Violeta Parra: In memoriam

Con la muerte de Violeta Parra se extingue la más señera figura de una forma de expresión, profundamente humana y chilena, que cobra en ella los contornos de una “suma”. No de otro modo puede definirse esa entrega suya, total, espontánea, y múltiple, al cultivo de aquello que surge sencilla, pero inevitablemente del fondo del alma popular. Llámense danzas o cántaros, música o cerámica, tejidos o tapices, todo ello cayó en su mente, sus manos o su voz para que a la vera de la finísima sensibilidad que dominó toda su vida dieran el testimonio no de una folklorista más, aunque eminente, sino de una artista.

A lo primero, que ya es importante como fenómeno social (que ese es el folklore más que nada) se suma un hecho de extraordinario interés que trasciende del terreno folklórico y popular para entrar en aquel otro: de su particularísima creación musical. Decimos particularísima pues en verdad bien difícil es catalogar y aún juzgar sus obras, pero sólo los estetas o folkloristas empedernidos podrían desconocer el valor artístico de esa música que parece como descolgada de una vida que debió responder a solicitaciones abundantes y poderosas pero que sin embargo se vació en formas que sólo una inmensa intuición podían hallar.

Atrayentes por su originalidad espontánea, por su fuerza, su calidad artística tanto como por las especialísimas características de estructura que descubren buena parte del mecanismo interno que las anima, las obras de Violeta Parra merecen tanto la difusión como el estudio.

Sin enredar la terminología, que hoy por lo demás la investigación cuida celosamente, puede decirse que el arte de Violeta Parra, cubierto en general del ropaje folklórico, emerge de las raíces vernáculas para elevarse muy por encima de lo circunscrito, limitado y modesto que artísticamente suele ser esa expresión en sí misma.

Lo anónimo, lo impersonal, no es ciertamente “privilegio” sólo del folklore. Tendríamos que preguntarnos, -en el nivel correspondiente-, por los constructores de las Catedrales, los creadores del Canto Gregoriano, los Miniaturistas, etc. Pero sin duda siendo el folklore una expresión generalizada de pueblos, grupos sociales o regiones, está determinada por una serie de factores que son comunes a dichos conglomerados. Esos factores generales y profundos, -no importa que sean creados o asimilados-, determinan estructuras formales que, manteniendo una cierta constante, están sujetas a una evolución más o menos acusada pero permanente. Los contactos, la información que cada día se hace más fácil y más extensa entre los pueblos y las comunidades establece interinfluencias que necesariamente modifican la expresión. Ahora bien, la fijación artística de sus características esenciales requiere la intervención de alguien que logre fijar su mensaje y su estructura en formas artísticas, cualesquiera que ellas sean. No sólo habrá estampado en el tiempo su valor permanente, sino que habrá, además, enriquecido, en la medida correspondiente, la música universal. Estamos pensando aquí en Stravinsky, en Bartok, en Falla. Ciertamente ellos han empleado una manera de incorporar los elementos vernáculos a aquellas obras suyas que los detentan, en cierto modo especulativo y en todo caso bastante elaborado. El caso que en estas líneas nos ocupa es muy diferente, no sólo por el alcance y amplitud de esas enormes figuras de la música contemporánea comparada con la suya sino también, -y ello es lo que interesa destacar-, por el tratamiento que da a los elementos de nuestra música vernácula. Diríase que enfatizándolos agresivamente logra traducir con muchísima mayor intensidad el espíritu que les dio origen.

El culto de que hoy es objeto el folklore, ya sea por parte de investigadores, de ejecutantes más o menos fieles o de finalidades políticas, ha desquiciado su justa valoración haciendo confusa la barrera que separa su contenido social del artístico. La investigación perfectamente en acuerdo, por lo demás, con su finalidad, crea, sin quererlo, una especie de contraloría general atenta y pronta a descubrir herejías que puedan transgredir el esquema que con tanto trabajo ha logrado determinarse. Por otra parte, la proliferación de “conjuntos típicos” que caerían o casi, al decir de los técnicos, bajo el anatema de lo popular, confunden lo auténtico con lo estereotipado y basta que aparezcan en el tablado trajes de “huaso” y guitarras para que se hable de folklore.

Violeta Parra que habiendo sido, a todas luces, una folklorista eminente, que recopiló la música vernácula donde quiera que estuviese, que la vertió con autenticidad y sobre todo la restituyó con amor llevándola a todas partes para hacerla conocer y gustar, nunca nada le impidió discri¬minar con pasmosa seguridad entre lo valioso, lo mediocre y lo malo que hay en ella. Violeta Parra era ante todo un ser intuitivo, poseedora de una exquisita sensibilidad, condiciones éstas que la hacían capaz de captar la raíz de las cosas y transformarlas en expresiones artísticas. De esta manera su significación trasciende más allá de un mero folklorismo. Su obra creadora, enraizada en lo más profundo del alma vernácula, queda a igual distancia de lo popular y de lo culto.

