Antes y después de la asignación del premio nacional de literatura hubo mucha discusión. Seguí parte de la polémica con gran escepticismo, domesticado por tantas otras jornadas parecidas en las que ni críticos ni escritores parecían aportar novedades en los juicios, análisis y descripciones. Este año detecté una novedad, probablemente debida al mayor acceso a la discusión pública que permiten las nuevas formas de comunicación: las opiniones de los lectores, entre quienes encontré verdaderos aportes a los muchos ángulos que tiene este asunto de otorgar premios. Pero comencemos desde el principio.
Hay dimensiones evidentes e insoslayables que no deben ser omitidas en estos asuntos: los premios dependen de los jurados, como lo hiciera notar con humor un ingenioso premiado nacional en música cuando le preguntaron por qué su obra habría prevalecido sobre la de otros músicos con parecidos pergaminos: “es que los del jurado eran todos amigos míos”, respondió como sólo lo pueden hacer los que saben que nadie discutirá sus merecimientos. En nuestros jurados hay dos tipos de miembros: quienes sustentan algún cargo de administración del sector y quienes tienen algún grado de representación en la disciplina correspondiente. Ergo, en el caso del premio de literatura los antecedentes de los candidatos son mirados por autoridades administrativas y escritores. Supongo que las primeras fundamentarán sus juicios (y su voto) pesando varios factores políticos e institucionales y serán más sensibles a los artículos de prensa que los segundos, que – presumimos – juzgarán aspectos que podríamos llamar técnicos, a falta de un mejor término. Todo, claro está, en un ambiente en que las presiones directas, subliminales y emocionales alimentan las necesariamente subjetivas opiniones de cada uno.
Pues bien, en este panorama hubo personas que hicieron notar que no estaría mal considerar las preferencias de los lectores, la mayoría de los cuales no son ni escritores ni autoridades administrativas del área. Si bien al comienzo me pareció que tal ejercicio sólo reproduciría las cifras de venta, reflejando más bien las preferencias de quienes tienen suficiente poder adquisitivo, se me ocurrió que uno puede acceder a los libros de varias maneras, incluyendo regalos y bibliotecas públicas. Más aún, se me ocurrió que se podía considerar con más peso a los lectores de menores ingresos, esos que se la piensan bien qué comprar y que acuden a las librerías baratas o de segunda mano. En eso estaba cuando me di cuenta de que podía re-examinar mi propia biblioteca: soy lector, no compro por moda, no soy crítico literario ni vivo de la literatura (es decir, la necesito, pero no es mi profesión). El repaso lo dividí en dos dimensiones: cantidad y placer. Como resultado en la primera dimensión – cantidad – la revisión indicó que he leído más de cinco libros de no muchos narradores chilenos, incluyendo Fernando Alegría, Isabel Allende, Luis Enrique Délano, Poli Délano, José Donoso, Ariel Dorfman, Jorge Edwards, Marcela Paz y Antonio Skarmeta (dejo fuera a poetas y dibujantes). Algunos me han gustado como narradores de cuentos, otros por sus novelas entretenidas y – los menos – por puro placer estético, por el manejo de nuestra lengua. Es a este tipo de gustito – que siento, por ejemplo, al leer a los españoles Javier Marías, Juan José Millás o Manuel Vázquez Montalbán – al que me refiero con la segunda dimensión – placer – que me obliga a añadir a aquellos compatriotas escritores que me han hecho gozar con su prosa, como Francisco Coloane, Manuel Rojas, Pablo García, Carlos León, Patricio Manns, Andrea Maturana, Alberto Fuguet, Hernán Rivera, Elisa Serrana o Jenaro Prieto. Lo más interesante de este ejercicio es que hay dos autores entre aquellos que he leído en mayor cantidad – los de la primera lista – cuya literatura ha dejado de atraerme, razón por la cual mis estantes albergan también algunos otros de sus libros no leídos, regalos de amigos o adquisiciones de mi mujer. Debo añadir también que si bien hay autores que me entretienen e interesan en sus entrevistas, eso no siempre tiene una contrapartida de placer literario (así como hay algún español que leo voraz pero que me parece más bien antipático).
Así es que por cantidad de libros y aprecio por el manejo del idioma mi potencial voto de lector por un autor nacional vivo no hubiese sido tarea fácil. Pero considerar la opinión de los lectores ha resultado – como lector – en un ejercicio mucho más interesante de lo que en un comienzo imaginé. Una muestra más de que el Bello Sino es una búsqueda colectiva.