Una de las más importantes pérdidas que existen en torno al hecho de crecer y de sufrir esa transformación de niña a adulta es la manera de jugar. Cuando se es pequeña, lo único que importa es apenas se sale de la cama o quizás aún en ella, empezar a crear un nuevo juego. No se comprende entonces la rutina de tener que bañarse y vestirse con tantas prendas que todo lo hacen difícil y aburrido.
A medida que se crece, se van perdiendo las formas tradicionales del juego, sin embargo, éste sigue viviendo en todos nosotros de diferentes maneras. No deja de sorprenderme la cantidad de juegos de naipes virtuales, el clásico solitario de antaño que jugaba de manera impenitente en la mesa del comedor sobre el chal de cuadros rojos, y que hoy veo desplegarse en las pantallas de compañeros de trabajo al menor error de digitación, indicando que detrás de la tarea asignada, reposa la oportunidad de iniciar un nuevo juego.
El juego de los autos masculinos va cambiando y con los años se convierten en autos de verdad que cuidan como objetos preciados. Y las mujeres, con la misma pasión y dedicación con que antaño cuidábamos y vestíamos a nuestras muñecas, perseguimos las liquidaciones de modo de engrosar hasta el hartazgo un vestuario que nunca pareciera ser suficiente.
La enorme cantidad de dispositivos electrónicos hoy permiten a los menores y a medida que crecen, a los adolescentes y adultos, jugar todo el día. Esos rostros serios y de total concentración de hombres de terno y corbata que vemos en todas partes y fijos en la pantalla del celular, la mayoría de la veces, están en plena faena de enviar “pajaritos muy molestos” por el aire con el objeto de destruir la choza en la que se esconden unos odiosos cerdos.
Un comentario completamente aparte merecen los juegos que permiten simular carreras de autos o diferentes deportes, como esquiar en medio de suaves y blancos bosques o jugar un rudo partido de rugby en medio de un estadio lleno, sin salir del living de la casa. Son juegos virtuales, que se han mezclado con la práctica de deportes, como lo ha sido tradicionalmente, y que hablan de esa necesidad enorme que tenemos las personas de jugar.
Lo que no deja de llamarme la atención es que la mayoría de los juegos masculinos, de la misma manera cómo se dieron en la infancia, repitan los modelos militares. Un esquema que también se puede ver de manera grosera en los juegos virtuales, donde siempre el jugador viste los atuendos de un soldado estadounidense y los enemigos, son rusos o árabes.
Pero lo que puede llevar a escándalo es que se adopten juegos de guerra en los que adultos premunidos de todas las indumentarias bélicas, como trajes camuflados, antiparras, réplicas exactas de fusiles, rifles de francotirador o revólveres con municiones de mentira, pero no menos dolorosas, practiquen lo que se denomina “airsoft”, en lugares públicos y de claro esparcimiento familiar. El jueguito este consiste como siempre en derrotar a otro, pero dotados de todos los adminículos y reglas que hacen de la práctica de ese juego de origen japonés en la más fiel reproducción de un verdadero enfrentamiento entre bandos enemigos.
Increíble que haya adultos que estén dispuestos a disfrazarse de militares y previo pago ingresar a un verdadero campo de batalla. Como si la vida misma no fuera ya lo suficientemente violenta como para disfrutar con más dosis de ella, al precio de querer “matar”, aunque sea de manera simulada, a los contrincantes, que no son más que otros adultos-niños que buscan elevar sus niveles de adrenalina o simplemente, satisfacer torcidos y reprimidos deseos aniquilar a otros…
Insólito que un jueguito como este se haya realizado en un parque público como el cerro San Cristóbal, desplazando a los habituales deportistas y a las familias que buscan cada fin de semana, la posibilidad de pasear. La sensatez viene del director del Parque Metropolitano, Bernardo Küpfer, quien no lo considera un deporte amigable con la familia y lo rechaza de manera tajante. Y esperamos que se prohíba su práctica de manera expresa, sin embargo, esto sólo implica un traslado de la práctica de este seudo deporte a lugares más cerrados e invisibilizados.
No es debido a una febril y excesiva exposición televisiva, sino que a los hechos que ya han enlutado de manera dramática a sociedades como la noruega y a la misma estadounidense, que hacen temer que esto pueda suceder algún día en Chile. Los síntomas están a la vista y si como sociedad no logramos ver la enfermedad que se incuba, después sólo podremos lamentarnos. El juego es parte esencial de nuestra vida, pero estos juegos de guerra son otra cosa. No son juegos de grandes, como han querido llamarlos, son prácticas violentas y crueles, que de tanto ejercitarlas, alguna cabeza perdida querrá llevarlas a la realidad.