Planeamos viajar por la costa hacia el Norte de Chile para conocer en persona las infamemente célebres condiciones del desierto más seco del mundo. A medida que dejábamos la jungla de concreto extenso de Santiago sus inescapables Starbucks en cada esquina, entendí por qué un amigo chileno nos señaló que la capital es un microcosmos sud-americano de los Estados Unidos. Saliendo hacia lo desconocido, disfrutamos de conducir por una autopista enmarcada de palmas, agradecidos de abandonar los terribles tacos y bocinazos santiaguinos.
Pronto, la vegetación se convirtió en un tipo de arbusto mediterráneo de la Cordillera de la Costa y nos condujo a los colores vibrantes del llamado puerto principal. Valparaíso hizo desaparecer los 30 grados reinantes en la zona metropolitana, dando dio paso a una brisa fría y húmeda de la que nos guarecimos sentados en la terraza del Hotel Brighton, donde una guitarra electrónica-acústica ofreció Soulful Groove mientras sorbíamos lentamente un pisco sour observando la vista panorámica del paisaje urbano artístico.
Valga decir que una vez en la ciudad puerto, el auto no se movió más, mientras exploramos los cerros que nos evocaban ligeramente a San Francisco. Al momento de la cena, un perro callejero expectante, suficientemente grande para ser el mismísimo personaje, nos llevó por el camino a ‘La Caperucita y el Lobo’. Sin embargo debió alejarse decepcionado al verse impedido de entrar al restaurante, en cuya puerta colgaba juguetonamente una pequeña chaqueta roja.
Luego de dos meses en Chile y ya en camino hacia La Serena, experimentamos la primera lluvia. Pese al mar de capuchas y chaquetas, fracasamos en sentir nostalgia del clima inglés. bles, salvo su Ya listos para un descanso de la Ruta 5, nos desviamos hacia una aldea de pescadores, en la que la única cafetería encendió sus alarmas al ver clientes, acostumbrados solo a la presencia de los perros. Las omnipresentes advertencias de Tsunamis y señales de rutas de evacuación provocaron en mi familia numerosas búsquedas en Google y debates de escenarios apocalípticos conversados alrededor de las mesas de algunos locales de comida carretera y en la ruta misma.
Teniendo como destino las playas de Bahía Inglesa, la emoción nos sobrecogió cuando decidimos desviarnos hacia el observatorio La Silla, incentivados por la reciente noticia de la primera captura en foto de un agujero negro, en parte por la ayuda de la estación chilena de los observatorios ALMA. Con una altitud de 2.400 metros y el tono rojizo uniforme de las montañas alrededor, el observatorio parece estar asentado en el mismo Marte, sin embargo en su interior, la oscuridad en las ventanas, el diseño blanco y aparentemente estéril de la habitación dio la impresión de encontrarnos a bordo de la Estación Espacial Internacional, y no en el medio del desierto.
Los documentales de David Attenborough y un especial de Top Gear nos habían advertido que nada vive en el Desierto de Atacama, sin embargo, pudimos comprobar lo contrario cuando varios perros agitaron sus colas despidiéndonos del observatorio, solo para rápidamente encontrar que el camino estaba sorprendentemente bloqueado por burros salvajes, vicuñas e incluso un zorro del desierto.
Ya de regreso en la autopista, encontramos muchas más casetas de peaje que gasolineras y llegamos a una costera Bahía Inglesa que se sintió vacía, con su gran cantidad de tiendas y bares claramente pensados para una cantidad desproporcionada de turistas en el verano, en comparación con las reales necesidades de comercio de población habitual del lugar que no alcanza las 175 personas. Ese mismo vació nos permitió un recorrido agradable en las arenas de la bahía natural, muy por el contrario de lo que nos ocurrió en Caldera donde nuestro almuerzo fue dominado por las industrias y sus barcos pesqueros balanceándose en las aguas cercanas al muelle. También entonces tuvimos un generoso encuentro con la fauna local gracias a los lobos de mar que patrullaban las aguas superficiales del puerto y descansaban cerca nuestro en la playa, de la que tuvimos que huir tempranamente tras la advertencia de una lugareña sobre pasados ataques de estos animales contra desprevenidos turistas.
Tal-Tal nos supo un tanto extraña, probablemente por la atmósfera del lugar donde pasamos la noche, que parecía un hospital abandonado, con linternas victorianas alineadas en paredes verde pálidos, como si fiera parte de una escenografía diseñada por Jack el Destripador. Motivados salir por la noche, buscamos a un restaurante. Esa noche cenamos en un restaurante en cuyas pantallas podía verse un partido de fútbol de la selección sub 17, lugar en el que pudimos apreciar el amor chileno por ese deporte. Ante la ausencia de muchos clientes, la mesera observaba atentamente el televisor, lo que llamó mucho nuestra atención, tanto como para preguntarle si tenía algún pariente como jugador, puesto que el nivel de sub-17 raramente atrae la atención de incluso los más apasionados fanes de futbol en Inglaterra. Ella suavemente me explicó el equipo que jugaba era la selección chilena, entregándonos así una visión profunda de la pasión y energía de los chilenos, y en mayor escala de los sudamericanos en general, respecto del fútbol.
