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Año XVI, 26 de abril de 2024


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Vidas ejemplares

Columna de opinión por Antonia García C.
Jueves 11 de abril 2013 14:44 hrs.


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Quisiera una vez más agradecer a los lectores que con sus comentarios completan, desarrollan y, en ocasiones, señalan las debilidades que un texto puede tener. Agradecer a María Luisa, que en la última columna indicaba una lista de nombres que permiten situar al padre Mariano Puga en una historia colectiva en la que, sin duda, no ha estado solo. Agradecer a Catalina que subrayaba lo importante que resulta en este mundo ser un “hombre bueno”. Agradecer a un lector o lectora que no dejó su nombre pero sí una pregunta referida a Mariano: “Y qué ocurriría, si le copiáramos una pequeña y mínima parte de su actuar…” Es un tema relevante. En definitiva, ¿de quién podemos aprender?

Gran parte de las horas del día vivimos pendientes de personas que bajo ningún concepto pueden servirnos de ejemplo. Personas, actitudes y hechos que nos inspiran repudio. Muchos elementos determinan la construcción de la noticia, su difusión y sus usos. Quisiera limitarme a señalar lo que sería un revés de esta situación. Nuestra dificultad para enterarnos de las experiencias positivas, para conocer personas, actitudes, hechos ejemplares. Teniendo en mente estas cuestiones, voy a contar una historia que quizás no hubiera narrado en este espacio, en otras circunstancias, por considerarla fuera de lugar. Se la cuento a quien quiera escucharla pensando especialmente en Citlali porque tiene razón cuando escribe: “los Mariano Puga nunca dejarán de nacer”. Hoy voy a hablar de uno de ellos. Preciso que nada de lo narrado fue ni podrá ser noticia y, sin embargo, siento que hay que contarlo.

Jacques Alési había llegado a la ciudad de Creil –al norte de Francia–, cuando todavía era un muy joven estudiante de la Sorbonne, allá por el año 1947. Buscaba trabajo y lo encontró en una escuela secundaria que estaba construyéndose en la parte alta de la ciudad. En ese período de post-guerra, los recintos escolares seguían siendo insuficientes. La escuela a la que llegó contó rápidamente con dos edificios pero aún así no había lugar para que tuviera una sala fija. De manera provisoria se había instalado en uno de los patios unas salas prefabricadas, llamadas barracas. El hombre pidió una de ellas y pidió además quedarse. En una de esas barracas ejerció como profesor de francés durante toda su vida. En el año 1951, empezó a organizar viajes con sus alumnos. En un primer momento estos viajes eran parte de un proyecto pedagógico específico. Con el tiempo se independizaron y fueron organizados durante las vacaciones de verano. Si bien estos viajes contaban con el apoyo de diversas instituciones, el uso que les dio este hombre fue totalmente inusual. Tanto por la regularidad de los viajes (anuales), su duración (tres semanas) y los destinos: Italia, Córcega, Grecia, Yugoslavia, etc.

Jacques Alési llevó a sus alumnos –y a otros que no eran sus alumnos– de vacaciones durante casi cuarenta años. Y durante esos cuarenta años la ciudad de Creil se transformó. Se convirtió en una ciudad segregada. En ciertos barrios, particularmente en la parte alta donde estaba ubicada la escuela, se concentraron los sectores más humildes, las viviendas precarias y una serie de dificultades que, en los años 1980, se hicieron patentes. Gran parte de la población era inmigrante. Inmigrantes originarios de las antiguas colonias francesas que llevaban largos años instalados en Francia o inmigrantes más recientemente llegados.

Así, en ese sector de Creil, una sala de clases “normalmente constituida” mostraba toda la variedad de cabecitas rubias y morenas habidas y por haber. La mayoría de esos niños, con algunas excepciones, vivían situaciones sumamente difíciles tanto en sus casas como en la escuela misma. Esa escuela, que al igual que cualquier recinto público francés, rezaba “libertad-igualdad-fraternidad”, supo tener profesores racistas que humillaban a sus alumnos. En algunos casos, riéndose de un atuendo, de una costumbre; en otros, burlándose del color de la piel. Pero en esa misma escuela hubo también profesores que les entregaron a esos niños –incluyendo a los hijos de los obreros franceses desocupados– lo mejor de sí mismos. Jacques Alési fue uno de ellos dentro y fuera de la escuela. No por nada uno de sus primeros y más viejos alumnos se refirió a él como a un maestro-obrero.

