Han pasado casi cuarenta años desde el golpe de estado que creó las condiciones para que en 1980 se fijaran las reglas del juego que nos rigen hasta hoy. En el año 2005 el entonces presidente Lagos las hizo suyas al aprobarse las reformas constitucionales que cambiaron los artículos relativos a los senadores designados, el nombramiento de los jefes de las fuerzas armadas y el funcionamiento de los organismos de seguridad. Así, se podría afirmar que el actual orden constitucional habría sido aprobado por una inmensa mayoría de electores – superior al noventa por ciento – que eligió un parlamento y un gobierno que lograron el consenso necesario. Sin embargo, tenemos una de las distribuciones menos equitativas del producto nacional, con sistemas de educación, salud y pensiones que descansan sobre tal inequidad y que son criticados por gran parte de la población. Cabe preguntarse entonces cómo se logra que la mayoría de la población apoye reglas del juego que originan condiciones objetivamente perjudiciales para buena parte de esa mayoría.
La generación de percepciones – subjetivas por definición – que reflejen sólo ciertas dimensiones de la realidad ha llegado a ser un arte. La inducción de comportamiento para aumentar las ventas de un producto o un servicio es hoy una ciencia: el marketing. Algo parecido se puede decir de la imposición de las formas de ver los procesos políticos, las relaciones de poder o dominación, o el orden económico. El golpe de estado de 1973 – que significó la ilegalidad de los sindicatos, la abolición de la prensa opositora y del parlamento – fue presentado por sus autores como la recuperación de la paz y el orden en el país. Al poco tiempo, en una entrevista que luego significara el fin del medio que la dio a conocer, el entonces cardenal Raúl Silva acuñó una frase que sintetizó bien lo que muchos pensábamos: “El orden de los sepulcros no es la paz”. Quien fuera la cabeza de la principal corriente religiosa del país planteaba así de manera clara que la existencia de una única opinión y el dominio unilateral de la corriente gobernante – fruto de la aniquilación física y la persecución de los posibles opositores – no era interpretable como un acuerdo nacional.
Nuestra democracia casi representativa desde 1990 sentó las bases de un proceso de aceptación implícita de las reglas del juego heredadas del orden de los sepulcros, asfixiando toda posibilidad de supervivencia de medios alternativos a los que son sustentados – a través de la propiedad directa o el avisaje – por los poderes económicos dominantes. Salvo un par de excepciones en la prensa escrita y hablada, esto ha terminado por aniquilar el disenso profundo, efectivo. El proceso ha sido tan exitoso que ha penetrado el ámbito de prácticamente todas las instituciones e incluso la vida cotidiana, donde se ha perdido la capacidad de disentir entre los amigos y los colegas, donde los disidentes son culpados de la pérdida de buen ambiente. La búsqueda del Bello Sino requiere recuperar la posibilidad de discrepar cariñosa pero firmemente. De otra manera la desnudez de los emperadores y de su sistema seguirá siendo vista como hermosas vestimentas.