El sistema electoral que nos rige es una verdadera camisa de fuerza que se le puso a la política para consolidar la existencia de dos grandes expresiones obligadas a entenderse y cogobernar más que a representar alternativas programáticas para los ciudadanos. Tuvo que llegar a la presidencia el abanderado de la centro derecha para que quedara de manifiesto que entre concertacionistas y aliancistas no existen diferencias sustantivas, más allá de las controversias mediáticas y de uno que otro dirigente díscolo que indefectiblemente debe moderarse cuando se aproximan las jornadas electorales, si no quiere quedar fuera de las nóminas de los partidos o arriesgar su cargo público.
En la rutina del sistema binominal que nos rige, la única sorpresa fue el pacto electoral de la Concertación con el Partido Comunista que le permitió a este partido elegir a tres diputados, pero sin alterar mayormente la correlación de fuerzas que se eterniza en el Congreso Nacional. En muy probable, entonces, que en los próximos comicios parlamentarios los comunistas vuelvan a su antigua condición de fuerza extraparlamentaria, si es que no se le vuelven a asignar cupos en las listas del ex oficialismo.
Después de 20 años de derrotas y exclusiones, es ingenuo que la izquierda siga apostando a ganar alguna posición digna dentro de las actuales reglas del juego electoral. De forma mucho más certera que sus dirigentes, los jóvenes y los chilenos de pensamiento crítico ya no tienen interés en inscribirse en los registros electorales. Si sufragan, lo hacen a regañadientes por “el mal menor” y menos, todavía, se sienten convocados a participar en esa babel de grupos y grupúsculos que se han quedado con el timbre y la estampilla del viejo izquierdismo chileno.
Incluso a los periodistas nos resulta dificilísimo entender quién es quién, o quién queda, en tales expresiones. Esta confusión alcanza, incluso, a las elecciones estudiantiles, cuando en el pasado fue, precisamente, desde las universidades donde surgieron los referentes más gravitantes de la política nacional. A constatación cierta, sabemos que existen partidos que ya no son capaces de convocar a más de un centenar de adherentes y que no tienen militantes siquiera para formar un comité central. Menos, todavía, para inscribirse en el Servicio Electoral. Verdaderos fantasmas que deambulan por el empecinamiento de sus pequeños caudillos que, después de cada derrota, hacen peripecias para justificarse y reclamar una nueva prórroga u oportunidad. Para hacer gala, nuevamente, de todos los malabarismos políticos y volver a levantar íconos y méritos de un pasado demasiado lejano para las nuevas generaciones.
No quisiéramos esperar la desaparición biológica de todos estos empecinados. Todavía queremos confiar en un acto generoso de disolución y convergencia en una expresión joven y promisoria de la izquierda. Tampoco hay que abrigar más esperanza en las escisiones de los partidos gobernantes, cuando éstas, una y otra vez, se reiteran en el tutelaje de algunos “iluminados” que creen que la política pasa por sus ombligos y que, antes que cante el gallo, evidencian sus inconsistencias ideológicas e insolvencia moral.
Ciertamente, estamos en una nueva hora cero en la política chilena y de la izquierda. Ni el más lúcido analista es capaz de avizorar el porvenir después de transitar los primeros meses de un gobierno de fuerte hálito caudillista que, de alguna manera, se hace eco del desperfilamiento ideológico y de la falta de vigencia y vigor de las instituciones que guarecen a una misma clase política. Mientras en el Continente se caen a pedazos las estrategias neoliberales y la democracia “representativa”, Chile duerme sobre los laureles de algunos índices macroeconómicos, haciendo caso omiso de la flagrante inequidad, el avance vertiginoso de la criminalidad y los severos conflictos sociales disimulados por las autoridades y la degeneración ética de los poderosos medios informativos.
No fue desde el espeso y fiambre caldo de las expresiones de izquierda que surgió la revolución cubana, sandinista o zapatista, más allá del juicio ulterior que tengamos de cada una de dichas experiencias. El cambio venezolano, boliviano, ecuatoriano más bien deriva del derrumbe de las viejas expresiones de la política y la aparición de líderes nuevos renuentes a toda negociación y arreglo con los viejos y viciados actores de la política. Ni qué hablar de experiencia del Partido de los Trabajadores, en Brasil, que ahora confirma un segundo gobierno. Tal como es de las izquierdas que se unen y confluyen en nuevas expresiones que puede explicarse el cambio en Uruguay, Paraguay y otros países. La excepción a ello sea, posiblemente, lo ocurrido en Argentina, donde de un viejo partido (que es más un movimiento) emergieron un presidente y una presidenta que asumieron el gobierno den medio del descalabro económico y político, pero desafiando a viva voz al modelo económico impuesto por el Fondo Monetario Internacional, así como un régimen político erigido por las impunidades y la corrupción sistémica.
La historia mira siempre a la izquierda cuando se trata se edificar la justicia social, la igualdad y ahora, ciertamente, la democracia “participativa”. Con el pueblo y para el pueblo. Es hora que los izquierdistas, entonces, entierren a sus propios muertos y muten sus objetivos en los desafíos del presente y el porvenir. En un país que siempre lideró los cambios y, hoy, se encuentra rezagado en la complacencia de los conservadores y la complicidad de quienes todavía quieren ostentar el título de progresistas.