“¡Venceremos!”, dijo Allende. Y venció con un programa político repleto de cambios sociales. Pero a la historia chilena no le agradan las novedades, así que rápidamente las fuerzas armadas ubicaron en su sitio a la realidad: cayó, como la noche, el Golpe de Estado. Pinochet se convirtió en el primus inter pares, el primero entre sus pares.
Pasaron los años.
Freedman, en Estados Unidos, necesitaba un país para un misterioso experimento. Pinochet, en Chile, tenía un país que ofrecer. El apretón de mano inauguró en Chile el laboratorio del capitalismo más fundamentalista del mundo.
El 11 de septiembre de 1980, Pinochet dice: “De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono”.
Esa, básicamente, fue la apuesta política, apuesta basada en un discurso económico donde la ruta a la felicidad sería trazada por la acumulación de bienes. Por ahí nació quien escribe, el 83, para ser más preciso.
Pasaron los años y cayeron todas las dictaduras en Latinoamérica.
Y como a la historia chilena no le agradan las novedades ni tampoco ser original, también acá cayó la dictadura. Ganó el NO; con aquel triunfo el laboratorio cambió de dueños, pero siguió funcionando. La Concertación sacó las guitarras y canturreó al calor del libertinaje del mercado ofrecido e impuesto por Pinochet. Como lo describió un niño en una carta: “veo que salen barcos llenos de troncos y entrar barcos llenos de automóviles”.
De “izquierda” a derecha, al calor del mismo discurso se acomodaron las fuerzas políticas. Y así, el modelo político nos hizo creer que los bienes eran sinónimos de felicidad, la televisión impuso esa confusión. Entonces el poder se vistió con todos sus trajes, y nos convenció de su apuesta: con una educación individualista, separada con capacidad de pago; con la publicidad, que nos bombardeó la cabeza de promesas absurdas; con el mercado, totalmente desregulado, que redujo la condición humana a la acumulación de bienes, el individualismo y la competencia.
Sobre estos pilares se levantaron los hábitos mentales de la sociedad chilena.
Y nosotros (no hablo solo por mi), que apenas vivimos un par de años en dictadura, hijos y víctimas de una de las peores tragedias políticas del país, así, sin darnos cuenta, debimos hacer propias varias metas y objetivos que otros fijaron; debimos, en definitiva, acomodarnos a las promesas inauguradas a bombazos de los Hawker Hunter sobre la Moneda.
Hoy, vemos que la apuesta fue, por decirlo sutilmente, insuficiente: Chile es el país con mayor índice de desconfianza entre sus ciudadanos de toda Latinoamérica, el tercer país del mundo con mayor cantidad de presos por cada mil habitantes. Se desparrama lo que es ya una epidemia de trastornos psicológicos: depresiones, estrés, crisis de pánico, obesidad, en fin, múltiples derivaciones de un vacio interior que se llena con cosas, pastillas o comida. Qué decir de las pensiones miserables, de la salud y la educación convertidas en mercancía. O el modelo de desarrollo basado en estrujar las piedras, absorber hasta el último pez del mar y arrasar y arrasar arboles. Estamos carcomiendo las entrañas del país, con terribles externalidades medioambientales. Miramos bajo el hombro a los demás países del continente, y nuestra arrogancia se sustenta en la bonanza de un solo metal, si: uno solo.
Y si, tenemos más autos, casas más grandes, más ropa para elegir, mayor diversidad de comida, mayor esperanza de vida, incluso más derechos. Pero, ¿somos más felices?
…no lo somos.
¿Qué sucedió?: ¿no resultó la formula? ¿O será que todo tiene sus costos? A modo personal, creo que no funciona esa apuesta por el simple materialismo; la vida es otra cosa.
Ya han pasado bastantes años desde la imposición de aquel discurso. Hoy, pasamos de la transición política a la transición social. Y esa transición exige circundar al corazón del discurso: el mercado.