Ya en las cercanías de Antofagasta, no pudimos sino desviarnos para conocer la escultura de Mario Irarrázabal, ´Mano del desierto’. Una escultura de 11 metros, sobresaliendo del suelo del desierto, como un símbolo de la vulnerabilidad humana y la impotencia tanto por su escala como por su aislamiento.
Fue muy asombroso darnos cuenta de la falta de gente indígena en su ropa tradicional en los distintos pueblitos por los que pasamos. A la vez, fue un verdadero reto el encontrar recuerdos chilenos, los famosos souvenirs, excepto, claro, las camisas y gorras que conforman el uniforme universal de los turistas.
Luego de ver en las noticias que los Mapuches, grupo que representa un 12% de la población, han ido al Corte Penal Internacional para denunciar el genocidio y crímenes contra la humanidad cometidos por los Estados de Chile y Argentina, fue muy claro para nosotros que el país tiene un problema para abrazar esa parte clave de su identidad nacional. Las poblaciones indígenas son fundamentales en la historia de cada país, y la aceptación de ellos enriquecería lo que significa ser chileno, sobre todo cuando una tercera de la población vive en una cada vez más impersonal, y menos chilena ciudad de Santiago.
Ya arribados en San Pedro, las calles de tierra estrechas y confusas se nos antojaron como un set de la ‘Guerra de Galaxias’. Turistas de Inglaterra, Francia, y Alemania se agrupaban en el laberinto de estrechas calles mientras nosotros agradecíamos el hecho de habernos aclimatado paulatinamente al país, a diferencia de quienes optaron por volar directamente hasta el norte y probablemente hayan sufrido el choque cultural de salir de una vetusta ciudad europea para encontrarse con el salvaje desierto chileno.
Nuestra primera visita fue el Valle de la Luna, aunque inmediatamente después de comprar las entradas, nos perdimos dando vueltas por las calles locales. Cuando al fin encontramos el parque, nos asombramos con las vistas de esas dunas de arena intactas enmarcadas por los Andes. Muchas de esas cuevas y minas estuvieron cerradas a causa de las lluvias devastadoras del llamado invierno Altiplánico, un recuerdo conmovedor de que la fuerza de la naturaleza de Chile es igualmente hermosa y destructiva.
Posteriormente el Salar de Atacama, nos recibió con algunas alegres llamas que tranquilamente pastaban junto a un abrevadero al lado de la ruta. La señal de rayos ultravioleta nos advirtió de un índice Extremo. El crujido de la sal bajo de nuestros nos sacó por unos instantes de una impresionante postal son flamencos parados tranquilamente en las aguas saladas.
Masticando hojas de coca, sobrevivimos 5 minutos al aire enrarecido y frío de las bellísimas Lagunas Altiplánicas, antes de volver a nuestro auto para entregarnos a altitudes más soportables para este grupo de ingleses que no conocemos realmente las montañas.
Las Termas de Puritama entregaron alivio a nuestros entumidos cuerpos cuando sus aguas tibias, enmarcadas por una gran quebrada nos recibieron amablemente. Ya bajando, decidimos ignorar al navegador satelital y aventurarnos por unas empinadas cuestas que nos dejaron extenuados a mi padre y a mí, ambos muy poco fanáticos de las alturas.
Cuando por fin llegamos a Machuca, aquél pueblito en el que viven solo 10 personas, nos entregó una de las mejores comidas que he tenido en Chile: las empanadas eran tan sabrosas, que compramos todas las que quedaban.
Aquella, nuestra última noche en el inmenso desierto, tuvimos la suerte de ver una luna casi llena, que iluminaba el cielo, perfecto para nuestra” Big Bang Experience’. El carismático guía desafió nuestro modo al hacernos ver que estamos, en cada momento, volando a través del espacio al interior de una piedra enorme. Esta banalización útil de ideas científicas e importantes fue armonizada perfectamente por una lista de canciones de estilo espacial y un té caliente, mientras observábamos como el telescopio se ajustaba perfectamente para enfocar Júpiter, la cruz del sur, y ´Beetle Juice’ de la constelación de Orión.
Ese fue el broche final de nuestra aventura. Volvimos a Santiago, solo para escuchar que “debimos haber ido al sur”.
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Las fotografías de este artículo fueron tomadas por Sasha Knezevic.