hayan quemado. O que fueran a saquear, porque a mi nadie me ha confirmado y me ha dicho: ‘Su esposo fue a saquear’. Esa es una gran mentira, porque mi esposo no era así”, señala María.
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Alejandro Torres es comunicador audiovisual hace más de 20 años y cuando comenzó el estallido social, trabajaba como camarógrafo, prestando servicios al canal de televisión Mega.
Alejandro es oriundo de Chiguayante, una de las varias comunas pertenecientes al Gran Concepción y fue precisamente allí donde se dirigió el martes 22 de octubre, para cubrir el saqueo a un supermercado.
En el lugar habían varios carabineros, que el camarógrafo precisa, eran de la misma comuna y no de fuerzas especiales. De todas maneras, asegura que estaban “bien preparados”, cargados con escopetas antimotines y bombas lacrimógenas.
El camarógrafo, por su parte, estaba con un periodista que se bajó antes que él del vehículo en el que andaban.
“Me quedé en el auto hasta que pasaron diez, quince minutos y luego escuché que empezaron a disparar primero lacrimógenas. O no sé, no me acuerdo mucho si dispararon lacrimógenas o las escopetas antimotines. La cosa es que al escuchar el ruido me bajé, saco mi cámara y no avance ni dos, tres pasos, cuando sentí un impacto en el ojo”, relata.
Alejandro es uno de los cientos de heridos oculares que dejó el estallido social. En su caso, fue por el impacto de un perdigón que entró por la zona de la nariz. No perdió el globo ocular, como sí le ocurrió a otros, pero los médicos rápidamente le dijeron que no volvería a ver por su ojo izquierdo.
Para él, la noticia fue muy dura, porque su visión era su principal implemento de trabajo.
“Los primeros meses me cuestionaba. Uno tiene incertidumbre, ansiedad, tuvo hartos procesos psicológicos fuertes y aparte, un poco de paranoia, sentía que me seguían. Pero claro, lo primero que se me vino a la mente cuando me dijeron eso, que ya no iba a volver a ver por mi ojo izquierdo… Se me fue el mundo abajo. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿En qué voy a trabajar? Quedé bastante triste, súper mal”, recuerda.
Luego del ataque, vino la pandemia. Meses que fueron difíciles, de incertidumbre laboral, de adaptación y también de frustración, porque el proceso judicial en que se investigaba a su agresor partió bastante lento.
Entre 2019 y 2022, Alejandro se desempeñó como camarógrafo en una sola oportunidad, por lo que terminó trabajando con un primo, administrando un estacionamiento. Recién en 2023 tuvo una gran oportunidad, cuando un productor lo llamó para ser parte de los Juegos Panamericanos.
“Fue para un evento súper importante y lo que me ofrecía era la mejor pega que he tenido en toda mi vida, entonces, estaba súper feliz. Le conté que para el estallido había quedado ciego de mi ojo izquierdo y me dijo: ‘Dame una semana para plantearlo y te llamo’. Pasó una semana, me llamó, me dijo que no había problema, así que trabajé para los Panamericanos y después me llamaron para los Parapanamericanos”, indica.
Alejandro cuenta con una amplia red de apoyo familiar, con el respaldo del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) y de Amnistía Internacional tuvo acceso tanto al primer programa de reparación estatal de heridos oculares, PIRO, como a su continuación durante el Gobierno del Presidente Gabriel Boric, PACTO.
Incluso, ha sido una de las pocas personas que ha podido obtener justicia. En abril de este año se convirtió en el primer indemnizado por una lesión ocular provocada durante el estallido y dentro de poco, empezará el juicio penal en contra de Luis Mahuzier, el comandante de Carabineros que le disparó.
Sin embargo, afirma que siente pena y rabia en nombre de aquellos que no han conseguido lo mismo que él.
“Conozco a hartos compañeros que sufrieron daño y que ni siquiera tienen la pensión de gracia. Tampoco tienen ayuda judicial, entonces están súper vulnerables. Lo mismo que pasó en Santiago, en casos de compañeros que se suicidaron. Es paradójico. He conseguido cosas para cerrar el ciclo, pero también he visto que otras personas no han conseguido nada. Es súper injusto, porque creo que en el fondo, el daño es el mismo”, estima.
