* Fotografía: Andrés Juvenal Munizaga.
La Botánica de Ashlee es una disciplina en la que concurren algunos especímenes conocidos como el poeta Carlos Henrickson, expuesto como Henrickson a secas, lo que lo eleva a una categoría especial, de culto, pues es plausible que el lector lego al llegar a este poema hermoso que es la albahaca, sin duda se pregunte ¿quién es Henrickson? ¿Cuántos aún quizás sabiendo que Henrickson es un poeta, sabrán que es un experto en gatos? Hay pues, un chiste en clave, un cameo para especialistas, una talla interna, lo que nos hace pensar en la palabra hermetismo. Es un guiño de confianza, de pertenencia al circuito abigarrado y estallado de la poesía chilena, un gesto de identidad o de complicidad para con las y los bicharracos de ese jardín de las delicias que es la poesía chilena.
La poética de Ashlee queda manifiesta en el poema “Linaria vulgaris”, donde podemos leer: “nunca he podido adherir a las élites/ sin una sensación de desdén/ y asco” (…) Y aún más adelante: “el paradigma del refinamiento/ me resbala / acostumbrada como estoy / a no pertenecer al canon / a la falta de belleza como elección (est)ética / no quiero rendirme a la norma”. Palabras que fijan posición en el campo literario. La opción del poemario es el contraste con el juego japonés de espejear el hacer del poeta y el hacer del jardinero o botánico. La comprensión del oficio del que trabaja con las palabras y su equivalencia en la natural relación -de investigador/admirador/cuidador- con las plantas, con la tierra, y aún específicamente con las especies nativas; es expuesta con mistralianos resabios: “todos queremos ser planta / todos anhelamos ser florecillas / que alguien riegue, poder / tranquilamente tomar el sol / respirar la quietud pegada a la tierra / a ratos / todos deseamos / dejar de ser mala hierba y transformarnos en perfumados jazmines, / resistentes robles, / (exóticos nenúfares, sofisticadas orquídeas) / pero a mí me place sólo / arbolito / florecer en este verso / sentir / el abrirse de la primera hoja / cuando mis raíces / tantean en la oscuridad (…) / Yo prefiero un pueblo / como los del sur del mundo / allá donde no nieva / donde nunca ha nevado / allá / que con la suerte toda / sólo graniza” (…).
Desde una galería desenfadamente autobiográfica se nos presentan tropos en un desordenado exhibicionismo de recursos que alcanzan para una décima a la parra chilena, a la vid, con una voz propia incluso elegante. El Yo poético de Ashlee es el protagonista, un yo de jardinera que se reconoce improvisada, de mujer dispuesta y lanzada a brotar, a germinar, impulso vital de un cuerpo hecho palabra, que se echa a la tierra y al agua, a la luz y calor del sol. Se tiene o no se tiene “mano” para las plantas. Lo mismo para las palabras. La sencillez de los dibujos otorga al libro un aire oriental que contrasta con la poesía desplegada, alejada del haiku. La sabiduría japonesa, su condición de hijos del sol naciente, los hace portavoz de ese privilegio: el poema de las flores ha de ser casi silencio puro, un respirar ligero, pero eso es materia a discutir. El libro de Ashlee está lejos de una tentativa así, su botánica -como la del padre de tal disciplina taxonómica, Carlos de Linneo-, abunda en nombres, clasifica, ordena, rellena espacios y casillas, abigarra. Aunque ese orden a simple vista se parezca al caos vegetal.
Flores y poesía. Erotismo y vegetales. Largos binomios tan acudidos como escribir poesía y arar la tierra. El huerto o el jardín como taller o escritorio. ¿Citaremos versos pertinentes de Mistral o Neruda, de Violeta o Nicanor? ¿Del Amigo Piedra? El arte poética de Huidobro mandaba no cantar a la rosa sino hacerla florecer en el poema. Habría que decir que la declarada (po)ética y posición de Ashlee se identifica más con el manifiesto del tercer suicida acá convocado: Rodrigo Lira, quien sugirió que a la rosa de plano mejor hacerla mermelada de mosqueta en el poema. Salud por ello.