En todos los tiempos y lugares del mundo, siempre el mercado funcionó bajo consideraciones éticas: los mercados eran lugares de reunión, donde la gente compraba cosas, se acudía a hablar con otra gente, respirando olor a frutas y antigüedades. Era un ámbito más de la sociedad. Pero en este laboratorio se ha invertido el orden: el mercado ha tomado posición por sobre todas nuestras relaciones humanas. Hoy, es la sociedad la que, a codazos y empujones, debe acomodarse al mercado: las calles han sido secuestradas por el mercado, la salud, la educación, las telecomunicaciones, la energía, el agua, la tierra, la vejez, los alimentos, la muerte, las semillas… ¡todo es convertible en mercancía!
En este avasallador paso, en esta corriente apocalíptica, el mercado, claro, también se atornilló a las conciencias, nos invitó a competir para satisfacer necesidades inventadas, haciéndonos confundir los valores con el beneficio, transformándonos en seres desconfiados y recelosos. Y así, sensaciones tan íntimas como la felicidad hoy son consideradas como un fin: serás feliz cuando pagues la casa, cuando termines de pagar la última cuota de no sé qué cosa, o cuando tengas suficiente dinero como para declararte mejor que el resto. Ahí sí que sí. Y mientras tanto, ¡¿qué?!… toda actividad se realiza con el fin de adquirir cosas, lo que es un insulto y también un reduccionismo a la condición humana, que está destinada a fines más altos que la mera acumulación de bienes.
Otra trampa del discurso: invitar a acumular y acumular cosas, para despreocuparse de la política (entendida como el lugar donde discutimos las grandes ideas para convivir en sociedad) por miedo de quedarse abajo. Entonces me pregunto: ¿esos son los fines de la vida?
Sospechoso, por decirlo de algún modo.
Porque estamos acá, respirando la vida, aprovechando este misterioso regalo que no elegimos, para ser felices, para buscar la mejor versión de uno mismo y luego compartirla con el mundo, para sentir la máxima expresión del alma humana: el amor. Pero sentirlo sin los pesados barrotes de las deudas, de las enfermedades impagables, de la estafa de las AFP´s, de la educación, la salud y la energía más cara del mundo de acurdo al ingreso, y el tiempo que corre en contra, nunca a favor. En definitiva, estamos para ser quien queremos ser, y no convertirnos en lo que el poder quiere que seamos, y que hemos sido durante ya bastantes años. Muchas veces olvidamos por que estamos acá, y eso sucede por una razón simple: nuestra libertad de pensamiento ha estado condicionada por la presión de un discurso político. Por esos micropoderes que describía Foucault. Y si no tenemos libertad de pensar lo que queramos pensar, difícilmente podremos visualizar los verdaderos fines de la vida.
Alberto Mayol, en su libro “El Derrumbe del Modelo”, cuenta cómo Marcelo Bielsa vivió el terremoto del 2010: estaba el D.T en Juan Pinto Duran, cuando empezó a sacudirse la tierra. Bielsa, quizás en forma inconsciente, se acercó a un televisor para evitar que cayera al piso. Y si, Bielsa salvó el televisor. Cuando se detuvo el terremoto, Bielsa recapacitó en lo absurdo de su reacción. Entonces llegó a una conclusión nada novedosa para nosotros: “Bielsa dijo que esta sociedad nos enseña a desear los televisores, a amarlos, a considerarlos valiosísimos. La fantasía que él vivió en ese instante fue el resultado de la sociedad en que vivimos: deseos tener lo que es deseable, deseo tener lo que tengo y lo que no tengo”.
He ahí una de las mayores trampas que se nos metió en la cabeza: desear cosas como fines en sí mismo, y no como un medio para, por ejemplo, entrénese, comunicarse o pasar el rato. Tener por tener, o por aparentar, da igual para efectos del discurso. No digo nada nuevo, es cierto, lo que si digo es que en algún momento debemos voltear la cabeza del fondo de la caverna y dejar de mirar los hechizantes fuegos que se impusieron en tiempos de la fogata obligatoria.
