Hace un par de días recibí una llamada de una corredora de seguros ofreciéndome un seguro para Santi, el perrito del cual soy tutora. Dentro de su discurso de venta mencionó los “animales que trabajan”, haciendo una referencia preocupante a los animales explotados en criaderos.
Esa frase quedó resonando en mi cabeza y me llevó a reflexionar sobre la contingencia y las noticias recientes que han impactado al mundo. Hace pocas semanas, una turista murió en Tailandia a consecuencia de forzar la interacción con una elefanta. Este animal había sido explotado como una atracción turística, donde los visitantes pagan por la experiencia de bañarlo. En otro caso, un delfín murió tras golpearse contra una estructura de cemento mientras realizaba saltos en un show de cautiverio. Recientemente, en China, una mujer disfrazada de sirena participaba en un espectáculo en un acuario, donde se mantenía bajo el agua mientras contenía la respiración, rodeada de animales acuáticos nativos. Debido al estrés causado por su presencia, uno de los animales interceptó a la mujer, quien resultó herida en el incidente.
Estos casos evidencian lo que muchos aún se niegan a aceptar: los animales no trabajan, los animales son explotados. Sin embargo, sigue existiendo un lucrativo negocio basado en disfrazar esta explotación como experiencias turísticas, comerciales o culturales. A diario, se promueven “atracciones” en las que familias enteras participan sin cuestionarse el sufrimiento de los animales involucrados. La imagen de turistas nadando con delfines, montando camellos o posando junto a tigres sigue siendo normalizada e incluso fomentada.
Pero no hay nada natural en ello. No hay nada lógico en creer que un caballo tirando de un carruaje o un burro cargando a un turista por senderos empinados están “trabajando”. La realidad es que están siendo abusados y maltratados, mientras alguien más se enriquece con su sufrimiento.
En Chile, el reemplazo de la tracción animal, también llamada tracción a sangre, continúa pendiente, y seguimos viendo a caballos explotados a todo sol paseando a veraneantes en playas, o el triste caso de los bueyes en Pucón, cargando una pesada carreta y siendo utilizados además para fotografías, ante la indolencia de las municipalidades, que podrían hacer mucho más. No hay un gran lucro detrás en estos casos, pero sí gran sufrimiento, y debiéramos dar los pasos como sociedad para que esto cambie.
Es 2025, y todavía hay personas que, por ignorancia o indiferencia, consumen estos espectáculos sin cuestionarlos. Es hora de reconocer lo obvio: los animales no trabajan. No son herramientas de entretenimiento, ni atracciones de feria, ni medios de transporte. Son seres vivos con necesidades, emociones y derechos que deberían ser respetados.
Lo siento, pero no podemos seguir justificando la explotación animal bajo ningún disfraz. Es momento de abrir los ojos y cambiar nuestra forma de relacionarnos con ellos.
Los animales no trabajan.
* La autora es periodista voluntaria de Fundación Justicia Interespecie.