La noche del 29 de marzo concurrimos, una vez más, con Paulina, mi hija del exilio, al ritual de las velas, el canto, el recuerdo, en la esquina de Los Leones con El Vergel, en Santiago.
Es que, hace 29 años, tuve el infausto privilegio de abrazar -no, de sostener- a Verónica Antequera en el momento exacto en que se corroboraba que uno de los tres cadáveres encontrados -degollados- en Quilicura correspondía al de Manuel Guerrero Ceballos, quien había sido su esposo y era el padre de sus hijos Manuel y América. Estábamos en un pasillo de la Vicaría de la Solidaridad y a nuestro lado se encontraba Manolito, su hijo, entonces un adolescente de sólo 14 años. Aún puedo verlo derrumbándose en un rincón mientras se tapaba -horripilado- el rostro con sus manos.
Momentos así, marcan la existencia. Eramos, con Manuel y Verónica, dos matrimonios que hicieron amistad en el exilio. Nuestros departamentos, en la Hungría socialista, en el Budapest del bello Danubio azul, eran cercanos. Entre ambos edificios, había areas verdes, plazas de juegos para los niños, con columpios y bancos de arena, mesas de pingo-pong, asientos de plaza desde las cuales los veíamos disfrutar en las tardes de verano. Intercambiábamos libros en castellano y jugábamos “scrabble” para mantenernos al día el nuestro idioma, intentando abreviar las tempranamente oscuras tardes de invierno. Recuerdo a América en los cumpleaños de nuestra Paulina, y a Paulina en los cumpleaños de su América, en medio de tortas mil hoja, amigos chilenos, música de la patria lejana…
Vueltos a la tierra matríz, cada uno en lo suyo para hacer más corto el largo invierno caído sobre nuestro territorio, la tarde de ese aciago sábado 29 de marzo de 1985 me encontró reporteando -en la que llamábamos “la Vica”- la noticia que paralizaba a Chile. En ese momento de terrible incertidumbre, toda información podía ser útil para ubicar el paradero de Manuel Guerreo y José Manuel Parada, secuestrados y desaparecidos desde el día anterior (no se sabía aún de Santiago Nattino). Yo trabajaba entonces en Radio Chilena, dependiente del arzobispado de Santiago, al igual que la Vicaría de la Solidaridad, la que se situaba apenas al otro lado de la plaza de armas capitalina… Ese día me tocaba turno de tarde y, entre boletín y boletín horario, atravesaba yo la soleada plaza -llena de gente aparentemente “en otra”- entre viejos fotógrafos con sus máquinas de cajón, vendedores de maní y globos multicolores y el revolotear de palomas, para subir hasta la Vicaría y enfrentarme a la cruda realidad de lo que ahí acontecía: la atroz espera especulando sobre si alguno de los cuerpos encontrados esa misma tarde en las cercanías del aeropuerto podrían corresponder a Manuel y José Manuel.
Cuando comenzaba a oscurecer se produjo el feroz desenlace. Funcionarios de la Vicaría que habían concurrido al Instituto Médico Legal para intentar establecer la identidad de los cadáveres encontrados, retornaron portando la verdad en medio de gemidos de dolor que jamás he podido olvidar. No hizo falta más para comprender la espantosa verdad. Yo me encontraba, como expliqué, junto a Verónica y Manolito. Podrán imaginar lo que siguió…
La noche de este 29 de marzo, como hace 29 años, de nuevo abracé entrañablemente a Manolito, ahora convertido en un Manuel de 43 años. Un hombre que ha sabido sobreponerse al dolor, un ser dulce y de luz, como su padre hubiese querido que fuese. Hará unos diez años tuve el privilegio de entrevistarlo largamente para Radio Universidad de Chile y, más allá de la emoción compartida por el recuerdo del momento narrado, me impresionó la serenidad y lucidez conque él es capaz de profundizar en toda su historia de dolor y de lucha. Creo que lo guía el claro ejemplo de consecuencia de su padre, sin duda. Pero, además, en esa actitud suya está presente la fibra de cristal, acero y miel de su madre, Verónica.
Por eso el compromiso. Por eso, resulta imposible cejar en la lucha por la verdad, por la justicia, por NO olvidar la ignominia.
Simple y dolorosamente, para que nunca más.