Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 26 de abril de 2024


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El complejo de Chile


Martes 29 de enero 2013 11:26 hrs.


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Una peste devasta a Tebas porque —reza el oráculo de Delfos— hay que lavar una mancha de sangre que ha sufrido este país y no dejarla crecer hasta que no tenga remedio…  esa mancha es la causa de las desventuras de la ciudad. Lo que el rey Edipo desconocía era que el responsable de los males, el monstruo culpable de esa sangre impune al que trágica y desmesuradamente intentaba encontrar, había sido desde siempre él mismo. Por calces alegóricos, el manoseado pero gran descubrimiento interpretativo de Freud puede volverse una vez más útil para entender algunos “síntomas” de una sociedad últimamente tan ¿“edípica”? como la chilena.

Porque la “cuestión mapuche” reflotada las últimas semanas, con la intensa puesta en escena social y política que hemos podido apreciar a través (y en) los medios de comunicación —con la compulsión hermenéutica sobre el tema dentro de la cual esta reflexión nace—, debe ser entendida como expresión de un síntoma que no se trata en última instancia solo de un conflicto de “diferencia cultural” entre el Estado chileno y el Pueblo mapuche, subyacente a las legítimas reivindicaciones de tierras (no tan)“ancestrales”, de autodeterminación, reconocimiento constitucional y reparo del daño histórico.

El (mal) llamado “conflicto mapuche” —nombre genérico bajo el cual se inscribe la efervescencia reciente— emerge a fines de los años 90 para referir al entonces resurgimiento de acciones reivindicativas indígenas al margen de los canales institucionales dispuestos por los gobiernos tempranos de la Concertación, canales no representativos e incapaces de viabilizar eficientemente las necesidades de acceso y protección a recursos tan básicos como la tierra y el agua. Lo que no designa el nombre “conflicto mapuche”, pero sí encarna dramáticamente, es su estrecho vínculo con los procesos de modernización neoliberal que se consolidan en Chile durante esa década, con su consecuente explotación indiscriminada de recursos naturales —como la inauguración de centrales hidroeléctricas en territorios habitados por mapuche-pehuenche— y la progresiva pauperización de las comunidades mapuche rurales. Dicho nombre no designa pero encarna, una de las contracaras del “exitoso” avance económico del país: El brutal ejercicio del poder contra la población más pobre de Chile, toda vez que escenifica la obscenidad de la institucionalidad nacional, es decir, su violencia constitutiva y el modo igualmente violento de relacionarse con la particularidad social que no se adecue a los “valores superiores” que articulan políticamente la Nación. Así, el anti-derecho instituido como universal “de excepción”—como diría el Premio Nacional de Historia, Gabriel Salazar—, se garantiza una vez más en la historia de la República a través de la aplicación de la ley antiterrorista creada por la dictadura cívico-militar de Pinochet, que ha sido invocada sistemáticamente hasta el día de hoy por el poder ejecutivo para perseguir a dirigentes, activistas y autoridades tradicionales mapuche —desde la administración de Ricardo Lagos, pasando por Bachelet hasta Piñera—; una ley fuertemente cuestionada a nivel internacional por su carácter espurio, al nivel de costarle al Estado un juicio en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Se sigue entonces que poner el foco en la pura discusión étnica termina siendo funcional al actual estado de las cosas. Nombrar este conflicto como si fuera mapuche oculta en definitiva sus profundas imbricaciones con la hegemonía de un modelo económico diseñado e impuesto en Chile a punta de terrorismo de Estado, que hoy opera discursivamente como el grado cero de la política institucional. ¿Qué pasaría si nos corremos de la circunscripción útil (o inútil, depende) del llamado “conflicto mapuche”? Podremos vislumbrar, tal vez, que el verdadero conflicto no está en las reivindicaciones identitarias de un Pueblo “originario” que preexistía al Estado y que este último no ha logrado “pacificar”. El núcleo conflictivo aparece más claramente cuando comprendemos el carácter excedente de la resistencia mapuche, un excedente de identidad que molesta al sistema, que le parece ajeno y susceptible de provocarle terror, pero que es producido por y dentro de la dinámica misma del sistema de explotación colonialista del Estado-nación. Hemos de recordar —por qué no— el vaticinio siempre potencial de Marx sobre el fin del capitalismo: algo así como no provocado por la resistencia de fuerzas externas de tradición precapitalista sino por su incapacidad fundamental para controlar sus contradicciones intrínsecas.

Apurándome un poco, no se tratará de desviar las razones de la lucha indígena para reivindicar otras causas “perdidas”, pero resulta inquietante observar hecho de que las y los mapuche en el Chile actual no solo tienen una identidad étnica, sino también una identidad campesina, de pobres, de proletarios, de estudiantes, de ciudadanos y ciudadanas chilenas (basta ver que más del 60% de su población se encuentra en Santiago, distribuida en las comunas más pobres y marginales, empleada mayoritariamente en trabajos “no calificados” o directamente residuales). El punto es que por el simple —y no tan simple— hecho de su solidaridad y conciencia identitaria (casi digo “de clase”) erigida en resistencia al ejercicio de un poder dominante vuelto aquí con rostro claramente visible, la “cuestión mapuche” devela y coagula con mayor facilidad aquello que en otros sectores sociales permanece oculto, desarticulado, y que tiene que ver con la dimensión universal de su resistencia a la barbarie como envés de las políticas públicas y su normalidad institucional, a la descontrolada acumulación capitalista, la discriminación y la injusticia social. Dimensión que deslinda lo tan interior del conflicto: un antagonismo en el corazón del sistema, una contradicción del Estado-nación consigo mismo que inocula la semilla de un proceso revolucionario hacia una de sociedad distinta —por qué no, de un planeta distinto—, y que puede serle amenazante si no pone los acentos adecuadamente. Por eso es mejor seguir denominándolo “conflicto mapuche”, agotar “trágicos” esfuerzos en buscar responsables, agudizar las tensiones o incluso buscar algún tipo entendimiento simbólico; la estrategia se parece a la falsa actividad del neurótico obsesivo, que despliega un hacer frenético para que en realidad nada cambie. Por eso el Estado de Chile se niega a pedir perdón; no vaya sucederle como a Edipo, que se encuentre de pronto con el insoportable destino trágico del monstruo dentro de sí mismo y termine sin ojos, desterrado en algún lugar ya sin reino.