Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 26 de abril de 2024


Escritorio

El ladrón de libros

Columna de opinión por Antonia García C.
Jueves 10 de octubre 2013 6:48 hrs.


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En estos días ha concluido en la televisión nacional argentina un nuevo ciclo de clases abiertas realizadas por Ricardo Piglia. Este ciclo de cuatro clases estuvo dedicado a la obra de Borges. Otro se había centrado en la novela argentina. Se trata en ambos casos de un material de gran valor puesto al alcance de todos. Hace ya bastante tiempo que la televisión argentina (mediante su canal nacional y los que dependen del Ministerio de Educación) viene incursionando en la posibilidad de transformar la “caja boba” de la que hablaba el poeta Acho Manzi en un instrumento de educación y de valorización de la cultura. Diversas experiencias han sido realizadas en ese sentido pero no deja de sorprender que un programa con estas características pueda ser difundido un día sábado en un horario de gran audiencia. Hay ahí una apuesta que impacta por la calidad del contenido y porque postula que hay alguien en casa –en muchas casas– dispuesto a escuchar. Nótese que todas las clases abiertas de Piglia están disponibles en Internet en diversos sitios, entre ellos el de Canal 7 de la Televisión Pública Argentina. Lo que quiero contar se relaciona con la clase número tres del ciclo sobre Borges.

En esa clase se habló del escritor como lector. Dentro de esa temática, Piglia subrayó un detalle: Borges anotaba los libros que iba leyendo y como si esas anotaciones hubieran sido cartas minúsculas, les ponía fecha. Esto quiere decir que existe, además de la obra literaria stricto sensu, una obra marginal, fragmentaria, que quedó diseminada. Diseminada hasta hace poco, ya que Piglia contó también la existencia de un libro dedicado a reunir esos comentarios marginales que nos revelan la manera en que Borges leyó.

El detalle me resultó conmovedor. En primer lugar porque es un punto de encuentro. Mucha gente que no es Borges anota los libros. Y no sólo los anota sino que también los subraya, les pone todo tipo de marcas, puntos suspensivos, puntos de exclamación, de interrogación. Flechas incluso. Cruces. Círculos. Una suerte de mapa: toda una cartografía del pensamiento y de la emoción que puede suscitar una lectura se despliega silenciosa en las bibliotecas. En todas las bibliotecas. No hace falta que sean las de personas famosas porque hasta a Perico de los Palotes le pasan cosas con sus libros. En especial con sus libros anotados. En ocasiones, los libros se pierden. En ocasiones, bibliotecas enteras se pierden. Y esto que podría parecer anecdótico en relación a otros hechos más dignos de interés (algún día escribiré sobre la jerarquía de los hechos dignos de interés) en ciertas circunstancias históricas toma un matiz profundamente dramático. Por poner un ejemplo. Durante la última dictadura argentina hubo una biblioteca en la ESMA. Una biblioteca hecha con los libros robados de las casas que fueron allanadas. Una biblioteca de la que se llegó a decir que era “la mejor biblioteca” del país y es posible que lo haya sido. Pero por impactante que sea este tema, hoy quisiera relatar un hecho menos cargado de historia pero no menos revelador de lo que implica ese objeto misterioso que llamamos libro.

Este es el segundo punto. Si el detalle que contaba Piglia respecto a un Borges empeñado en anotar sus libros me conmovió es también porque se relaciona con una anécdota reciente que le sucedió a un amigo. A este amigo –cuyo nombre no voy a revelar porque hay nombres que intimidan, nombres que en sí mismos encierran una forma de cuento, de historia cuando no de Historia mayúscula– le robaron un libro. No era la primera vez que esto sucedía. Mi amigo tiene muchos libros y tiene además unos cuantos años, por lo cual en diferentes ocasiones le había sucedido que le faltara algún ejemplar en su biblioteca. Esta situación siempre es penosa. Todos tenemos experiencias de este tipo y sabemos que el robo de libros tiene características especiales. Entre otras cosas, porque ese delito sui generis lo perpetra, la mayoría de las veces, un amigo. Llegado el caso, el amigo de un amigo. Y esto lo convierte en un crimen no-denunciable. Lo que nos detiene es precisamente la vergüenza que el otro no tuvo. Ante el robo de un libro, no se nos ocurre denunciar. Pero aunque sepamos a ciencia cierta quién fue el malhechor tampoco es tan fácil encararlo diciéndole: oye tú, pedazo de cara dura, devuélveme el libro que no te regalé

Volviendo al caso de mi amigo, el hecho le generó una particular molestia porque un poco antes del robo lo habían invitado a participar en una actividad en torno a ese libro. Para poder honrar la invitación, tenía que releerlo y el ejemplar robado tenía una característica que lo hacía especial… estaba anotado. Esto es lo que mi amigo me comentó por escrito ya que, al no vivir en un mismo país, nuestra amistad se viene desarrollando de manera perfectamente muda y cordial a través del correo electrónico. Gracias a este medio, de vez en cuando se nos da por intercambiar frases breves pero sentidas de un lado a otro de la Cordillera. En esa ocasión fueron más o menos así:

– Me robaron el libro.
– Pedile a la editorial que te mande otro.
– Tendré que leerlo otra vez.
– Una lata.
– Pasa que el libro estaba anotado.
– Qué mala suerte.
– Entonces no será la misma lectura…
– Tienes razón. Te robaron dos veces
– …
– El libro y tu lectura. Oye, no es que no me importe el libro pero… ¿no se le podría pedir al ladrón que devuelva tu lectura?

Extraño tema éste… El de la relación que se establece en el objeto-libro entre un autor y un lector. Es ese diálogo lo que se vuelve insustituible cada vez que perdemos o nos roban un libro. Y por eso también resulta tan misterioso, tan emotivo a veces comprar en una librería “de viejos” algún volumen gastado. Un libro que fue de otro. Un libro anotado por otro. Por un lector del que no sabemos nada como no sea un nombre quizás en la primera página, una dedicatoria y todo aquello que, durante su propia lectura, le llamó la atención.

Confieso que de todos los ladrones habidos y por haber, el ladrón de libros cuenta con mi simpatía. Hace falta una salvedad. No me refiero a esos hombres que todavía hoy están siendo juzgados porque entre las mil fechorías que cometieron, también se cuenta la de haber robado libros. No, no me refiero a ellos, y queda pendiente para la próxima entrega una columna sobre un crimen todavía impune que nos remite a eso: al robo de una obra literaria que hasta el día de hoy nos aqueja, intentaré contarle al lector porqué. Pero hoy me refiero más serenamente al ladrón desarmado que sin intención de burlar –aunque burlando un poco– comete esa osadía de sustraer no tanto un libro, que podría encontrar en otros sitios, sino más bien una lectura. Porque eso es lo “único”, lo realmente “singular”. Eso es lo que se roba el ladrón de libros cuando interviene en una casa particular: una lectura. La lectura de alguien a quien conoce y en quién probablemente confía. Y por eso también de todos los ladrones habidos y por haber, el ladrón de libros merece un lugar destacado en la lista de los ladrones cuya insolencia no excluye una forma de respeto, además del deseo de aprender de mano amiga. La mano que escribió todas esas páginas que ya estaban escritas.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.