En una demostración palmaria de que la política sigue cautiva de las cúpulas partidarias, los presidentes de la Democracia Cristiana y Renovación Nacional han convenido una propuesta destinada a modificar el sistema institucional que nos rige. Con no más de un puñado de dirigentes, acuerdan éstos la necesidad de establecer un sistema semipresidencial , que cree el nuevo cargo de Primer Ministro , que sea consensuado entre el Ejecutivo y el Parlamento. Al mismo tiempo, establecen la conveniencia de acabar con el sistema binominal actual para elegir a los legisladores para reemplazarlo por otro que denominan “proporcional corregido”, cuyos perfiles no quedan muy bien explícitos en este acuerdo que ha irritado en distintos grados al gobierno y a los partidos que no estuvieron en el conciliábulo.
La propuesta de un partido oficialista y otros de oposición se hace eco de los diagnósticos y demandas que por años se plantean en el país y que en realidad cuestionan toda la estructura institucional definida por la Constitución Política que nos impusiera el régimen castrense y a la cual apenas se le han hecho algunos retoques en más de dos décadas de post dictadura.
Curiosamente cada vez que se avecinan elecciones, la clase política se cuestiona la institucionalidad vigente y propone al Congreso Nacional proyectos de ley que muy luego duermen en la tramitación parlamentaria y en el desinterés de las cúpulas de avanzar efectivamente hacia un régimen más republicano y democrático. Mal que mal, gracias a las leyes de Pinochet, los mismos legisladores se reiteran groseramente en cada uno de los comicios y en las instituciones del Estado la torta política es repartida conforme a las tajadas que negocian los partidos y alianzas electorales, en la común avidez por retener sus cargos y mantener las prebendas del poder.
Ya no hay proyectos políticos ni diferencias doctrinarias entre el acotado espectro político que se enseñorea en La Moneda y las cámaras legislativas, tanto así como que esta misma propuesta resulta de partidos que fueron diametralmente contrarios en el pasado, pero que hoy ven con turbación que la protesta social pueda producir, más temprano que tarde, un nuevo quiebre institucional. Se trata, entonces, se acordar otros cambios cosméticos a la Constitución y la Ley Electoral, así como en las últimas elecciones parlamentarias se negoció abrirle algunos cupos al Partido Comunista en la Cámara de Diputados, sin que esta nueva bancada haya podido alterar en lo más mínimo las normativas y quórums que aplastan los derechos ciudadanos y perpetua prácticamente los mismos rostros en las instituciones públicas. En este equilibrio pasmoso entre la Alianza por Chile y la Concertación que, de tanta connivencia, ya no es posible observarles diferencias fundamentales.
La propuesta planteada con tanto despliegue mediático lo que se propone es distraer al país respecto de las más sólidas demandas ciudadanas. Pasar por alto, desde luego, la posibilidad de convocar a una Asamblea Constituyente que se haga cargo de redactar y proponernos una nueva carta fundamental, que es lo lógico que ocurra después de un prolongado gobierno dictatorial. Al mismo tiempo, busca postergar todavía más aquel conjunto de iniciativas que nos prosperan en el Congreso ni en el Gobierno, como la que se propone reconocerles el derecho a sufragio a los chilenos que viven o se encuentran accidentalmente en el exterior. Además de la posibilidad de otorgarle iniciativa de ley a los ciudadanos y consolidar la consulta plebiscitaria a nivel comunal, regional o nacional. Cuanto aquella que busca la elección directa de los consejeros nacionales y los propios intendentes regionales.
Lo que tenemos actualmente en Chile es la realidad de un gobierno de un contundente rechazo popular, así como la de un Parlamento integrado más por el conciliábulo cupular y el “dedazo” de los partidos que por el voto ciudadano. De esta forma es que se impone la necesidad de desahuciar las propuestas distractoras para exigir un cambio profundo de nuestro sistema institucional. No puede resultar una auténtica reforma democrática de espaldas a la soberanía popular y al amaño de personajes que se arrogan facultades que el pueblo no les ha dado o ya no les mantiene, luego de más de dos décadas de dilaciones. En este sentido, el diagnóstico y las movilizaciones ciudadanas del año pasado deben convencer al país que la superación de las groseras inequidades, la discriminación social y los derechos fundamentales como el de la educación y la salud se conquistarán en la calle y no a iniciativa de un grupo de “`iluminados” que, por lo demás, tienen también en común ser digitados desde los directorios de las organizaciones patronales y las empresas extranjeras que se posicionan de toda nuestra geografía. Y que, en su colusión histórica con los militares, se demuestran a diario como el verdadero poder detrás del sillón presidencial, los curules o las bancadas de nuestra endeble institucionalidad.