La migración y movilidad humana es un fenómeno social que, en la actualidad, afecta a la mayoría de los países de nuestro continente, convirtiéndose en un tema de gran relevancia a nivel político y sociocultural. En el último año, de hecho, han existido diversos hechos, tanto nacionales como internacionales que reflejan esto. Por nombrar algunos: el polémico plan retorno, la abstención de Chile en el Pacto Migratorio de la ONU o la desoladora Caravana de Migrantes que atraviesa Centroamérica.
Ante eso, el desafío no es menor. Al contrario: requiere urgencia y prontitud, especialmente cuando la población migrante —en su mayoría ya en condiciones de vulnerabilidad— se expone a grandes niveles de privaciones en su proceso migratorio. Esa situación nos empuja reflexionar en torno a las políticas de nuestros países, la forma en que se genera la regularización pero, especialmente, si efectivamente se están garantizando los derechos fundamentales de cientos de migrantes. Especialmente de los niños y niñas que no deciden migrar y donde más se agudiza la vulneración de los derechos.
No es tarea fácil. Y el principal obstáculo, probablemente, es la desconfianza sobre ese “desconocido”; la idea de seguridad nacional, los estereotipos culturales, los prejuicios sociales. Todo eso imposibilita que avancemos en acciones concretas y efectivas sobre este fenómeno, reflejándose no sólo en el discurso de las altas esferas políticas y sus gobiernos, sino también —e incluso más— en la calle, en el metro, en lo cotidiano.
La migración incomoda. Quizás porque nos enfrenta constantemente con otras culturas, colores e idiomas, o tal vez porque nos genera una falsa idea y necesidad de “defender” nuestra propia identidad. Es, sin duda, un proceso social cargado de tensiones y las preguntas que se generan no son pocas: ¿cómo me relaciono con personas que no comparten mi lugar de origen? ¿cómo me acerco al otro? ¿estamos realmente dispuestos a aceptar esta nueva realidad social que no tiene reversa?
Yo soy colombiana. Hace menos de dos meses que llegué a Chile a trabajar a la fundación continental América Solidaria. Durante todo este tiempo he estado inmersa en el proceso de regularización y no ha sido un proceso fácil. Pero hay una frase, que escuche en una de las filas que nos toca hacer a varios migrantes, que no he podido olvidar: una señora, de nacionalidad venezolana, llevaba más de cinco horas en la fila con su hijo de cuatro años. Cuando al fin llegó su turno, lo único que se escuchó fue la voz del funcionario de la PDI que decía “ese no es mi problema”. Ese no es mi problema.
Lo anterior es sólo un pequeño ejemplo de exclusión y falta de empatía dentro de los cientos de momentos que viven a diario los migrantes. Pero no son sólo adultos. Dentro de la ecuación están quienes son constantemente olvidados: niños, niñas y adolescentes cuyos derechos también están siendo vulnerados. Y esos derechos deben ser resguardados siempre, independiente de su país, de su raza. Hoy, sin embargo, la discusión está lejos de centrarse en ellos —la mirada adulto céntrica está lejos de acabarse—, a pesar de que es allí donde más vulneraciones se cometen y, también, donde más peso tienen las acciones que se tomen. Para bien o para mal.
Hay algo que no podemos perder nunca de vista, aún cuando se asegura constantemente que “esto no es mi problema”: cada vez que se dilata, entorpece o dificulta la garantía plena de los derechos de las personas, la consecuencia directa siempre recae en la infancia.
Entonces, ¿de quién es el problema? ¿sólo de las personas que migran, a pesar de que muchas veces las razones de hacerlo escapan de ellos? ¿de los niños y niñas que no escogen migrar? ¿de los gobiernos de los países de origen? ¿los gobiernos que reciben? ¿de quién?
Parece ser que este fenómeno genera lo mismo que los espacios públicos: son de todos y de nadie. Todos nos quejamos, estamos a favor, estamos en contra. Hoy, sin embargo, es necesario comprender que la migración, más allá de ser un problema, es una realidad social. Una realidad muy difícil de revertir, pues es global y debemos asumirla como tal. Migrantes habrán siempre; así lo muestra la historia de la humanidad. Lo clave está en cómo lo asumimos, no sólo en términos de políticas y leyes migratorias, sino como individuos.
La migración es una oportunidad, llena de riquezas y valor humano. El encuentro intercultural que se genera es fundamental porque nos devuelve a la básico: a las relaciones humanas, a la comunicación, la interacción. Y eso, muchas veces, lo perdemos. Especialmente cuando creemos que “ese no es mi problema”.
Hablar de interculturalidad, en escenarios de migración, nos invita a poner énfasis en las relaciones e interacciones con quienes compartimos el mismo territorio. El escenario actual nos dice que es urgente comprender que el intercambio, el encuentro entre culturas es clave pues nos permite aprender del otro. Pero para generar un aprendizaje debemos saber mirar al otro horizontalmente, sin avasallar, sin dominar.
La sociedad no es estática. Se construye constantemente, entre todos. No depende del gobierno que esté, sino de las personas comunes y corrientes. Pero sólo en la medida en la que nos involucremos y asumamos nuestra directa responsabilidad con lo que ocurre en nuestros espacios seremos capaces de garantizar la justicia social, la igualdad y el respeto por los derechos de ser humanos. Y no sólo de los adultos sino también de los niños y niñas, muchas veces invisibles pero fundamentales.
La autora es Directora de Sociedad Intercultural, América Solidaria