La primera vez que lo vi, formando fila junto a mis amigas en el patio de la escuela, pensé “si sabía no venía”. El hombre tenía algo del oso. Medía dos metros y lucía la cabeza totalmente blanca. Tenía un vozarrón de aquellos. Lo que no impedía una forma de ternura (después lo supimos). No es que Jacques Alési nos hablara en “chiquitito” o que nos acariciara la cabeza. Pero, a veces, se reía. Esa risa no era menos impresionante que los gritos que como flechas a veces atravesaban la sala y uno bajaba la cabeza y mordisqueaba la punta del lápiz pensando que nunca jamás habría inspiración para escribir una línea. En eso solíamos estar, invocando a las musas, cuando de pronto algo le causaba risa y esa risa de Alési era no solamente contagiosa sino también reveladora. Todo en esa risa nos decía que era un hombre bueno. Un hombre que nos inició al teatro de Chéjov, a las canciones de Vian y al cine de Resnais, aunque nada de eso estaba en el programa. Y, también, un hombre decidido a llevarnos de vacaciones. Lejos.

No recuerdo el año, pero fue en la segunda mitad de los 80. El destino era Grecia y todos queríamos ir. Pero había un problema. Dos alumnas no tenían “papeles”. En mi caso… faltaba una visa. En el caso de Uma… faltaba todo. Alési consideró el problema, lo comentó con sus colaboradores y resolvió llevarnos. Cabe subrayar que, en cada viaje se movilizaban dos o tres buses llenos de niños de doce, trece, catorce años, con sus correspondientes “monitores” (los que fuesen necesarios, todos voluntarios). Jacques Alési viajaba primero en auto (un Citroen que llegó a ser legendario en la ciudad y cuyo motor todavía conmueve el oído de los ex alumnos), hacía un reconocimiento de terreno y preparaba el recorrido con varios meses de anticipación. Luego volvía a hacer el viaje junto al grupo. No íbamos a hoteles: acampábamos. El asunto es que partimos rumbo a Grecia. Al tercer día, llegó el momento fatídico: el cruce de la frontera griega.

Mi amiga Uma era originaria de un país de África central cuyo nombre no recuerdo. Por mi parte, era originaria de un país de América latina que, me imagino, Uma tampoco recuerda. Nos llevábamos bien y nos causó gracia eso de tener que escondernos bajo el asiento de una tercera compañera: Joëlle. Era francesa y una de las niñas más queridas del curso. Nos escondimos. Recuerdo los ojos de Uma. Dos ojos enormes en medio de la oscuridad (nos habían tapado con frazadas) en los que despuntaba una risa que por suerte no estalló durante todo el tiempo en que los guardias fronterizos recorrieron el bus: sin hacer bajar a los niños. Detalle importante ya que los pies de Joëlle estaban apoyados sobre nuestras cabezas. Y así fue como pasamos la frontera.

Se podría hacer un libro con anécdotas de este tipo porque Jacques Alési nunca dejó que una administración entorpeciera sus objetivos: ofrecer vacaciones a niños que habitualmente no las tenían. El profesor entendía que estos viajes eran parte de su formación y de su integración. Integración, no meramente a una escuela, ni a una ciudad, ni a un país. Al mundo.

Hace dos años estuve en la ciudad de Creil. Visité a Jacques Alési. Tiene más de ochenta años. Supe que hasta 1994 salió de viaje con los alumnos y que desde entonces asesora a otros, antiguos alumnos suyos, que hoy siguen con su labor. Entre esos antiguos alumnos, Joëlle, que hoy es profesora en una escuela primaria donde la gran mayoría de los niños son franceses cuyos abuelos provienen de los más variados países del mundo. Recordando estas anécdotas, me vine a enterar de la parte que no pude ver en la frontera. Joëlle le comentaba esta escena a un amigo que no la había presenciado: “Las cubrimos con unas mantas y yo hice como que dormía. Pero estaba con medio ojo abierto, porque si el guardia se paraba y las descubría, yo no iba a dejar que se las llevara. Por ningún motivo. Y es que no eran extranjeros: ¡eran nuestros extranjeros!”. Confieso que esa expresión “nos étrangers”, en cualquier otra boca me hubiera molestado, pero no en boca de Joëlle que ha sido, en el camino trazado por Alési, su mejor alumna.

Para terminar, con un ejemplo francés, lo que quisiera plantear es lo siguiente: ¿por qué tendríamos que interesarnos más en lo que hace o no hace un François Hollande o un Dominique Strauss-Kahn –podría dar otros nombres– teniendo un Jacques Alési en este mundo? ¿No hay algo absurdo en esa desigualdad con que miramos a los hombres? ¿Qué aprendemos con Hollande? ¿Qué nos enseña? ¿En qué nos ayuda a vivir? ¿De qué manera podría hacernos mejores?

También se puede plantear esta cuestión de otra manera: ¿qué tipo de saber es aliado de nuestro coraje? ¿Qué tipo de saber nos infunde fuerza, lucidez, convicción para seguir viviendo y compartiendo e intentando trabajar en la senda –aunque sea de lejos– que abren los Alési, los Mariano? Y, ciertamente, los Aldunate, los Dubois. Y todos aquellos de los que ni siquiera sabemos el nombre.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.