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El fin de una feria

Columna de opinión por Vivian Lavín A.
Domingo 13 de noviembre 2011 10:53 hrs.


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Hace 31 años, nacía en Santiago una Feria del Libro. Lo que tímidamente había tenido cuerpo en el Parque Forestal, con modestas mesas dispuestas sobre un paseo de tierra, pasaría luego a tomarse la antigua Estación de Trenes al norte que se convertía en el Centro Cultural Estación Mapocho.

El mundo editorial chileno de entonces aún se sentía remecido por la oscura noche de una dictadura que persiguió y asesinó a muchos de sus integrantes. Más de ellos habían escapado al exilio y estaban retornando de manera pausada pero con toda la alegría de haber recobrado la palabra larga y compleja en un Chile acostumbrado a las bandos militares.

La Feria del Libro nacía con toda la fuerza de un país que nuevamente era mirado como un ejemplo en el continente. “Con las armas de la paz” había derrotado al dictador que pretendía quedarse en el poder por ocho años más decía él, por siempre, pensábamos todos. Con la Feria se recobraba también un espacio de diversidad ausente por tantos años, de discusión , de producción intelectual que requería de una visión estratégica que hoy, 31 años después, aún hace falta. Tres décadas son un tiempo más que suficiente para que una actividad cultural, como la principal Feria del Libro de la capital chilena, tuviera un lugar preponderante en el quehacer cultural. Sin embargo, más que madurar esta Feria se ha envejecido y con eso ha ido perdiendo toda la vitalidad que naturalmente debiera tener una plaza pública, un ágora literaria anual que expone toda su producción y dialoga con un público ávido de adquirirla.

Hace 25 años, nacía en Guadalajara la Feria del Libro bajo el alero de la Universidad del mismo nombre. Eclipsada por referentes feriales como la del Palacio de Minería en el D.F., Feria del Libro de Buenos Aires, Líber de Barcelona, e incluso por la de Santiago de Chile, no se amilanó y trabajó hasta convertirse en la cita literaria más importante de Hispanoamérica. Junto a la Universidad de Guadalajara estaba también el gobierno del Estado de Jalisco que creó de inmediato las condiciones físicas, como lo es un recinto ferial, para que los libros, pero también muchos otros sectores de la industria tuvieran un lugar apropiado, amplio, con estacionamientos y todas las facilidades para recibir a millares de personas de manera simultánea. Al mismo tiempo, otras universidades, buscaron lucirse en la Feria con lo que mejor sabían hacer: una producción importante de libros de todos los ámbitos del conocimiento que reflejaban el quehacer y el trabajo de toda la comunidad académica que aportaba de manera clara y contundente al diálogo cultural.

La Feria del Libro de Santiago cierra su 31 versión en la Estación Mapocho. Un recinto que no es el apropiado para una Feria que requiere de plantas libres amplias, como también y en la misma importancia, de salones de conferencias de fácil acceso y múltiples capacidades para acoger a Jornadas de profesionales del mundo del libro y un programa cultural cautivante, como también de estacionamientos o servicios de diversa índole. Una Feria que cobra U$5 dólares los fines de semana, para decirlo en términos universales, por sólo ingresar a un espacio donde los libros son además castigados con el impuesto más caro del continente. Una Feria en que la producción editorial universitaria está prácticamente ausente, en momentos en que la calidad de la educación es exigida en las calles por una ciudadanía cansada de que le “pasen gato por liebre”. ¿No es la producción de libros que produce una casa de estudios un buen barómetro para medir la temperatura del pensamiento que se gesta dentro de sus aulas?

El fin de una feria no es sólo la venta, la que es necesaria, urgente, cuando se trata de que el público pueda llevarse lo que busca, peor también conocer y asomarse a nuevas producciones y apuestas.

El fin de una feria es crear las condiciones para una verdadera fiesta del pensamiento, en el que creadores, lectores y profesionales del mundo editorial y del mundo de las comunicaciones puedan dialogar a través de su producción intelectual.

El fin de la 31 versión del Libro de Santiago es una buena oportunidad para preguntarse respecto de su finalidad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.