La pasada edición de los premios Oscar estuvo marcada por la nostalgia, el auto homenaje y la invitación enfática para la audiencia de regresar a las salas de cine. La película más premiada “El Artista” -que se llevó, entre otros, el premio a la mejor película, mejor director y mejor actor-, es una cinta francesa, en blanco y negro y muda que hace un homenaje a la historia del cine y al desarrollo de la industria Hollywoodense. Otra película favorita, y que se llevó varios premios técnicos, fue “Hugo” el más reciente trabajo de Martin Scorsese en donde se realza la figura de uno de los padres del cine, George Melies.
En un contexto en que las nuevas tecnologías están desafiando el consumo del cine en salas, haciendo cada vez más accesible ver películas en casa en buenas pantallas y con buena calidad, tanto “Hugo” como “El artista” nos hacen volver a un tiempo en que la visita a las salas de cine era un momento mágico, un espacio en donde el espectador era sacado de su cotidianeidad y transportado a un mundo fantástico. La misma ceremonia de entrega de los premios de la Academia de Hollywood, estuvo llena de gestos y frases –desde la presentación del Cirque du Soleil, hasta algunos chistes del anfitrión Billy Cristal- en donde se recordaba al espectador que no hay mejor lugar para ver cine que las salas de cine. Como cinéfila, hoy no estoy tan segura de esa afirmación.
Durante el mes de febrero y aprovechando la avalancha de películas nominadas, tuve la posibilidad de ir varias veces al cine. Más allá de la calidad de las películas, que en general estuvieron bastante bien, la experiencia de estar en la sala no fue tan buena. Algo está pasando con el espectador chileno que cada vez tiene menos conciencia de este otro sentado junto o detrás de él. Viendo “La piel que habito” de Almodóvar me tocó una pareja mayor detrás de mí en que él le iba explicando a ella cada escena de la película; en la función de “Hugo” (en inglés) había dos mujeres con tres niños menores de 7 años cada una que los dejaron correr por la sala y jugar durante la mayor parte de la función hasta que –pasada más de una hora del filme- la molestia del resto del público fue evidente; en las función de “La chica del dragón tatuado” un joven atrás mío contestó su celular en plena función con la infame y conocida frase “estoy en el cine, pero dime no más…” y así, podría seguir, pero en resumen no puedo recordar la última vez que vi una película en una sala en silencio.
No es que crea que las salas de cine sean espacios sagrados, ni que el silencio absoluto en ellas sea algo posible, lo que sí me preocupa es la falta de respeto evidente en este espacio que debería celebrar la comunidad de un grupo de personas que se reúne para vivir una experiencia. Es claro que esta falta de conciencia del otro está extendida en todos los espacios que compartimos –es cosa de andar en Transantiago o caminar por el centro de la ciudad- pero que se me hace muy triste la idea de que las salas de cine se estén transformando en un espacio hostil para los propios cinéfilos.