A todo lo anterior se agrega su preocupación por el olvido. Le duele que las personas solo se recuerden los hechos de delincuencia y dejen de lado las demandas sociales que motivaron las protestas.
“Eso es lo que más me llama la atención, ver gente que olvida y que cambia sus versiones, que se da vuelta la chaqueta. Que eran todos delincuentes y el país lo destruyeron, lo hicieron tira, lo quemaron, solo hablan de eso y no de otras cosas. La verdad es que es un poco desolador pensar que a lo mejor de aquí a un par de años nadie se va a acordar. Sería muy triste, como país seríamos penca”, opina.
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Ximena Valdebenito describe a su hermano Cristián como una persona con un importante compromiso social. Cuenta que siendo solo un niño salió a protestar contra la dictadura y que le preocupaba las condiciones en las que vivían las personas de su barrio en Puente Alto, la falta de acceso a educación y las malas jubilaciones de los adultos mayores.
En el plano más personal, Cristian cumplía un rol fundamental como una suerte de líder de su familia. Por eso, señala Ximena, su muerte es algo que todavía no terminan de procesar.
“Nosotros aún no reaccionamos del impacto, todavía tenemos una herida demasiado latente por su partida. Nadie es perfecto en la vida, pero él era una persona muy cariñosa, muy de piel, que quería ver siempre a la familia unida. Él era el que guiaba a la familia en diferentes formas, siempre presente, si es que pasaba algo era como que él lo sabía todo y claro, es un impacto que hasta el día de hoy nosotros no nos podemos recuperar. Fue y ha sido muy terrible, muy traumático”, enfatiza.
Cristian Valdebenito murió la madrugada del 7 de marzo de 2020 en la ex-Posta Central. El día anterior, mientras participaba en una manifestación en Plaza Italia, recibió una bomba lacrimógena en la cabeza. El impacto le terminó costando la vida. Tenía 48 años y trabajaba como obrero de la construcción.
Ximena asegura que desde la muerte de Cristian el apoyo que han recibido ha sido prácticamente nulo. Recuerda conflictuada que durante su primera cuenta pública el Presidente Boric mencionó a su hermano y se comprometió a buscar verdad, justicia, reparación y no repetición. Pero esa ayuda nunca llegó, ni por parte del joven Mandatario ni por otros organismos del Estado.
“Donde nos han mandado, nosotros hemos ido. Se tiran la pelota de una entidad a otra, INDH, los subsecretarios de derechos humanos, que para allá, que para acá, que cambiaron a uno, que cambiaron a otro. Aquí nadie te da respuesta. Es solamente llegar y contar tu caso y que tus heridas estén siempre latentes, siempre vivas, porque hay que revivir una y otra vez. ¿Y para qué? Nadie ha sido preciso al decir: ‘Sí, los vamos a ayudar, sí vamos a colaborar’ ¿Cuándo? ¿Dónde?”, cuestiona.
Lo más complejo para la familia de Cristian Valdebenito es la falta de justicia. Todavía no saben quién le disparó y recién ahora, cuando ya han pasado casi cinco años de su muerte, tienen una pequeña luz de esperanza.
Cristian es parte de los 288 casos por los que están siendo formalizados los altos mandos de Carabineros (entre ellos el exgeneral director, Ricardo Yáñez) y su expectativa está puesta en que ese proceso más grande, ayude a que avance su causa en particular.
“Estamos en esa, esperando a que va a pasar con estos altos mandos y de ahí qué respuesta nos irán a dar a nosotros, en cuánto a si encontraron al culpable o no”, dice Ximena.
La hermana de Cristian recalca que lo más importante para ellos no es conseguir una compensación económica. Lo que los dejaría más tranquilos es saber quién le disparó y que esa persona pague con cárcel.
“A nosotros nadie nos puede devolver la vida de Cristian, nadie nos va a devolver la paz como familia, nadie nos va a devolver absolutamente nada. Solamente pedir justicia y verdad, nada más“, afirma.
