El 8 de junio de 1977 fue aprobado por la Conferencia Diplomática sobre la Reafirmación y el Desarrollo Internacional Humanitario aplicable a los Conflictos Armados, el protocolo I adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales.
En dicho documento se establece que un mercenario es aquel soldado que participa de un conflicto bélico para su propio beneficio económico, al margen de toda consideración ideológica, nacional o de tipo político respecto de la parcialidad o grupo para el que lucha.
Esta variedad de “combatiente” ha adquirido especial notoriedad en el presente, sobre todo por las características que ha asumido la guerra moderna y la forma como las grandes potencias se han asimilado a la misma, para disminuir bajas y atenuar los contratiempos de diferente tipo que causan estas muertes en la opinión pública de países que a simple vista no tienen justificación válida para inmiscuirse en tales conflictos.
Ello ha llevado al surgimiento de empresas privadas que al no ser actores políticos ni militares estatales, no asumen las responsabilidades que estos últimos tienen en el marco del derecho internacional. Tales empresas contratan fuerza de trabajo “especializada”, generalmente entre miembros en retiro de ejércitos y cuerpos de seguridad, a fin de lograr los objetivos propuestos, lo cual permitido profesionalizar y generalizar la práctica de la actividad mercenaria.
Sin embargo, valdría hacer notar que el desprestigio del término y el rechazo a esta actividad en la mayor parte de las sociedades civilizadas han puesto en entredicho la práctica de tan deleznable actividad e incluso el uso de tal vocabl . Sin embargo, para burlar este creciente repudio, las fuerzas intervencionistas, en particular Estados Unidos ha girado hacia una doctrina militar que tiende a maquillar sus intenciones y disimular la brutalidad y la sinrazón de sus objetivos, lo cual, -entre otras cosas- ha significado la utilización de nuevas expresiones, generalizando el uso de eufemismos que intentan ocultar la profundidad de sus acciones y hechos.
Así, como apunta Telma Luzzani, periodista y escritora argentina especializada en temas de política internacional en su extraordinario libro “Territorios vigilados. Cómo opera la red de bases militares norteamericanas en Sudamérica”, los insurgentes colombianos pasaron a ser “narcoterroristas” y la guerra que el gobierno de ese país libraba contra las fuerzas guerrilleras “una lucha antiterrorista”. Así mismo, la periodista argentina recuerda que: “En la jerga militar la palabra ´colaboración` fue reemplazada por ´seguridad cooperativa` las bases militares por ´sitios de operaciones de avanzada (FOL)`; los mercenarios por ´contratistas privados` y los militares estadounidenses en el extranjero ya no son ´asesores`, sino ´instructores`, ´personal de apoyo ‘o ´personal logístico`”.
Una de las notorias empresas de este tipo, que a pesar de violar las normas más elementales del derecho internacional, actúa con total impunidad, resguardada por el gobierno de su país de procedencia, es Military Profesional Resources Incorporated, de origen estadounidense, la que después de trabajar para el gobierno de Croacia, fue contratada por el Pentágono para asesorar al Ejército colombiano. Así mismo, Executives Outcomes que arrancó dirigida por militares del ejército racista del apartheid sudafricano pero que trasladó su sede a Londres, ha sido muy activa al conseguir contratos en Europa, África y América Latina para “proteger” las actividades de transnacionales mineras y petrolíferas.
Por su parte, Dynacorp, creada como empresa aérea de carga en 1946 por pilotos norteamericanos, pero que hoy es propiedad de funcionarios de inteligencia del Pentágono y la CIA, ha prestados servicios en el Sudeste de Asia, Irak, El Salvador, Bosnia, Ecuador y Colombia, siempre en tareas de contrainsurgencia.
Pero, la que podría considerarse “la madre” de todas estas contratistas” para alimentar las guerras con “carne fresca” es Blackwater, rebautizada como Xe Service y más recientemente denominada Academi, aunque también opera en Medio Oriente bajo el nombre de R2. Su sede está en Moyock, Carolina del Norte, al sureste de Estados Unidos y está dirigida por Erik Prince, un ex miembro del ejército de Estados Unidos.
Ha tenido una relevante participación en Irak, Nigeria, Somalia y desde hace solo unos pocos meses en Yemen después que Prince (quien reside en en los Emiratos Árabes Unidos [EAU]) firmara un acuerdo con el príncipe heredero sustituto y ministro de defensa de Arabia Saudita Mohamed Bin Salman bajo el auspicio del Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de los EAU, Mohammed bin Zayed Al Nahyan
El acuerdo por 539 millones de dólares, garantiza la presencia de 1.400 hombres de la compañía Academi, que participarán en acciones de combate junto a las Fuerzas Armadas de Arabia Saudita en Yemen. Algunos reportes que se han dado a conocer en la región, aseguran que el régimen saudí afirmó que garantizará la seguridad del personal de Academi, para lo que utilizará su influencia entre los militantes activos de al-Qaeda en ese país a fin de prevenir cualquier posible ataque del ejército y las fuerzas huthies yemenitas del movimiento Ansarolah, que resisten la invasión saudí, la que más de un año después de su inicio no ha logrado cumplir los objetivos mínimos trazados.
Sin embargo, el New York Times ha informado que fueron 1.800 los soldados latinoamericanos que se concentraron en una base militar de Emiratos Árabes Unidos (Ciudad Militar de Zayed), y que de ellos 450 eran colombianos, aunque también había panameños, chilenos y salvadoreños. Según el periódico estadounidense: “Las autoridades de los Emiratos han mostrado predilección a la hora de contratar a colombianos porque su profesionalidad se considera probada en la guerra contra las FARC en Colombia”.
Como se peude observar, si algo tienen en común todas estas empresas, es su relación con el conflicto bélico interno de Colombia. La privatización de la guerra en este país no es nada nuevo, ya desde la década de los 90 del siglo pasado, el Pentágono encargó algunas misiones a estas empresas globales de la industria de la guerra, a fin de violar el reglamento del Congreso de Estados Unidos que limitaba a 500 el número de soldados que podían tener presencia en Colombia, aunque posteriormente lo elevó a 800, los cuales no podían participar directamente en acciones bélicas, lo cual era subsanado con la presencia de mercenarios que actuaban al margen de la ley. Estas acciones escalaron a niveles muy superiores durante el gobierno de George W. Bush.
En particular, a partir de 1997 hubo una intensificación de las firmas militares privadas en Colombia. Según relata Luiz Alberto Moniz Bandeira en su libro “La formación del imperio americano. De la guerra contra España a la guerra en Irak”, en Colombia, los “contratistas y proveedores del Pentágono, asumieron el manejo de sistemas de comunicación y radares, fumigación de plantaciones de coca, investigación del movimiento de personas y armamentos, e inclusive otras tareas de inteligencia”.
Para los que duden de los aprestos del Pentágono contra Venezuela, esbozados en los Planes Venezuela Freedom I y II y supongan como fantasiosas las posibilidades de una intervención militar en el país, deben saber que ésta no se hará con soldados estadounidenses, una modalidad del pasado. Para ello, desde hace muchos años, Estados Unidos viene preparando un ejército mercenario de miles de hombres de varios países de América Latina, de manera primordial Colombia, que hoy hacen su práctica en Yemen y que estarán prestos a cumplir las órdenes de sus jefes militares del Comando Sur y del jefe político designado para la misma, el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, quien a pesar de derramar “lágrimas de cocodrilo” por el apoyo de su Organización a la invasión estadounidense contra la democracia en República Dominicana en 1965, hoy reclama protagonismo para repetir la “hazaña” en otras latitudes de Nuestra América.