Democracias que torturan

  • 09-05-2017

La opinión pública y el Instituto Nacional de Derechos Humanos han tomado conocimiento de otro enorme escándalo vinculado esta vez a los maltratos recibidos por niños y adolescentes al cuidado del estatal servicio nacional de menores. A las centenares de víctimas de los últimos años en los diversos establecimientos bajo control del Sename, se suma ahora la denuncia de tres jóvenes torturados en el centro de Alihuén, entidad que será cerrada definitivamente por disposición superior, según lo anunciado.

Para colmo, los afectados son, en este caso, jóvenes con discapacidad cognitiva, lo que agravaría el delito cometido por el personal contratado justamente para proteger y reorientar la vida de estos miles de menores abandonados, casi siempre indigentes o confinados por la justicia ordinaria para que el Sename les entregue cuidado y contribuya a su normal reincorporación a la sociedad.

La tortura y las violaciones a los derechos humanos habitualmente se asocian a los regímenes políticos autoritarios o totalitarios. Erróneamente, se piensa que allí donde reinan las democracias no debieran existir agentes o funcionarios públicos que realicen estas prácticas deleznables; sin embargo, ya vemos que aquí en Chile son habituales las denuncias que señalan a policías e incluso al personal de hospitales y de estos centros al “cuidado” de los niños como responsables de ejercer tratos crueles y degradantes en desmedro de  los sectores más vulnerables de la población.

Violentas redadas nocturnas en la Araucanía, constantes apaleos y otras formas de represión a los manifestantes callejeros, así como estas graves agresiones cometidas en contra de los menores, nos señalan, sin duda, como un Estado que ejerce en extremo la violencia, violando con frecuencia las normas internacionales que hemos suscrito ante el mundo y con el mundo civilizado.

Jóvenes ultimados por carabineros por la espalda, una mapuche que es obligada a dar a luz engrillada en un hospital público, entre tantos despropósitos represivos que ya no son atribuibles a la dictadura militar que culminara hace casi treinta años atrás. Delitos que se repiten y mantienen en la impunidad, muchas veces,  por la desidia de los gobiernos, como por la displicencia de jueces y tribunales.

En el caso de estos tres internos de Alihuén que habrían sido torturados es evidente que confluyen una serie de factores que seguramente van a ser esgrimidos para aminorar el delito o salvar la responsabilidad de quienes ejercieron estas cobardes torturas. Cuando es efectivo que el personal a cargo de estos niños es insuficiente,  o estos centros de “cuidado” están colapsados a causa de los precarios medios que su personal dispone para efectuar su tarea. Además, por supuesto, las pésimas remuneraciones que reciben. Lo que, en ningún caso podría justificar lo sucedido.

Se trata de prácticas que se reproducen y se consienten por un Estado que presume de democrático por el simple hecho de tener elecciones periódicas y autoridades supuestamente representativas del pueblo, pese a estar regido todavía por la Constitución de Pinochet, exhibir abstenciones electorales ya crónicas por sobre el cincuenta o sesenta por ciento,  y haber consolidado una casta política altamente desacreditada por sus colusiones con el poder económico y los más diversos episodios de corrupción. Autoridades que, sin embargo, se empeñan en denunciar los bajos estándares democráticos de otros países del continente, sin hacerse la más mínima autocrítica al respecto.

Gobiernos como el actual y partidos políticos que ignoran u omiten que, en la actualidad, las democracias modernas exigen ser participativas,  garantizar los derechos de los trabajadores, acometer acciones efectivas para el logro de la equidad social, y el acceso universal a la salud y la educación, entre tantos otros derechos y objetivos. Además, por supuesto, de avalar la diversidad informativa, un propósito tan ausente en nuestro país, mientras que en el mundo es considerado un pilar de los regímenes democráticos y libertarios.

Estamos, ciertamente, frente a un nuevo acontecimiento bochornoso para nuestra credibilidad democrática y de respeto a los derechos humanos. Ante otro episodio que merece algunas airadas, aunque pasajeras, condenas,  que  no han sido capaces siquiera de convencer a los moradores de La Moneda del imperativo de incrementar los recursos que realmente se requieren para darle una atención debida a los jóvenes más vulnerables de nuestro país tan desigual.

Crímenes que son condenados a viva voz pero no por los tribunales con el rigor debido. Barbaries que buscan a lo sumo autores materiales y dejan impunes a los ejecutores intelectuales de la política,  empeñados en obtener los recursos fiscales que financien sus juegos electorales, sus abultadas dietas, como esa pasión transversal y obsesiva de partidos y referentes por la obtención de cupos parlamentarios y acceder a sus militantes a los altos cargos públicos.  En un mismísimo afán que recorre de derecha a izquierda a nuestros autodenominado “servicio público”. Al tiempo que se tortura a los niños más desvalidos, a los pensionados se los condena a una vida extremadamente precaria,  y mientras miles de pacientes se van muriendo a la espera de ser atendidos por los hospitales públicos. Un fenómeno que también ocurre en nuestro país y en estos días ha quedado plenamente acreditado en esta curiosa democracia que se nos dice estamos gozando.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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