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Cuando le dijeron que iba a perder el ojo, Natalia Aravena no se sorprendió. El 28 de octubre de 2019, en el contexto de una manifestación en el centro de Santiago, recibió el impacto de una bomba lacrimógena en el rostro y por la reacción de los médicos que la atendieron posteriormente, dedujo que su caso no tenía mucha vuelta. Ella además es enfermera.
Al principio, Natalia trató de ser positiva. Se consoló con el hecho de que seguía viva, de que no eran sus manos, ni sus piernas, ni sus pies y de que podría seguir ejerciendo su profesión.
“Estaba como agradecida de que fuera solamente un ojo, pero después, cuando ya pasaron los meses, empecé a darme cuenta de las consecuencias que tenía para mi vida. Veía cómo cambiaba la percepción de la profundidad y se me hacían difíciles tareas que antes eran súper simples. Ahí fue cuando empecé a tomarle el peso a la magnitud del daño y cómo esto iba a afectarme para toda la vida”, expone.
A Natalia le instalaron una primera prótesis en enero que no le gustó, porque era muy diferente a su ojo. Y una segunda y definitiva en febrero. Un mes después, en marzo, volvió a trabajar, justo cuando comenzó la pandemia.
Era la enfermera coordinadora de una clínica psiquiátrica, donde tuvo que elaborar todos los protocolos de manejo de la pandemia. Natalia resume esa época como extremadamente estresante.
“Eso lo aguanté hasta como junio o julio y ahí ya empecé con síntomas de estrés postraumático. Empecé a sentir olor a lacrimógena de la nada y veía la última imagen que vi antes que me dispararan, que fue la pared que estaba al lado mío, que tenía un grafiti pintado. Además, tenía esta sensación constante de que algo me venía a la cara de golpe. Todo esto hacía que no me pudiera concentrar trabajando, me empezaban a dar ganas de llorar de la nada. Ahí tuve que estar con licencia de nuevo”, cuenta.
Su vida comenzó a ser de ires y venires emocionales. Terminada la licencia médica, renunció a su trabajo y se dedicó de lleno a su campaña de candidata a convencional constituyente.
Desde que se creó la organización, Natalia fue una activa participante de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, organizando manifestaciones públicas, dando entrevistas a medios nacionales e internacionales y negociando con el Gobierno para mejorar las condiciones del programa de reparación, PIRO.
Natalia explica que comenzó a participar en política porque no podía quedarse de brazos cruzados.
“Cuando te pasa algo terrible tienes la opción de quedarte así y echarte a morir ante lo que te ocurrió o puedes hacer algo al respecto para encontrar un poco de paz, tranquilidad y sentir que de alguna manera lo vale. Que lo vale porque vas a lograr que se encuentre al responsable, o que te indemnicen, como tratar de restituir al máximo posible e impedir que esto le pase a otras personas. Es encontrarle un poco el sentido a lo que ocurrió. De otra manera, es dejarte consumir por la situación y por las emociones que eso te produce”, estima.
Eventualmente, Natalia se alejó un poco del activismo social. Quedó fuera de la Convención Constitucional por una corrección de paridad y más tarde, cuando le insinuaron la posibilidad de ser candidata a diputada, se negó. Seguía convencida que debía actuar, pero al mismo tiempo, su participación en distintas organizaciones la tenía un poco abrumada.
Otro momento difícil para ella fue el rechazo a la propuesta de la Convención y lo que vino después: el discurso, cada vez más popular, de que el estallido solo fue delincuencia. Comenzó a sentirse rechazada por la sociedad.
“Yo tengo como más o menos asumido que el resto de mi vida va a ser así, con altos y bajos. Al final, es un hecho que no puedo borrar de mi vida y que no se puede reparar de ninguna manera. Se puede tratar de otorgar la mayor cantidad de herramientas para que yo pueda recobrar mi vida al máximo posible, similar a cómo era antes, pero nunca va a volver a ser así. No me puedo quitar este hecho traumático de encima, ni las consecuencias que me dejó. Entonces, al final, es aprender a lidiar y vivir con eso”, reflexiona.