Son numerosas las obras compuestas pot Violeta Parra. Hasta dende llega mi información, todas ellas realizadas para guitarras sola o para voz y dicho instrumento, del cual fue una buena ejecutante. De entre todas ellas hay dos que, en nuestra opinión, fuera de constituir valiosos elementos de juicio en abono a lo que venimos explicando, que poseen la de un arte verdadero y original. Ellas son las “Anticuecas” y el poema (?) o balada “El Gavilán”.

Las Anticuecas son una serie de piezas cortas para guitarra sola. La primera vez que la escuchamos a ella misma ejecutar esos trozos en una audición privada, respondió a la pregunta sobre el alcance del título “Anticuecas”, diciendo que en ellas había tratado de incorporar todos los elementos musicales de la cueca y todo “el espíritu de adentro”, pero que no eran en absoluto cuecas.

Desde luego no tienen la forma de esa danza chilena (forma que, dentro de algunas variantes, nuestros estudiosos y algunos del extranjero, han determinado con precisión); no tienen canto y lo más importante, superan con creces la indigencia armónica que es una constante de esa música. Tampoco podría hablarse de elaboración propiamente, ni temática ni aún motívica que vaya más allá de un simple secuencialismo casi siempre en sentido descendente, de lo agudo a lo grave. Tanto la disposición ínterválica como las fórmulas rítmicas enfatizan su propia identidad, gradas al medio armónico en que la autora las hace moverse y a las leves modificaciones que introduce en las repeticiones de las frases que forman los períodos. Generalmente hay dos secciones bien contrastantes así formadas que se alternan y repiten varias veces. Es corriente en las Anticuecas el empleo de diferentes “tempi” para el mismo diseño melódico-rítmico lo cual, fuera de ser otro factor de enriquecimiento, altera la implacable cuadratura estrófica propia de la música popular.

En verdad, esta música que da la espalda al clacisismo de la cueca, entrega un mensaje palpitante de lo más profundamente chileno que hay en nuestro pueblo. La fulgurante vitalidad andaluza o la ancha y apasible poesía castellana llegadas a este rincón de América se descoloran un tanto. La variedad rítmica peninsular disminuye, quedando reducida casi exclusivamente a las diferentes combinaciones del esquema del 6/8. Esa medida de tiempo en que discurren les da cierta melancolía no exenta de gracia, un muy fino erotismo o una alegría monótona y paciente. Todo ello rezuman “Las Anticuecas” de Violeta Parra, trozos musicales que constituyen una síntesis, de especialísima fisonomía, de las motivaciones y elementos de la cueca.

Más notable aún por su ambición y por la curiosísima factura de un “rondo” primitivo, es el poema “El Gavilán”, para voz y guitarra.

Las mismas características generales que se descubren en “Las Anticuecas”, aparecen en “El Gavilán”, denotando con ello una constante estilística capaz de mantenerse, a la vez que adaptarse, al tipo de composición que sea. Es decir, es la respuesta a una estética bien definida. Se agrega en esta obra, a todo lo ya indicado para la anterior, el clima altamente dramático introducido por el uso de un texto cuyo origen no conocemos pero cuya eficiencia y “virtud” (en el sentido griego del vocablo: “arete”) son indudables. Pero la autora no se detiene frente al uso normal de dicho texto. Además, ya sea por necesidad musical o para enfatizar su sentido, ciertas palabras y en determinadas partes de la obra, las hallamos alteradas en el orden de sus sílabas. Ello que bien podría ser un afán de destruir por destruir, es aquí un procedimiento consciente tras la obtención de un fin muy preciso. En efecto, la alteración del orden de las sílabas de algunas palabras del texto es tal que aquellas se deshacen en sonidos ininteligibles pero convirtiéndose en un factor artístico importante, en un fran­co expresionismo. Así, por ejemplo:”…gavi, gavi, gavi, gavi, gavi, gavi, gavilán, gavilán; o “… vigán-la, vigán-la…”; o también: “… menti, menti, menti, mentiroso…” .

Las diferentes secciones que componen la obra están constituidas por frases que, repetidas casi sin variación, forman períodos. Estos se repiten o se alternan lo que da, como se anotó al comienzo, la idea de un rondó. Numerosos comentarios instrumentales insertos a lo largo de la obra, ya antecediendo o sucediendo las partes vocales, contribuyen a crear la atmósfera dramática. El acompañamiento del canto es a veces de gran complejidad, otras afecta la manera de una simple heterefonía. Hacia el final surge una “coda” de una riqueza rítmica-armónica deslumbrante en amplios acordes de la guitarra en semicorcheas.

Ciertamente que ninguna descripción de la música nos acerca siquiera a su existencia; a lo más nos explica un tanto su estructura. Hemos creído, sin embargo, que en este caso no está del todo demás ya que puede contribuir a aclarar el originalísimo resultado estético a que llega la autora de “Las Anticuecas” y de “El Gavilán”, prescindiendo de todo rebuscamiento y dejando a su talento que escuche el imponderable que habita todo arte verdadero.

Artículo original

Este artículo fue publicado en el número 100 de la Revista Musical Chilena, fechado en abril-junio de 1967. El original se puede encontrar en este enlace.