El viernes 5 de abril se conmemoran 140 años de un día triste. Ese día, el año 1879, Chile le declaró la guerra al Perú y comenzaron a transcurrir los cinco años más aciagos de nuestra historia republicana.
Las causas de la conflagración son discutibles. Jorge Basadre señala que el Tratado de Alianza Defensiva con Bolivia de 1873 colocó al país en una situación de alto riesgo pues se vería obligado a defender a su par altiplánico de una eventual invasión chilena de Atacama, para apropiarse del salitre de esa provincia litoral. Tampoco fue lo más inteligente, a inicios de 1879, enviar al diplomático José Antonio de Lavalle a Valparaíso a ofrecer la mediación del Perú entre Chile y Bolivia, cuya provincia costera ya había sido invadida por las fuerzas chilenas el 14 de febrero de ese año. No lo fue porque, debido al Tratado de Alianza referido, el Perú no pudo declarar la neutralidad cuando Chile la exigió. Entonces Chile aprovechó la compleja posición diplomática del Estado peruano y declaró la guerra el 5 de abril, hace 140 años.
Por otro lado, el historiador chileno Luis Ortega reconoce que la Guerra del Pacífico partió de una decisión del Estado y burguesía chilenos, pues les resultaba complicado expandir su autoridad en el propio territorio, tanto como someter a sectores urbano-marginales poco identificados con el Estado-nacional. A esto se le suma el proyecto del geo-estratega Diego Portales, de convertir a Chile en líder del Pacífico sudamericano. Apropiarse de las riquezas guaneras y salitreras del Perú y Bolivia, le permitieron al vecino del sur alcanzar dicha meta.Las huellas dejadas por la Guerra siguen marcando la relación bilateral.
A veces nos preguntamos cómo franceses y alemanes se llevan tan bien apenas 74 después de concluida la Segunda Guerra Mundial, cuando sus sobrevivientes aún recorren las calles de París y Berlín. Lo he dicho tantas veces: los estados y clases políticas de Francia y Alemania se propusieron reconciliarse. Esto no supone colocar los malos recuerdos bajo la alfombra, sino traerlos al presente, tener la madurez de compartir el dolor, las heridas y los malos recuerdos, para luego regalarnos, recíprocamente, gestos de amistad para comprender que lo pasado, pasado está.
Una clave: la juventud, el milagro franco-alemán fue divorciar a sus nuevas generaciones del rencor suscitado por las guerras mundiales. No voy a detenerme en una verdad de Perogrullo: de la escuela chilena surgen ciudadanos orgullosos de su victoria militar -superioridad- sobre el Perú y Bolivia, y de la escuela peruana surgen ciudadanos rencorosos del daño que Chile nos hizo hace 140 años. Esta vez prefiero referirme a la flamante nueva edición de la Guerra del Pacífico: la Guerra del Pisco.
Qué fácil resultaría sumarme a la barra brava del origen peruano del pisco, en el que por cierto creo, y engrosar el coro que exigen a Chile cambiarle el nombre a su aguardiente. Propuse hace no mucho que en el Perú le llamemos pisco al nuestro, y, que, en Chile nombrasen pisco-elqui al suyo. Esta operación supone ganar y ganar. Los peruanos estaremos contentos porque solo a nuestro aguardiente se llamará pisco a secas, y los chilenos porque el suyo, asociado su nombre al valle de Elqui, no dejaría de llamarse tal. Pero las partes ya han respondido esta sugestión.
Hace unas semanas, el ministro de agricultura chileno propuso compartir, sin más, la denominación de origen del pisco. La respuesta peruana, concluyentemente contraria a la sugerencia, no se hizo esperar. Tampoco lo hizo la dúplica chilena: sus diputados han oficializado el proyecto que prohíbe el ingreso del pisco peruano a su territorio, aunque nosotros tenemos vigente la misma prohibición, desde hace algunos años.
Tomar partido en esta nueva Guerra del Pacífico es facilista y tentador: ganaría muchos adeptos. Sin embargo, prefiero ser consecuente y señalar lo mucho que me sorprende que, tras el litigio de La Haya, donde primaron el respeto y el ánimo colaborativo, hoy cometamos la enorme irresponsabilidad de levantar una nueva controversia desde las mismas premisas nacionalistas que catalizaron una infausta conflagración en el siglo XIX.
Los representantes político y diplomáticos del Perú y Chile se conocen bien, sus relaciones son cordiales. ¿Por qué no se reúnen a conversar la cuestión del pisco? ¿por qué la mediatizan? ¿por qué indisponer de nuevo a dos pueblos a los que les sobran las ganas de integrarse? No me quedan dudas de que quienes están en la posibilidad de hacer algo al respecto también están en condiciones de, con imaginación y buena voluntad, encontrarle una salida inteligente a esta controversia. Solucionarla, con el consenso de las partes, nos alejará de los estertores de la Guerra del 79, y nos permitirá comprender que ese acontecimiento está definitivamente anclado en el pasado. 140 años de suspicacias, algaradas, orgullo excesivo y desmedido rencor son suficientes. Apelo a la responsabilidad de quienes toman las grandes decisiones.