Solo cuando estemos bien parados en nosotros mismos, liberados de un polvoriento discurso, recién ahí podremos plantearnos la necesidad de dejar de salvar televisores para preocuparnos de una cosa un poquitín más importante: nuestras vidas.
Hoy, la misión de la política es abrir las ventanas de ese discurso.
Hans Kelsen, uno de los grandes juristas del pasado siglo, dice: “La búsqueda de la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una finalidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello la busca en la sociedad. La justicia es la felicidad social, garantizada por un orden social. La felicidad política es una condición imprescindible para la felicidad personal. Hemos de realizar nuestros proyectos más íntimos, como el de ser feliz, integrándolos en proyectos compartidos, como el de la justicia”.
¿Podemos ser felices en una sociedad que, como dijo Luther King, prioriza las cosas por sobre los seres humanos? Difícil.
Como decía: es misión de la política asegurar el entorno necesario para que cada uno pueda, por lo menos, plantearse alcanzar sus propios fines. Porque ¿qué es la política?: ¿la repartija de cargos públicos, donde asume un cobarde espécimen que trata de “putita” a una mujer?… ¡¿eso es la política?!
No: ese es el vertedero de la política. Y es un crimen abandonar este espacio para que lo ocupen esta clase de tipos. Dejar de hacer política, otra trampa del poder, es dejar de pensar los modos respecto a cómo nos organizamos. Tiene razón José Carlos Mariátegui: “La política es la trama misma de la historia. Y la historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza sobrehumana; los demás constituyen el coro anónimo del drama”.
Es hora de abandonar el coro anónimo del drama y recuperar el espacio de la política para reconstruirla sobre nuevos pilares. Y esto debe partir desde abajo, pero también desde las academias; hasta cuando, me pregunto, se enseñará en las facultades de ciencia política que Maquiavelo es el padre de esta disciplina, ¡si, Maquiavelo!, el mismo que invitaba a separar la política de la ética. ¡Cuantos se lo tomaron en serio!, ¿Por qué no podría ser alguien como Gandhi el padre de la ciencia política?, que en su filosofía adoptó el concepto de Sarvodaya (bien universal o progreso de todos), que implica, básicamente, que el bien del individuo es inseparable del bien común. ¿Será el momento de matar a este padre kafkiano? Hasta cuando se enseñará la mera formación y administración de los Estados modernos, como si estos fuesen inamovibles estructuras hechas de acero y no de lo que realmente los forma y los trasforma: los seres humanos. ¿No será tiempo de que la política deje de ser el arte de lo posible, para convertirse en el arte de lo imposible?
Insisto: eso hora de recuperar este espacio. En este esmero, el movimiento estudiantil dejó una importante enseñanza: partiendo por la enfermedad de una parte del cuerpo, se desnuda lo demás. La exigencia del “No al Lucro” en la educación, derivó en una posible reforma tributaria y un cambio de Constitución.
No será fácil recuperar este espacio. Y quizá esto demande reformular aquel Venceremos de Allende, por un: ven, seremos; que es un llamado a no quedarse abajo, a no dejar de pensar como nos vamos a convivir (vivir-con). En fin, a ser. Y así, siendo, construir un discurso donde la acumulación de bienes no sea la medida de todas las cosas, donde cada uno pueda plantarse sus propios fines en la vida, donde se trabaje para vivir y no se viva para trabajar, donde el derecho a la vida sea más importante que el derecho a la propiedad privada, donde la gente, mareada por la verborrea de la publicidad, deje de endeudarse para comprar y comprar cosas, que lo único que dejan son mas deudas, que engendran nuevas deudas para pagar las deudas anteriores. Un modelo que controle los números de la economía, que hace rato se escaparon del laboratorio, para destinarlos a su verdadero fin: la felicidad humana. Un modelo que, en definitiva, invite a ser y no parecer.