Cambia, casi todo cambia

  • 16-08-2010

Usé el Metro, que es la mejor forma – buena, bonita y barata – de llegar del aeropuerto al centro histórico de Valencia, la hermosa ciudad española. Una chica de unos diecisiete años subió en la estación siguiente y se sentó frente a mi mientras continuaba su conversación por el teléfono celular. A pesar de mi cansancio luego de casi veinte horas de viaje, no pude evitar escuchar lo que decía. Evidentemente le hablaba a una amiga acerca de algún chico que ambas conocían. Reproduzco lo mejor que puedo recordar: “Fue muy tierno; me llevó a casa y todo. Lo llamé ayer y me dijo que para él había sido muy importante, pero que teme hacerme perder mi libertad…”. Me pareció estar mirando por el ojo de la cerradura; estaba siendo testigo de una historia que he observado en todas las generaciones aquí en Chile: el joven no desea compromiso después de una noche de amor y no quiere sonar escurridizo sino generoso. Y, asombrosamente, ella le cree. La chica se bajó algunas estaciones antes que la mía, sin soltar su teléfono ni perder su sonrisa mientras caminaba por el andén.

Decidí hacer de esta anécdota una historia con moraleja y traerla a la radio. Llevo más de veinte años haciendo un programa de radio donde uno de los pilares en el contenido de los comentarios ha sido entender la relación entre el comportamiento y el entorno social, el barrio, el colegio, el trabajo, los amigos y los parientes, es decir, los mecanismos cotidianos que permiten la transformación de las relaciones económicas dominantes en formas de mirar y percibir, en ideología. Por supuesto que la características etarias también pesan diferenciando niños, jóvenes, adultos y ancianos. Pero la anécdota me puso en presencia de un truco de género que no sólo parecía permanecer en el tiempo sino también exportarse entre culturas. Y, aunque usted no lo crea, mientras me desplazaba en el Metro santiaguino para llegar a  mi cita de los miércoles en la radio que piensa con este tema en la cabeza, recibí una nueva muestra. Me sorprendí oyendo a un muchacho en el entorno de los veinticinco años que sostuvo al menos cuatro conversaciones telefónicas con la misma chica en los diez minutos que demoró mi trayecto. Dado que hablaba como si estuviese solo en el living de su casa, era simplemente imposible abstraerse de su intercambio oral. Luego que la primera conversa concluyera cuando él terminó la comunicación de manera tranquila pero cortante, en la segunda se oyó lo que pensé eran explicaciones a su comportamiento: “no, no estoy enojado, simplemente no quiero hablar”. Luego recibió un par de llamadas más donde terminó preguntando a la chica si ella no recordaba que “al comienzo eras tú la que me trataba así”. Cuando escuché esto, me vino de golpe a la memoria un cuento de Poli Délano publicado a comienzos de los sesenta titulado Un Drama Corriente, donde mediante breves diálogos narra la historia de la chica que deja a su chico por otro para luego volver a él cuando él ya ha encontrado a otra, a quien abandona para retomar la relación original justo cuando ella nuevamente mira para otro lado. Y ahora me parecía estar viendo una de las vueltas del drama que probablemente todos hemos vivido.

Así es que cambian las formas de comunicación, el lenguaje, las vestimentas, la ideología dominante, las comidas y las estructuras urbanas; cambia, todo cambia, menos las formas de relacionarse entre hombres y mujeres, jóvenes, maduros y ancianos. Imposible encontrar el Bello Sino sin considerar esta importantísima evidencia empírica.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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