Aunque opinable en términos de sus volúmenes reales y potenciales, hay coincidencia que los ingresos provenientes de los recursos naturales han permitido a diversos países de Latinoamérica gran parte de su crecimiento económico. Como muestra, baste el caso de Chile, en el que la industria extractiva del cobre aporta más del 55% de las entradas por exportaciones anuales y podría ser más, lo que, no obstante, junto con la “bendición” de la mayor riqueza en dólares, traería aparejado la agudización de la llamada “enfermedad holandesa”, que actualmente tiene el tipo de cambio por bajo los $470 y obliga a los ministros de Hacienda a mantener varias decenas de miles de millones en los mercados financieros internacionales, de modo de hacer viable el resto de los envíos, que no subsistirían con un dólar más bajo.
De allí que diversos investigadores, entre ellos, Carlos Monge, coordinador para América Latina del Revenue Watch Institute y experto en política extractivista sustentable, citado por DW, se estén pronunciando cada vez más por una transición gradual hacia sociedades post-extractivistas en esta región, reorganizando las industrias de extracción (minerales, gas o petróleo) para atender las emergentes demandas de calidad de vida y protección ambiental y, al mismo tiempo, no depender estructuralmente del comercio exterior de esas materias primas.
En efecto, si bien la minería ha financiado el crecimiento de varias economías latinoamericanas, estas son extremadamente dependientes de aquella para asegurar sus niveles de vida, mientras que la acumulación sin precedentes de rentas públicas -dados los altos precios internacionales de estos comoditties– las confronta al complejo desafío de un adecuado manejo financiero. Durante una exposición realizada en Bonn, Monge recordó, además, los conflictos sociales que genera la explotación de materias primas y aseguró que tal resistencia se produce, especialmente, por los contrapuestos intereses respecto del agua entre minería y agricultura, sea por contaminación o uso excesivo.
Por otro lado, gran parte de los programas sociales en aplicación en Perú, Bolivia, Ecuador, Chile, Venezuela y otras naciones de la región, se financian con la renta minera, no obstante que las evidencias muestran que los problemas de pobreza no se solucionan estructuralmente de esa forma, pues, ni son gastos sostenibles, ni tampoco eficientes en el largo plazo. Monge y otros especialistas coinciden en que la superación de la pobreza pasa por más educación y políticas públicas que permitan que los pequeños productores urbanos y rurales accedan más competitivamente a los mercados, haciendo sustentable su participación en el tiempo.
Como hemos señalado anteriormente, a raíz de la crisis Europa no sólo está compitiendo por los recursos naturales de América Latina, sino también busca invertir capital en su industria extractiva. Tales inversiones, empero, según Monge, deberían recibirse solo si cumplen cuatro condiciones: primero, solo deberían permitirse en países suscriptores de la Iniciativa de Transparencia en la Economía Extractivista, programa enfocado a aumentar la transparencia de pagos e ingresos en esa industria; dos, deberían hacerse tras previa consulta a toda la población afectada y no solo pueblos indígenas (Convención 169 de la OIT); tres, los Estados deberían llevar a cabo una zonificación ecológica y económica que permita combinar conocimientos técnicos foráneos con los locales sobre recursos y usos en el territorio específico y, cuatro, que los inversionistas ayuden a diversificar las economías latinoamericanas.
En tal sentido, el representante del Revenue Watch Institute destacó iniciativas como la ecuatoriana en Yasuní, área en donde hay petróleo, pero también es una de las zonas de mayor biodiversidad del planeta. Quito requiere de dichos ingresos petroleros, pero entiende el valor ecológico de Yasuni, por lo que ha propuesto que el mundo pague por mantener la zona sin intervención. Otro ejemplo es Costa Rica, país que decidió no ser extractivista y apostó por el turismo y la biodiversidad, prohibiendo la minería a tajo abierto o el uso de mercurio y cianuro.
Chile ha invertido parte de su renta del cobre en ciencia y tecnología, aunque por cierto, falta mucho. De hecho, buena parte de los recientes ingresos por royalty minero no se han utilizado en más investigación y desarrollo citado entre las razones que lo justificaron, tanto por cuestiones burocráticas, como por la escases de proyectos financiables. Así y todo, nuestra riqueza minera ha posibilitado cierta diversificación y avance en otras áreas como la cría de salmón, cultivo de frutales, industria del vino, o la forestación comercial. Brasil, por su parte, planea dedicar parte importante de la renta petrolera en la educación; en Perú, varias regiones ya realizaron su zonificación ecológica y económica, mientras Argentina y Chile mantienen un litigio con una firma minera en un área cordillerana trans-fronteriza, basado en la protección del agua y de glaciares amenazados por el proyecto.
Una clara explicitación de los intereses en juego, la definición de los espacios posibles de cooperación para un desarrollo científico y técnico, que integre universidades, profesionales y pequeños productores locales, una producción amigable con el medioambiente y la honra conjunta de los compromisos adquiridos, fiscalizándolos socialmente, son condiciones que harían más fluido y permanente un desarrollo sustentable, armónico, justo y rentable, tanto para los inversionistas, como para las naciones de la región, permitiendo la generación de riqueza que posibilite el paso desde una economía extractiva a una de mayor valor agregado.