Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 26 de abril de 2024


Escritorio

Homenaje al fondo de la tierra

Columna de opinión por Natalia Fernández
Jueves 14 de octubre 2010 17:10 hrs.


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Mi oficio es la palabra; gracias a ella me hago visible para los demás e incluso para mí misma. Pero hoy me he quedado muda. Como lectora castigada de noticias que levantan perplejidades por su inanidad y su estulticia, seguir el final del rescate de los 33 mineros es algo que, por primera vez en muchos años, me llena de esperanza en el género humano. Me lo delató el gesto del minero Mario Sepúlveda, a quien los casi 70 días de sepultura no borraron ni el humor ni la sonrisa, y la forma en que repartió minerales a toda aquella muchedumbre conmovida y expectante que abarrotaba la salida del conducto y la peculiar nave espacial. He pensado que tal vez todos tengamos algo de mineral en nuestra cartografía genética, algo que nos acerca a la inmortalidad empecinada de las piedras, a su capacidad de resistencia ante lavas o glaciares…

Sé de lo que hablo. Yo provengo del fondo de las minas, donde mi abuelo paterno quebró sus sueños de niño batiéndose con el carbón, y donde mi padre dilapidó y lapidó más de 40 años en las profundidades, tratando de arrancarle sal a la tierra. Curioso componente genético, en todo caso: la negrura del carbón (para el que el diamante es sólo su mejor proyecto de futuro; las más, una promesa incumplida) y la blancura de la sal, rebosante luz y sazón. Lo mismo que la vida.

Que el hombre haya llegado a la luna es una historia que nunca me ha emocionado. La luna está lejos. Quizá sólo existe para el sapo cancionero y para otros poetas que no se dan por vencidos en la azarosa conquista del verso. Pero que 33 seres humanos hayan sido capaces de sobrevivir a una profundidad claustrofóbica, que se hayan organizado para que los minutos no sembraran de gravedad un horizonte vital muy poco claro, que hayan alimentado su dignidad y la de los que los esperaban con esa fiereza, con esa decisión, incluso con ese tono de chanza con el que se permiten bromear con el destino los que pisan fuerte porque saben dónde van…es algo que sí me conmueve, en un mundo donde las noticias ruedan sin dejarnos muescas y se sitúan a años luz del combustible que mueve la conciencia. Y no sé qué soledad es más terrible: si la del primero que se lanza a ciegas por el estrecho tubo empujado por la vocación de supervivencia, o el que queda para el final, asumiendo el paso del tiempo a su manera, mientras sus compañeros desaparecen y el fondo de la tierra se hace más inhóspito, más rencoroso, más ininteligible.

¿Recuerdan aquel viejo tema de Silvio Rodríguez de “La era está pariendo un corazón”? Aquí se paren humanos enteros y derechos; no sólo los que van saliendo por la hendidura que los devuelve a los cielos limpios de Copiapó, sino los que están afuera, con el reloj y la vida detenidos desde el momento en que el vientre mineral se tragó a sus hombres, sin saber si los confiscaría para siempre. Ya sé que ahora vendrán trámites, algunos absurdos, y hablar, no ya en el agujero oscuro, sino para todos, porque todos anhelan un mensaje, aunque sólo sea para evocar un tímido gracias a la vida y a Violeta, que lo consiente. A partir de ahora no otra cosa será la libertad, y poder respirar, o llorar, sin que los pulmones revienten.

*Profesora universitaria, lingüista y traductora.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.