Recientemente se conoció el informe de la Policía de Investigaciones (PDI) que da cuenta de la violencia sistemática que se ejerce en contra de niños y niñas en residencias de protección. Dentro de los resultados de esta investigación se señala que durante el 2017 el 88,3% de las residencias registró algún tipo de vulneración grave y que el 92,1% de los centros no cumple con los estándares mínimos exigidos por el Sename para su funcionamiento.
Estos datos dan cuenta que la precariedad de la atención residencial y las deficiencias de funcionamiento de los centros no son características excepcionales, sino que responden a un problema transversal que muestra como la sociedad y las instituciones públicas han enfrentado con serias dificultades la tarea de proteger a niños y niñas cuando su cuidado no puede ser garantizado por el entorno familiar. El mismo sistema, que en principio debería proteger y garantizar los derechos de niños que han vivido experiencias de vulneración, daña y produce un malestar que sigue sin ser reconocido como un grave problema social.
Es necesario recordar que este informe forma parte de una serie de documentos elaborados por diferentes instituciones, que desde el año 2012, suman antecedentes y evidencias de la profunda crisis que afecta a las residencias de nuestro país. Si bien las cifras dan cuenta de una situación crítica presente en todas las instituciones públicas y privadas, lo más complejo es constatar como se ha instalado en el sistema de protección de la infancia una dinámica del desconocimiento y del olvido de los efectos nocivos de sus prácticas en las trayectorias vitales de niños y niñas que han sufrido experiencias de vulneraciones de derechos y la consecuente separación y pérdida de sus vínculos.
La protección institucional de la infancia siempre se ha presentado como un desafío altamente complejo para cualquier sociedad. No es que exista una voluntad que premeditadamente tenga por objetivo vulnerar los derechos de los niños, pero sí existen condiciones estructurales y prácticas anquilosadas en los sistemas de protección que normalizan y reproducen formas de violencia difíciles de desarticular. De ahí el drama y la imposibilidad histórica para revertir esta situación a través de políticas públicas que no reproduzcan y perpetúen la violencia que pretenden detener. Quienes trabajamos en este campo no podemos renunciar a preguntarnos cuál es la causa por la que los sistemas de protección se vuelven ellos mismos negligentes y maltratadores.
Es importante reconocer que el daño que produce la vulneración de derechos siempre va acompañado de un sufrimiento que es consecuencia de la separación afectiva entendida como la ruptura y pérdida de los vínculos, y que se producen al ingresar a una institución residencial. Por lo tanto, desconocer sistemáticamente este problema es perpetuar la experiencia de temor y desconfianza hacia las instituciones encargadas del cuidado y la protección de niños, niñas y jóvenes. La negación del sufrimiento del otro como efecto de una práctica institucional lesiona en los niños la posibilidad de hacer vínculos y, en el último término, de sentir que se forma parte de un contexto social y político que reconoce su dignidad en tanto sujetos de pleno derecho.
Cuando las instituciones que encarnan la tarea de garantizar y proteger los derechos de los niños están fuertemente cuestionadas se produce una crisis de confianza que fragiliza las condiciones de posibilidad para el cuidado. Sin un proceso que permita comprender y reconocer, desde las propias instituciones de la protección, cómo se normaliza la negligencia y el maltrato al interior de estos contextos es altamente probable que nuevamente seamos testigos de formas de violencia institucional, independiente de los avances en infraestructura y aumento de recursos económicos. Negarse a generar este proceso de cambio cultural de trato hacia la infancia solo confirma que los niños en estos contextos carecen de las garantías para la protección de sus derechos pues no existe ningún revestimiento social, jurídico y político que sea responsable de reparar el daño que se produce desde la propia institucionalidad.
Esta investigación no sólo nos recuerda la existencia de una cultura de maltrato y violencia contra niños en condiciones que deberían garantizar su cuidado y buenos tratos. Es también la expresión de un sistema que deniega la propia violencia que produce; justifica sus fallas exclusivamente por la falta de financiamiento; no propone ni invierte en mejorar sus prácticas de cuidado; y prefiere poner la responsabilidad de los malos tratos en las familias de los niños que debe proteger en lugar de pensar sus propias fallas.
Cuando se observa este nivel de daño a nivel institucional resulta preocupante que el logro de la política pública en infancia quede expresado en las mejoras a la infraestructura y en la apertura de nuevos inmuebles, cuando lo que debería importarnos es si quienes habitan esos espacios son cuidados y se sienten tratados con dignidad. Al igual que el aumento de recursos a instituciones colaboradoras, los cambios en la infraestructura no suponen una transformación que impacte y remueva la cultura de malos tratos alojada en los cimientos del sistema. Hoy más que nunca se requiere de una política pública de protección enfocada en brindar herramientas y condiciones para que las personas que trabajan y cuidan de los niños puedan realizar esta compleja tarea acompañadas y apoyadas permanentemente. Se requiere de personas sensibles a las experiencias e historias particulares inscritas en la vida de cada niño y niña. Personas disponibles para reconstruir los vínculos y las confianzas en un contexto donde ha sido el mundo adulto el que ha fallado permanentemente.
Las políticas de infancia deben ser ante todo respetuosas de los niños, sus familias y comunidades. Por lo mismo, lo grave de la situación que describe esta investigación es que estos antecedentes salen a la luz en medio de la discusión que crea el nuevo Servicio de Protección de la Niñez, institución que reemplazará al Sename dentro algunos años. ¿Qué garantiza que está nueva institución no reproduzca los graves problemas que hoy existen en los contextos de protección residencial? ¿De qué manera este nuevo servicio cambiará una cultura sistemática de violencia?
Teniendo presente la relevancia de contar con un nuevo servicio especializado de protección, es necesario mirar este proyecto considerando la preexistencia de problemas estructurales que hacen obstáculo al desarrollo de una institución que efectivamente promueva una cultura de cuidado de los vínculos, las historias y las vidas de los niños, sus familias y los trabajadores de la infancia. No nos acostumbremos a que la violencia, la tragedia y el olvido sigan siendo las principales características de nuestro sistema de protección.