Las movilizaciones y protestas tienen en gran mérito de hacernos descubrir que los problemas del país no son puntuales y que en todos ellos se demuestra la existencia de un modelo político y económico fatigado cuya vigencia hace imposible resolver a cabalidad las demandas educacionales, laborales, medioambientales y otras. La crisis que se extiende desde Tercer Mundo a Estados Unidos y Europa nos señala el fracaso de las ideas ultraliberales del capitalismo y la necesidad de que los estados asuman que la vida económica no puede autoregularse, que es necesario que la política intervenga para frenar los desbocados apetitos del capital y proteger a las naciones de la usura de los sistemas financieros y la explotación de los trabajadores. La desigualdad llegó ya a límites intolerables en las sociedades que, para colmo, presumen de democráticas y en ella está la explicación de la rabia social que se manifiesta en todo el mundo y que en Chile ya remece las calles y tantas conciencias que estaban dormidas.
El gobierno de centroderecha de Sebastián Piñera ciertamente pagará los platos rotos de dos décadas de pereza ideológica, del apoltronamiento de los concertacionistas en el poder y de la impunidad que le otorgaron a quienes diseñaron una institucionalidad viciada en su origen y ejercicio, desde que entrara en vigencia la constitución pinochetista y ésta misma fuera sacralizada después por reformas cosméticas e inconsultas con la ciudadanía. En un país que se ufana de sus millonarias reservas, cuando las empresas reconocen sus exitosos balances y la corrupción se ha hecho carne en las clases dirigentes, es indispensable que las demandas se expresen y los chilenos arriben a la convicción de que hay que cambiarlo todo y que, para ello, no hay más remedio que protestar y derribar esta realidad de injusticia y opresión.
Los estudiantes secundarios fueron lúcidos en diagnosticar que sus rezagos educacionales sólo serían efectivamente resueltos por una nueva institucionalidad. Los mineros comprenden mejor que otros la expoliación realizada por las transnacionales en nuestros yacimientos y las enormes posibilidades que tendría nuestro desarrollo si el cobre volviera a ser chileno. Ya no hay localidad en nuestro largo territorio que no sufra en carne propia la depredación de nuestra naturaleza, la apropiación de nuestros recursos hídricos y la descarada contaminación ejercida por la voracidad de los nuevos colonizadores. Después de siglos de discriminación es completamente razonable, además, que los pueblos indígenas opongan violencia al horror criminal practicado por quienes les arrebataron sus tierras y derechos. De esta forma es que las movilizaciones deben superar su dispersión y ser capaces de agregar a sus demandas específicas presión por una Asamblea Constituyente que defina las bases de un genuino orden republicano y democrático. Una solución estable, sin duda, no puede agotarse en la posibilidad de que se abran las arcas fiscales para resolver las demandas de la educación, frenar la materialización de algunos proyectos monstruosos para nuestro patrimonio natural o lograr que los salarios se reajusten uno o dos puntos más.
Es necesario asimismo, que los chilenos renunciemos a la tentación de confiar la solución de nuestros problemas en los eventos electorales manejados por la clase política, cuando ya se sabe que siempre son los mismos los que terminan rotándose en el poder, cuanto las mismas ideas y vicios los que se delegan de una administración a otra. Por esto, es necesario propinarle a los partidos del duopolio electoral el más amplio repudio ciudadano, logro que puede hacerse mucho más contundente en la renuencia al sufragio que votando una y otra vez por el mal menor que en los últimos comicios marca principal preferencia ante la pobreza de opciones. La historia universal demuestra que el gobierno del pueblo sólo se hace factible cercando la institucionalidad viciada, impidiendo que los despropósitos mantengan gobernabilidad, abandonando, además, la idea de que los políticos pervertidos puedan reconvertirse a las buenas causas. Es preciso confiar decididamente en las organizaciones propias y en los nuevos liderazgos. Qué duda cabe que el fracaso de la Transición se explica en la errónea confianza que se le depositó a muchos de los responsables y cómplices del quiebre institucional de 1973. Muchos de los cuales modificaron sus radicales discursos del pasado por el discurso y las prácticas más abyectas de sumisión al neoliberalismo.
Estos ejemplares meses de protesta demuestran que es en la calle donde se forjan las mejores ideas y esperanzas. Es cosa de observar la patética actitud de quienes buscan subirse al carro de la victoria de los estudiantes, trabajadores y de toda la sociedad civil movilizada. Pero, nada podría ser más lesivo para el logro de tanto esfuerzo , solidaridad y sacrificio que concluir en arreglos cupulares y tramitaciones legislativas lo que se debe amarrar directamente entre las autoridades de turno y las organizaciones en rebeldía. Para que éstas, con los logros amarrados, puedan avanzar a una fase superior de lucha, como es la deposición de esta realidad actual que hace de Chile, país rico, uno de los más desiguales de la Tierra y en que los todopoderosos empiezan a inquietarse, por fin, por la manifestación arrolladora del descontento.